El Señor Jesús enseñó que el reino de Dios es como una gran cena, a la cual Dios invita a muchos a participar. El Anfitrión es de la más alta calidad; el evento es el más escogido. Todo es de primer orden. La hora se acerca, todo está preparado. El Anfitrión está esperando. Sin embargo, he aquí que surge un problema: Los invitados no acuden; solo llegan sus excusas. Ellos habían recibido sus invitaciones con anticipación, y tuvieron tiempo para poner en orden sus cosas, pero no van. ¿Por qué?

Ellos tienen muchas y muy válidas razones para no ir. Uno había adquirido una hacienda, y necesitaba ir a verla. Otro había comprado varias yuntas de bueyes, y necesitaba probarlas. Un tercero se había casado, y debía dedicarse a su esposa.

Estas tres excusas tienen cierto grado de validez, nadie puede negarlo. Eran parte del quehacer normal de los hombres, que es justo atender. Sí, todo eso es válido, pero no para con Dios. Si el anfitrión fuera menos noble, y la cena menos selecta, bien podría ser. Pero tratándose de quién es el que invita, y del motivo de la convocatoria, las excusas son inaceptables.

El Dios Creador de los cielos y de la tierra, el Rey que domina sobre todo, ¿ha de ser agraviado? ¿Ha de ser menospreciado porque acepta bajar hasta el hombre para honrarlo?

Cada una de aquellas excusas tienen algo en común: buscan la satisfacción propia. El ego está en el centro, y la decisión tomada sigue ese camino. Aquellos hombres tienen algo importante que hacer. Ellos han adquirido algo valioso para sí –hacienda, bueyes, esposa– y no están dispuestos a renunciar. ¡Qué evaluación! ¡Qué ceguera!

En el presente, una hacienda, unos bueyes y una esposa, pueden tener el más alto valor, ¿quién lo duda? Sin embargo, a la luz de la eternidad, ¿cuál es su valor real? Hoy nos deslumbramos con los juegos con que matamos el tiempo, pero en aquel día veremos (¡ay, tan tarde!) que la verdadera ganancia estaba en la obediencia a la invitación de Dios.

No está mal tener hacienda, bueyes y esposa. Pero está mal que, por causa de ellos, se rechace a Dios. «Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo … Cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo» (Luc. 14:26, 33).

Pero vea usted lo que hace Dios. Cuando la invitación es rechazada, él reemplaza a los invitados renuentes por otros. Él no dejará de celebrar la cena que ha preparado con tanta expectación. Por tanto, manda a buscar toda clase de gentes, gentes menos distinguidas, pero más dispuestas. Ellos no tienen tan buenas razones para no acudir. No tienen ni muchos bienes, ni muchas fiestas que celebrar. Así que llegan los desocupados, los vagabundos, los desechados de la sociedad. Ellos son introducidos a la fuerza en la cena, hasta que la casa se llena. ¡Cuánta gracia! ¡Cuánta bondad de Dios para ti y para mí!

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