Génesis 15 nos relata el importante episodio en la vida de Abraham cuando éste fue declarado justo. La palabra que Dios dio a Abraham fue relativa a su descendencia, la cual habría de ser incontable como las estrellas del cielo.
En aquel entonces, Abraham no tenía hijo, y su esposa era estéril; de modo que humanamente hablando no había ninguna posibilidad de que esa promesa pudiera cumplirse. Y ahí radica la gloria de la fe de Abraham. Fue una fe puesta enteramente en Dios, vacía de todo elemento humano. Fue de absoluta confianza en Dios.
Luego de la fe, vino la justicia. La justicia proviene de creerle a Dios, de hacer a Dios veraz. No consiste en creer en Dios sino en creerle a Dios. La justicia se manifiesta en seguida después que le creemos a Dios. Sin embargo, el cumplimiento de la promesa no viene de inmediato, sino en el tiempo determinado por Dios. Cuando Abraham creyó a Dios, él no recibió los plazos.
Naturalmente, la promesa completa no se habría de cumplir en vida de Abraham, pues se refiere a una multitud de gente, pero al menos al hijo de esa promesa tendría que verlo con sus ojos.
Isaac tardó unos quince años en llegar. Y llegó cuando Abraham estaba sin fuerzas –«casi muerto», dice Hebreos; «como muerto» dice Romanos–. De manera que no solo era difícil que Isaac naciera cuando Dios le hizo la promesa, sino que era aún más difícil que naciera cuando realmente nació. Pero así y todo, Isaac llegó.
Aquí tenemos un principio precioso. Todos los creyentes son llamados, no solo a ser justificados por su fe, sino a recibir el cumplimiento de una promesa. Para recibirla, han de esperar hasta que sus fuerzas se marchiten y sus esperanzas mueran. Muchos justos por la fe están esperando aún que la promesa de Dios se cumpla, y que lleguen a ser padres de muchedumbres; en tanto que algunos ya la recibieron, y otros la están empezando a recibir.
Por supuesto que la herencia es Cristo. Pero lo que queremos enfatizar es lo que viene junto con Cristo. En Cristo hay hijos que han de ser engendrados por el Espíritu, hay una obra que debe ser hecha para Dios. Los hijos de Dios deben llegar a ser padres, y tener sus propios hijos espirituales. Pablo dice a los corintios: «Porque aunque tengáis diez mil ayos en Cristo, no tendréis muchos padres; pues en Cristo Jesús yo os engendré por medio del evangelio» (1 Cor. 4:15). Y a los gálatas:«Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto…» (4:19).
Abraham vivió un período de infertilidad y de pruebas después de ser justificado, antes de recibir lo prometido. Así también los creyentes. Puede haber muchos justificados, pero tal vez no todos sean padres. No todos han hecho las obras de Dios. La voluntad de Dios es que, por la fe y la paciencia, todos alcancemos lo prometido.
Juan, en su primera epístola, distingue a los hijitos, a los jóvenes y a los padres. Los padres son los que conocen al que es desde el principio. Ellos tienen madurez, pues han pasado por las pruebas, por los fracasos de bajar a Egipto, y de engendrar hijos en la carne. Ellos conocen la fidelidad de Dios, y saben que si hay frutos hoy, es por la gracia de Dios; la gracia en concederles la fe, en imputarles la justicia, y en darles la paciencia para esperar hasta que la promesa esté en sus brazos como un hermoso niño.
558