He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo…».
– Sal. 51:6.
La vida humana se despliega en dos ámbitos muy diferentes. Uno es el ámbito privado, y el otro, el público o social. Esta doble dimensión de nuestra vida suele tener algunos puntos de encuentro y, seguramente, muchos de desencuentro; es decir, no somos en privado lo mismo que en público.
El Señor Jesús decía, acerca de los fariseos: «Todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen y no hacen» (Mat. 23:3). El «decir» aquí es primordialmente público, y el «hacer» es privado. Lo que ellos predicaban como bueno, en público, no lo aplicaban a su conducta en lo íntimo. Hacían en público solo lo que era socialmente aceptado; pero en lo privado eran como sepulcros que albergan «huesos de muertos y toda inmundicia».
Hacer que coincida lo íntimo y lo público, es un asunto muy difícil – imposible para el hombre natural. El rey David lo comprobó cuando pecó contra Dios en lo referente a Betsabé y Urías. Él comprobó que, en lo íntimo, albergaba tendencias pecaminosas, que eran extraordinariamente peligrosas. Probablemente, nunca pensó hasta dónde esas tendencias lo podían llevar, cuál era el extremo de su pecaminosidad. Debió caer en un vergonzoso adulterio, y en un homicidio atroz, para darse cuenta de su espantosa realidad, es decir, del doble estándar de su personalidad, y de cuán interesado está Dios en ambos aspectos.
Por otro lado, para un siervo de Dios, el conocimiento de la santidad de Dios, no puede ser el mero conocimiento doctrinal de uno de los atributos de Dios, sino la experiencia diaria de andar en santidad, pues esa santidad le ha sido comunicada por el Espíritu Santo que ha sido derramado en él.
«Sed santos, porque yo soy santo», nos recuerda y amonesta el apóstol (1 Ped. 1:16). Pero, ¿cuán santo es Dios? La medida de su santidad es desconocida para nosotros, por cuanto nacimos en pecado, y en pecado nos concibió nuestra madre. En nuestro caminar con Dios, vamos aprendiendo cuán santo es Dios. Habrá momentos en que quedaremos abismados por esa santidad; será como cuando nuestros ojos ven una luz que nos ciega y que nos impide, por algún tiempo, caminar. El conocimiento de la santidad de Dios nos hace ver cuán pecadores somos.
Dios trabajará en nosotros, hasta que vivamos la santidad en todas las áreas de nuestra vida, pues él ama la verdad en lo íntimo. Tal vez vendrán muchos golpes antes de alcanzar esta medida; habrá muchas cosechas de muerte, muchas lágrimas amargas por pecados cometidos. Pero, finalmente, él logrará su propósito. Porque, el que comenzó en nosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo.
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