Pese a la condición de esclavitud a la que Dios tuvo que llevar a su pueblo, aún faltaba algo que Israel necesitaba aprender. En el libro de Éxodo, en tres ocasiones, Israel aún presume de una obediencia y fidelidad que no tenía.
«Y todo el pueblo respondió a una, y dijeron: Todo lo que Jehová ha dicho, haremos … Y Moisés vino y contó al pueblo todas las palabras de Jehová, y todas las leyes; y todo el pueblo respondió a una voz, y dijo: Haremos todas las palabras que Jehová ha dicho … Y tomó (Moisés) el libro del pacto y lo leyó a oídos del pueblo, el cual dijo: Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos» (Éx. 19:8; 24:3, 7).
¿Cómo un pueblo que viene saliendo recién de la esclavitud podía hacer semejantes promesas? Ciertamente, ellos no se conocían a sí mismos; tenían aún muy buena opinión de sí mismos. Por eso, y para que al fin ellos se conociesen, Dios permitió que fracasasen una y otra vez. Tras cada promesa vino un fracaso.
Después de la primera promesa, ellos vieron que no estaban ni siquiera capacitados para estar delante de Dios en el monte Sinaí, por lo cual pidieron a Moisés que fuera su interlocutor. Después de la segunda y tercera promesa, dichas en una misma ocasión, enfrentaron el más duro revés de su historia como pueblo – erigieron el becerro de oro, con el cual se prostituyeron junto al monte de Dios.
Después de esta caída, Dios decidió apartarse de Israel, no aceptando caminar con ellos, sino que fuera su Ángel en su lugar. Solo ese día Israel cayó en la cuenta de su lamentable condición. Entonces parecieron entender que ellos no tenían competencia para hacer promesas a Dios, sino que debían caminar esperando solo en Su misericordia. Ellos no habían sido elegidos por sus virtudes, sino siendo un pueblo«rebelde» y «duro de cerviz».
En Éxodo 33:4 dice: «Oyendo el pueblo esta mala noticia, vistieron luto, y ninguno se puso sus atavíos». Y luego se agrega: «Entonces los hijos de Israel se despojaron de sus atavíos desde el monte Horeb». Esto nos muestra que no volvieron a usar más sus vestidos normales, en señal de duelo por haber ofendido a Dios. Este acto valió más que mil promesas. Las promesas son producto de la justicia propia; en cambio, un acto de contrición revela la humillación de quien se reconoce incapaz, y que no tiene otro recurso que apelar a la gracia de Dios.
Al ver Dios este acto noble de Israel modificó su sentencia y aceptó ir con ellos. Le dice a Moisés: «Mi presencia irá contigo, y te daré descanso» (Éx. 33:14). La humillación de Israel, su silencio con respecto a nuevas promesas, movió la mano misericordiosa de Dios, y le favoreció con su presencia. Y no solo eso; poco después Dios habría de revelar a Israel uno de los grandes propósitos que tenía guardado para él. ¡Bendita gracia de Dios!
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