El Señor Jesús dijo: «Yo soy la vid verdadera y vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él; éste lleva mucho fruto» (Juan 15:5). Sabemos que el fruto de la vid es la uva; y si nosotros somos los pámpanos de la vid, entonces nuestro Señor Jesucristo nos dio un gran privilegio: el de llevar fruto.

Este es un privilegio, pues son los frutos los que reflejan la hermosura de la planta. Pero los misterios del Señor son insondables, pues si bien la uva es la gloria de la vid, no es la uva la que alegra el corazón, sino el producto de la uva, es decir, el vino (Jue. 9:13).

Es cierto que un racimo de uvas es hermoso, pero lo mejor de la vid es el buen mosto. Y para que haya mosto, la uva debe ser cosechada al tiempo de su madurez y ser llevada al lagar. Así se produce el buen vino, y el buen vino es Cristo.

Cristo es el vino nuevo, pues cuando María, su madre, le dijo en las bodas de Caná que faltaba el vino, él le respondió:«¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora» (Juan 2:3-4). Aún no era el tiempo de que él fuera al lagar; faltaba aún un poco para que fluyese el vino nuevo, que es Cristo mismo sobre la cruz.

Así como Cristo fue llevado al lagar, para que fluyese la vida de él, es necesario que los que le siguen también vayan al lagar. Allí serán despojados de todo, para que lo que hay dentro –es decir Cristo– pueda fluir hacia fuera.

Él mismo dijo: «Y os digo que desde ahora no beberé mas de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre» (Mat. 26:29). Y el reino de su Padre ya ha venido, pues hoy día el trono del Rey está en el corazón de los que son suyos, pues él vino a hacer morada con ellos (Juan 14:23). Ellos tienen la vida de Cristo. Y Cristo vuelve a beber del fruto de la vid junto con ellos, pero ahora lo bebe nuevo, pues él bebe de su amada y ella bebe de él, su Amado.

No pensemos que el fruto se perderá al ir al lagar, pues el mismo Señor dijo que el fruto permanecerá; la uva no se perderá, solo será transformada. Pero es necesario que vaya al lagar. Es necesario que hoy día los que le siguen tomen su cruz y se nieguen a sí mismos, para que aparezca Cristo, el Vino Nuevo, y se alegre el corazón de Dios y de los hombres. Sí, el de todos aquellos que quieran beber de él, pues él es abundante (Ef. 2:7).

Este vino necesita ahora un envase para ser contenido, necesita de un odre nuevo, pues el vino nuevo se guarda en odres nuevos (Mat. 9:17). A Dios le agradó preparar un vaso que pudiera contener este vino, y ese vaso son los creyentes, su iglesia, la amada de su corazón. La iglesia es el nuevo odre que hoy contiene al nuevo vino. Lo que los cielos no pueden hacer (2 Cr. 6:18), la iglesia sí puede. El vino de Dios tiene un depósito. Y en la iglesia la vida de Cristo fluye cuando los que le aman aceptan también ser triturados en el lagar de las pruebas y la cruz. Si aceptamos la operación de la cruz, habrá gozo en la Casa de Dios.

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