A menudo, nos sorprende la rapidez con que transcurre el tiempo. Muchas veces, al término del día, percibimos que quedaron tantas cosas aún por hacer. Esto no parece ser algo nuevo. Moisés, varón de Dios, ya de edad avanzada, clamaba al Señor: «Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría» (Sal. 90:12).
En el Antiguo Testamento, se registran episodios de la vida de Israel en los cuales el Señor no contó el tiempo. Cuando el pueblo no sirvió a Dios, sus días no fueron tomados en cuenta; fue un tiempo perdido. Esto nos enseña que hay días de nuestra vida que no son contabilizados por Dios.
La vida del incrédulo es espiritualmente estéril; es más, ninguno de sus días cuenta para Dios. Antes de convertirnos a Cristo, ningún día de nuestra vida contó para Dios. Estábamos muertos en delitos y pecados; no hubo cosa alguna digna de mención en ellos.
Hoy, algunos de nosotros tenemos cinco, diez, veinte o tal vez más años en los caminos del Señor. Sin embargo, ¿cuánto de ese tiempo cuenta efectivamente delante de Dios? De nuestro historial, son descartados los días en que no hemos vivido en su presencia. Si lo examinamos cuidadosamente, veremos que hay muchos días estériles: días atareados en lo nuestro, días en que nuestro corazón ha estado frío, se ha vuelto indiferente y la fe se ha apagado, a causa de la desobediencia o del pecado.
De seguro, hay muchos días infructuosos, en los cuales no hemos glorificado a Dios, de los cuales hemos de arrepentirnos. Sin embargo, cuando el Espíritu trae esta luz a nuestro corazón, viene también una palabra de consolación. Dice el Señor: «Convertíos a mí con todo vuestro corazón … y os restituiré los años que comió la oruga, el saltón, el revoltón y la langosta» (Joel 2:12, 25).
Cuando el pueblo de Israel se olvidaba de Dios, los campos eran asolados por las langostas. Así también hoy, el apartarnos del Señor nos trae ruina. Pero él quiere ayudarnos, él quiere que –como Pablo– completemos nuestra carrera con gozo, que todos nuestros días sean contados positivamente.
Las langostas representan todo aquello que destruye el fruto de nuestra comunión con Dios. ¿Qué es aquello que está diezmando tu sementera? De seguro, el correr de aquí para allá, desperdiciando nuestro tiempo en afanes sin provecho, es un factor importante en el deterioro de nuestra vida espiritual.
Juan el Bautista era un nazareo, un varón consagrado absolutamente a Dios. Al leer acerca de su vida, encontramos un dato muy curioso: él se alimentaba de langostas. Este hecho singular nos da un ejemplo. La abundante gracia de Dios nos hace sabios para contar nuestros días y para dar fin a todo aquello que amenaza nuestra cosecha. Las promesas de Dios son fieles y verdaderas. Si nos volvemos a él, él hará todas las cosas nuevas para nosotros. El tiempo perdido será restituido y contado a nuestro favor.
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