Jesús se acerca a Jericó. Un ciego que está junto al camino, mendigando, al oír la multitud que viene, pregunta: «¿Qué sucede? ¿Por qué tanto alboroto?». Con desgano, una voz le contesta: «Es Jesús, el nazareno, que viene…».
Entonces algo ocurre con el ciego. El hombre se transforma, su rostro se ilumina. Se yergue sobre su cansada espalda, y grita: «¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!».
Los que le oyen quedan estupefactos. ¡Ha dicho: “Hijo de David”! Ellos entienden perfectamente la tremenda invocación del ciego, y les parece blasfemia. Así que, apresuradamente, le hacen callar.
Sin embargo, el ciego insiste. Su “blasfemia” sube de tono por la porfía de su reiteración. ¡Decir que Jesús es Hijo de David significa, nada menos, que decir que Jesús es el Cristo! La gente dice de él: “Es Jesús, el nazareno”; pero el ciego dice: “Es Jesús, el Hijo de David”.
La gente era ciega para ver la verdadera condición de Jesús; pero el ciego veía de verdad. Para la gente, era una locura, de manera que el hombre no era solo ciego, sino también loco. Solo un rey, descendiente de David, puede ser Hijo de David. Pero ese hombre de Nazaret… Solo el Cristo es el Hijo de David. Pero ese nazareno…
El ciego, con sus palabras, hace detener la marcha de Jesús. (¿Podemos ver por qué el Señor no podía dejar de atenderle?). El Rey (todavía sin corona), le manda a llamar. El ciego acude. El Rey le pregunta: «¿Qué quieres que te haga?».
El ciego dice: «Señor, que reciba la vista». El Rey dice: «Recíbela, tu fe te ha salvado». Eso es todo. El reino de los cielos se ha acercado. El Rey ya tiene un súbdito.
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