Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad».

– 1 Juan 1:9.

Es común que tomemos la palabra de Dios por nuestra visión. Tomamos el texto y decimos: «Si confesamos nuestros pecados, él nos perdona». Es verdad, nuestro Padre es fiel y nos perdona, pero el peligro es hacer de ello una práctica. El perdón de Dios precede a la purificación; pero el perdón sin purificación no sería completo.

Dios es perfecto y justo. Él no solo nos perdona, sino también nos purifica de toda injusticia. Inconscientemente tal vez, deseamos ser siempre perdonados; esto porque el perdón no trae perjuicio al perdonado, sino más bien a aquel que perdona. Pero la purificación nos trae varias pérdidas: pérdida de lo que amamos, de lo que nos satisface y agrada a la carne.

El perdón sin purificación no trae cambio: «Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve» (Sal. 51:7). Perdonar es no tener más en cuenta el pecado, pero purificar es quitar toda impureza. Para perdonar se necesita una palabra o un gesto, pero para purificar es necesario el fuego de la aflicción (Zac. 13:9).

El Señor nos perdona y nos purifica de toda injusticia. Dios no se muestra a nosotros simplemente perdonándonos, porque él no desea para sí solo un pueblo perdonado, sino puro, así como él es puro: «Limpio te mostrarás para con el limpio, y severo serás para con el perverso» (Sal. 18:26).

El perdón no nos cuesta nada; sin embargo, tuvo un alto costo para Dios: la vida de su Hijo. Pero la purificación significa la pérdida de todo lo nuestro, de nuestra carne, de nuestro yo, para que Aquél que es puro sea manifestado en nosotros. Como un diamante, las impurezas tienen que ser quitadas, para que su pureza interior sea manifiesta. Todo aquel que tiene esta esperanza no se conforma solo con el perdón, sino que se purifica a sí mismo así como Él es puro (1 Juan 3:3).

Si llegamos a pedir perdón más de una vez por una misma injusticia, es porque no estamos purificados de aquello. Dios es misericordioso para perdonarnos, pero también es poderoso para purificarnos de toda injusticia. La sangre derramada nos perdonó, mas ahora Dios purifica a los que andan en la luz (1 Juan 1:7).

Cristo crucificado nos justificó, pero ahora la cruz tiene el propósito de mortificar las obras del cuerpo para que Su vida santa se manifieste (2 Cor. 4.11). Oremos así: ‘Señor, no solo perdóname, sino también purifícame de toda injusticia’. Solo cuidemos de no rechazar el horno: los métodos, las personas y hasta los siervos que el Señor se proveerá para cumplir su voluntad: «Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará» (1 Tes. 5:23-24). El Señor hace esto a sus hijos para que seamos participantes de su santidad (Heb. 12:10).

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