Cuando el rey Ezequías enfermó de muerte, vino a él un profeta de parte de Dios, que le dijo: “Ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás” (Is. 38:1). Ante tal noticia, Ezequías se afligió sobremanera y dijo: “A la mitad de mis días iré a las puertas del Seol; privado soy del resto de mis años” (Is. 38:10). Acto seguido, se aferró al Señor y oró pidiendo que revocara su decisión, y le alargara la vida. El Señor le concedió quince años más de vida.
Ezequías es el único hombre, en las Escrituras, a quien Dios le haya concedido tal cosa. Sin duda, fue por esto un bienaventurado. Sin embargo, su figura y su petición concedida tienen una mayor trascendencia. Están puestos allí como antítesis de algo que el Señor Jesucristo habría de vivir en los días de su carne.
Jesús vivió la vida humana en toda su perfección. A medida que transcurrían sus días, la más maravillosa expresión de la Deidad encarnada, viviendo entre los hombres, se desenvolvía en toda su maravillosa sencillez. Los ciclos de la vida se sucedían uno tras otro con perfecta armonía. El Hijo de Dios, aun sabiendo que había venido para ser sacrificado, llegó a amar la vida, pese a las limitaciones que ésta imponía a la expresión de su Deidad.
Entonces comenzó a aflorar de sus labios esta oración: “Los hombres sanguinarios y engañadores no llegarán a la mitad de sus días; pero yo en ti confiaré” (Sal. 55:23). Esta oración denota la confianza de quien cree que se le concederá lo que pide. Él no es ni sanguinario ni engañador, así que espera confiadamente.
Sin embargo, hay otra oración en el Salmo 102:23-24 que muestra una certeza distinta: “Él debilitó mi fuerza en el camino; acortó mis días. Dije: Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días”. ¿Hay aquí un misterio revelado acerca de los días de su máxima debilidad? ¿Hay aquí un deseo, como el de todos los hombres, de seguir viviendo? ¿Hay el mismo deseo que afligió el corazón de Ezequías? Si es así, aunque haya estado el deseo, no fue concedido, al igual que otros que no fueron concedidos.
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