¡Nos cuesta tanto estar quietos! Presumimos al pensar que, si nosotros no hacemos o decimos, la obra de Dios experimentará una gran pérdida; que mucho quedará sin hacer si no hacemos lo que tan excelentemente creemos hacer. Pero todo eso es vanidad.
Efesios nos dice que Dios preparó de antemano las obras en que debíamos andar (2:10). Sin duda, no son nuestras obras, sino las obras de Dios preparadas para que nosotros las realizásemos. No lo que se nos ocurra, sino lo que Dios preparó. Y esto puede ser algo bastante más sencillo y modesto que lo que nosotros nos atribuíamos.
Quien hace su propia obra suele cargar con un gran nerviosismo. Su corazón ansioso e inquieto no le permite tener paz. Puede incluso pelearse con sus hermanos, a causa de su celo. Pretendiendo hacer lo mejor, cae en lo peor. En vez de hacer la obra de Dios, hiere a los amados de Dios, y destruye la obra de Dios.
Por eso, Hebreos nos llama a descansar de nuestras obras, y a entrar en el reposo de Dios. «Porque el que ha entrado en su reposo, también ha reposado de sus obras, como Dios de las suyas» (Heb. 4:10). Si tenemos conciencia de estar haciendo la obra de Dios y no la nuestra, podemos descansar. Dios tiene todo ordenado para su gloria. Y lo que a nosotros nos resta es alinearnos con ese orden; unir nuestra voluntad a la suya.
Nosotros no tenemos libertad para hacer o decir lo que queramos. El Señor dijo: «El que habla por su propia cuenta, su propia gloria busca; pero el que busca la gloria del que le envió, éste es verdadero, y no hay en él injusticia» (Juan 7:18). Mucho hemos hecho para nosotros, por nuestra cuenta, y para alcanzar la gloria de los hombres. Es preciso detenernos de una vez y esperar la dirección de Dios.
El Señor no nos llamó primariamente para hacer cosas, sino para estar con él, para escucharle, y recibir sus instrucciones. Todo verdadero servicio a Dios comienza en la quietud de su silencio, en la intimidad de su secreto. Al decirle: «Heme aquí, envíame a mí», no estamos llenando un requisito para salir en estampida, sino que estamos poniéndonos a su disposición para que él nos envíe.
Pablo decía: «Prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento … que diez mil palabras en lengua desconocida» (1 Cor. 14:19). Parafraseando, podríamos decir: «Prefiero hablar cinco palabras de Dios, en el tiempo de Dios, a las personas escogidas por Dios, que diez mil palabras mías, dichas a mi antojo, y a quienes a mí se me ocurra». La obra de Dios no consiste en cantidad, sino en calidad. Dios respalda solo aquello que se originó en él. Solo lo suyo tiene vida. Lo nuestro está muerto, no tiene virtud alguna, no salva ni edifica a nadie. Solo sirve lo que viene de Dios.
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