A. B. Simpson, uno de los más dotados siervos de Dios del siglo XIX, ejemplar en su pasión por Cristo y en su celo misionero.
Alberto Benjamín Simpson nació el 15 de diciembre de 1843, en Bayview, Canadá, como el cuarto hijo de una piadosa familia. Su padre era carpintero.
Como toda familia cristiana de la época, sus padres soñaban con que el hijo primogénito llegara a ser un ministro del evangelio. Los demás hijos ocupaban un lugar secundario en la elección de una vocación para sus vidas. Sin embargo, Alberto Benjamín no se conformó con la fuerza de esa tradición.
Infancia y juventud
De niño fue muy tímido pero imaginativo. El ejemplo de sus piadosos padres alentó en él muy pronto una fe profunda. En sus primeros recuerdos de infancia aparecía siempre su madre postrada llorando delante del Señor, a causa de algunas dificultades financieras. Alguna vez su padre eximió a su pequeño hijo de una merecida azotaina al hallarlo enfrascado en la lectura de la Biblia.
Alberto Benjamín nunca dejó de alabar al Señor por la gracia demostrada hacia él siendo todavía un niño. Varias veces fue salvado milagrosamente de la muerte. En cierta ocasión, mientras subía por los andamios de un edificio en construcción pisó una tabla suelta y cayó al vacío. Felizmente, en la caída pudo tomarse de la punta de una tabla que sobresalía del piso inferior. Cuando ya estaba completamente extenuado, un obrero que iba pasando lo salvó. Otra vez mientras cabalgaba, el caballo lo tiró al suelo y le cayó encima. Cuando recuperó la conciencia, el caballo estaba tocándole el rostro con su hocico. Otra vez, fue salvado de morir ahogado en el momento en que se hundía por tercera vez y ya había perdido el conocimiento.
Estas salvadas providenciales le motivaron a buscar con más sinceridad a Dios. Pero llegó el día cuando, conforme a la costumbre de la época, su hermano mayor fue enviado a prepararse para el ministerio. Entonces Alberto Benjamín, de 14 años, rogó a su padre que no le dejase en el campo, sino que le permitiese estudiar también, y que él mismo podía hacerse cargo de sus estudios. Su padre, conmovido, aceptó.
Fuera del hogar tempranamente, Alberto Benjamín hubo de enfrentar severas luchas, y una enfermedad que le dejó postrado por mucho tiempo. Aún no había tenido un encuentro personal con el Señor Jesucristo, así que retornó al hogar con un fracaso escolar y con una gran necesidad espiritual.
En esa época la excesiva formalidad de la iglesia en que se había criado le había negado la posibilidad de entregar su corazón al Señor. Pero esa necesidad fue suplida mediante un libro que le condujo a los pies de Cristo. En ese mismo instante vino a su corazón la seguridad de su salvación.
Una vez recuperada la salud, y con su nueva y preciosa realidad en Cristo, Alberto Benjamín volvió a los estudios. En el colegio, todos daban buen testimonio de él, pues poseía un carácter bondadoso y una clara inteligencia.
A los 18 años de edad, llevado por su amor al Señor, suscribió un pacto con Dios, el cual llenaba varias páginas. En parte decía así:
“Yo creo en Jesucristo como mi Salvador personal. Acepto la salvación plena ofrecida por él, que es mi Profeta, Sacerdote y Rey. Reconozco que Cristo ha sido hecho mi redención y mi completa salvación, mi sabiduría, mi justicia y mi santificación. Él ha sojuzgado mi corazón rebelde por Su gran amor. Por lo tanto, yo tomo el amor de Cristo para usarlo para Su gloria únicamente. Si alguna vez se opusiera un solo pensamiento mío de rebelión contra ti, véncelo y tráelo a sujeción. Cualquier cosa que pudiera oponerse a tu divina voluntad en mí, oh Dios, quítala en el nombre de Jesús. Yo me entrego a ti como “vivo de entre los muertos” para volver a vivir solamente para ti. Tómame y úsame enteramente para tu gloria, en el nombre que es sobre todo nombre, el nombre de Jesús, te lo pido”.
“Ratifica ahora mismo en el cielo, oh Padre mío, este pacto que acabo de hacer contigo. Escribe en los cielos, en tu libro de memoria, que yo he llegado a ser tuyo, solamente tuyo, por toda la eternidad. Acuérdate de mí en la hora de la tentación, y que nunca me aparte de este pacto sagrado. Soy de ahora en adelante un soldado de la cruz de Jesucristo y un seguidor del Cordero de Dios, y mi lema será desde ahora en adelante: “¡Tengo un solo Rey: mi Jesús!”. Sábado 19 de enero de 1861.
Ministro presbiteriano
Gracias a dos becas ganadas por su perseverancia, pudo continuar sus estudios en la Universidad, y ordenarse como ministro presbiteriano en septiembre de 1865, a los 21 años de edad. Al día siguiente de su ordenación, se casó con Margarita Henry.
Su primer pastorado lo ejerció en la ciudad de Hamilton, Canadá, por ocho años. En ese tiempo viajó y dictó conferencias, de modo que a los 30 años de edad, Simpson ya era reconocido en todo Canadá y Estados Unidos como un predicador poco común.
Al asumir su segundo pastorado en Louisville, Estados Unidos, predicó un mensaje basado en Mateo 17:8: “Y alzando ellos los ojos, a nadie vieron sino a Jesús solo”. En parte de él dijo: “El lema y la nota característica de mi ministerio aquí en esta ciudad de Louisville será solamente Jesucristo”.
Muy pronto Simpson halló la oportunidad de expresar el fuego que ardía en su corazón. Su influencia se extendió hasta abarcar a todos los pastores de la ciudad, con los cuales organizó encuentros evangelísticos de gran impacto. Con esto, el celo misionero de Simpson comenzó a ampliarse, aunque no siempre encontró eco en los fieles de su congregación. Su visión abarcaba a los muchos hombres y mujeres que se perdían en las calles sin jamás entrar a un templo. Simpson veía a la iglesia adormecida, recluida entre cuatro paredes, sin sentir el dolor de Cristo por los perdidos. Muy pronto habría de encontrar concreción esta gloriosa visión.
Experiencias espirituales
Durante los primeros años del ministerio de Simpson, dos experiencias con el Señor le sirvieron de constante estímulo: su conversión a Jesucristo, y su llamado al ministerio. Sin embargo, estas experiencias no fueron las únicas. A menudo solía encerrarse en su estudio para buscar con ansias el rostro del Señor. Anhelaba hacer morir el yo, y vivir totalmente para Cristo.
Cierta vez, cuando era un joven ministro, estuvo un mes entero buscando una bendición especial para su vida. Durante ese mes dejó de hacer muchas cosas y se dedicó casi exclusivamente a orar. Al final del período recibió bendición, pero no la paz que su alma buscaba. Más tarde repitió estos períodos de consagración, pero no quedaba satisfecho. Después de haber estado 10 años en Louisville, y de haber alcanzado grandes éxitos en su pastorado, aún sentía que había un vacío importante en su vida. Oscilaba entre las montañas de las victorias y el valle de las inquietudes espirituales. “Deseaba obtener algo no alcanzado todavía con todas las experiencias que había tenido”.
Una noche después de intensa oración tuvo esa experiencia extraordinaria que buscaba. “Recuerdo bien la noche cuando recibí el bautismo del Espíritu Santo. Cuando experimenté la venida de la plenitud de Cristo a mi alma; cuando vino para fijar su morada permanente en mí”.
“Fue una noche memorable en mi vida. La soledad del Cordero de Dios, yendo hacia el monte del sacrificio era mi porción aquella noche. El camino nunca resulta fácil, ni atrayente, ni invita al transeúnte a entrar en él, si no está dispuesto a seguir al Cristo del Calvario. No obstante, es el camino de la victoria, como lo fue para Cristo mismo. Es el camino de la vida a través de la muerte”.
“Sabía que podía estar equivocado en muchas cosas y ser imperfecto en todas; y no sabiendo si iba a morir literalmente o no, antes del nuevo amanecer, seguía buscando. Estaba luchando cual Jacob de antaño con el ángel de Dios hasta el rayar del alba, cuando vino la luz. Entonces, rendido a los pies de Cristo, hice allí una entrega final y total de mi vida”.
Esta verdad le fue revelada de tal forma, que nunca predicó la perfección del creyente en Cristo, sino el Cristo perfecto viviendo en el corazón del creyente santificado. Decía que la santidad divina no es una mejora de uno mismo, ni la perfección adquirida, sino una entrada al corazón de la vida y pureza de Cristo, y el obrar de su santa voluntad continuamente.
Simpson creía que la regeneración hecha por el Espíritu Santo en el corazón humano es muy distinta de la morada del Espíritu Santo en él. La primera puede compararse con la edificación de una casa; en cambio, la segunda es la venida del Dueño para vivir en ella, tomando posesión absoluta. También puede compararse la primera como la llegada a la Tierra Prometida, en cambio, la segunda como la toma de posesión de ella.
La experiencia de Simpson no solamente le sirvió como punto de partida para un ministerio sobre “la vida más abundante”, sino que cambió todo punto de vista de la vida cristiana, y afectó profundamente toda su enseñanza espiritual posterior. Nunca hablaba, ni predicaba, ni enseñaba sin reflejar algo de aquella gloriosa experiencia que llegó a ser su misma vida.
Por este tiempo nació un himno que caracterizó la vida de Simpson hasta el fin. He aquí algunas de sus estrofas:
¡Jesucristo, y nada más!
Antes yo buscaba “la bendición”,
ahora yo tengo a Jesús;
antes suspiraba por la emoción,
ahora yo quiero más luz;
antes Su don yo pedía,
ahora tengo al Dador;
antes buscaba la sanidad,
ahora es mío el Doctor.
Antes me esforzaba con pena,
ahora me es grato confiar;
antes creía a medias,
ahora sé que él puede salvar;
antes a él me aferraba,
ahora de mí se ase él;
antes yo andaba a la deriva,
ahora tengo áncora fiel.
Antes yo creía en mis obras,
ahora dejo a Cristo obrar;
antes trataba de usarlo,
ahora él me puede usar;
antes “el poder” yo buscaba,
ahora tengo al “Fuerte Señor”;
antes para mí mismo obraba,
mas ahora es el trabajo de amor.
Descubrimiento de una nueva verdad
Desde ese día A.B. Simpson dedicó gran parte de su ministerio a compartir sobre la vida cristiana más profunda. Sin embargo, una experiencia vivida en la ciudad de Chicago habría de reorientar su ministerio.
Estando allí cierta noche tuvo un sueño que le afectó profundamente. En el sueño veía multitudes de gentes angustiadas, a la espera de recibir el mensaje de salvación. Al despertar sintió la urgencia de ofrecerse al Señor para la obra a que sentía que le llamaba.
Durante meses intentó hallar una puerta abierta para ir al extranjero como misionero, pero, por diversas razones no la encontró. Sin embargo, se le ofreció la oportunidad de pastorear en la ciudad de Nueva York. Aceptó la invitación, creyendo así poder estar en un lugar céntrico donde podría tener contacto “con el mundo de afuera”.
Sin embargo, antes de ver cumplidos sus sueños misioneros, Simpson experimentó todavía una nueva riqueza de la vida plena en Cristo: la sanidad divina. Durante más de veinte años había sido víctima de muchas enfermedades y debilidades físicas. Muchas veces tuvo que privarse de leer, y de realizar sus labores pastorales por su extrema debilidad. Durante años fue esclavo de los remedios. A veces, el solo ascenso de una pendiente le provocaba una verdadera agonía. Un médico llegó a decirle cierta vez que le quedaban pocos meses de vida.
Un día, mientras participaba como oyente ocasional en un Campamento cristiano, escuchó un himno cuyo coro decía: “Mi Jesús es el Señor de señores / nadie puede obrar como él”. Esas palabras le produjeron un inmenso impacto, que le llevaron a escudriñar en las Escrituras lo concerniente a la sanidad divina. Al poco tiempo quedó convencido de que esa era también una parte del glorioso evangelio de Cristo para un mundo pecador y sufriente. Un día, Simpson hizo un nuevo pacto con Dios, “tomando al Señor Jesucristo –dice– para ser mi vida física, para todas las necesidades de mi cuerpo hasta que termine la jornada que él tiene para mí en el mundo”.
Desde ese día Simpson decidió no sólo tomar para sí esta gloriosa verdad –como hicieron también otros muchos siervos de Dios como Andrew Murray, T.Austin-Sparks, Watchman Nee, para quienes fue un socorro permanente de Dios– sino también compartirla con todo el cuerpo de Cristo.
Respecto de esto, Simpson enseñaba: “Hay tres etapas en la revelación de Jesucristo para la sanidad divina: La primera se refiere al momento cuando nosotros llegamos a ver la base bíblica doctrinal que ella tiene; la segunda, cuando vemos la verdad en la sangre de Cristo, en su obra expiatoria, redentora y la recibimos como tal para nosotros mismos; la tercera, cuando vemos lo que hay en la vida resucitada de Jesucristo, tomándolo a Él en una unión vital y viviente, con todo nuestro ser, como la vida de nuestra vida y salud para nuestro cuerpo mortal.”
Simpson experimentó una gran oposición, tanto dentro de él –al luchar contra su propia incredulidad– como fuera de él, en los diversos ambientes cristianos donde predicaba. Sin embargo, nunca cayó en el fanatismo; nunca aceptó hacer de la sanidad divina su estandarte. Él solía decir: “Yo tengo cuatro ruedas en mi carruaje. No puedo descuidar las otras tres para predicar todo el tiempo sobre una sola de ellas”, haciendo referencia a las cuatro verdades evangélicas que constituían la base de su ministerio: “Jesucristo nuestro Salvador, Santificador, Sanador y Rey venidero”.
Un hombre de oración
Simpson fue un hombre de oración. Sobre el escritorio de su oficina tenía puestos dos breves recordatorios: “Orad sin cesar” y “¡Hacedlo ahora!”. Muchos que le conocieron daban testimonio del impacto que las oraciones de Simpson les habían producido. El mapa del mundo llegó a ser para él el manual diario de oración.
Vivía tal vida de oración que toda conversación giraba espontáneamente alrededor del tema de Cristo, con cualquier persona y en cualquier lugar. Muchas veces el Espíritu le llevó a interceder por situaciones y personas que, según después se sabía, habían estado en dificultades en ese preciso momento. Simpson creía firmemente que “la oración cambia las cosas”. Y de verdad, muchas cosas cambiaron por su oración.
Se abre un nuevo camino
La visión misionera de Simpson no pudo ser disipada por las muchas satisfacciones que experimentaba como pastor de aquella connotada congregación presbiteriana de Nueva York.
Una noche mientras oraba, la visión de los perdidos sin Cristo le hizo postrarse en una dramática oración bajo el poder del Espíritu Santo. Entonces cogió el globo terráqueo y apretándolo contra su pecho, exclamó llorando: “¡Oh Dios, úsame para la salvación de los hombres y mujeres del mundo entero, que mueren en las tinieblas espirituales sin ningún rayo de luz”.
No pudo conformarse ya con cumplir sus labores de pastor y conferencista solicitado. Llevado por este celo misionero, comenzó a salir a las calles para predicar el evangelio. Y allí comenzaron a recibir a Jesucristo hombres y mujeres de la más variada condición. Luego, los invitaba al templo, para recibir el amor de la familia cristiana.
Muy pronto fueron decenas y aun cientos los nuevos convertidos que iban llegando; muchos de ellos de humilde condición. Y, muy pronto también, ellos comenzaron a incomodar a los acomodados hermanos. Así fue como se produjo una situación insostenible, y Simpson hubo de renunciar a su pastorado para dedicarse a las muchedumbres olvidadas de las calles, como era su visión. Eso ocurrió en noviembre de 1881. Tenía a la sazón 38 años, y una familia con seis hijos.
De un día para otro, dejó de ser el pastor de una gran iglesia para ser un predicador callejero. Sus amigos íntimos en el ministerio le pronosticaron un fracaso rotundo. Uno de los diáconos, al despedirle le dijo: “No le diremos adiós, Simpson: pronto usted ha de volver con nosotros.” Sin embargo, él nunca volvió. Dios tenía para él otro camino que recorrer, y otras fronteras que cruzar.
La concreción de un sueño
Solamente siete personas estuvieron en la primera reunión que celebró en noviembre de 1881, en un cuarto arriba de un viejo teatro, en una tarde fría y gris de Nueva York. Uno de esos siete era un borracho regenerado, que llegó a ser, según el decir de Simpson, “el santo más dulce que jamás existiera”. Así comenzó a realizar varias reuniones semanales, una de las cuales siempre se realizaba en plena calle.
A causa de la estrechez del local, debieron arrendar un teatro, y más tarde implementó una carpa, que solía instalar en el corazón mismo de la ciudad. Incluso el famoso Madison Square Garden fue arrendado por Simpson para hacer alguna de sus grandes campañas de evangelismo.
Dos años después de aquellos débiles comienzos, Simpson organizó la Unión Misionera, cuyo objetivo era la evangelización del mundo, la cual llegó a ser cuatro años después, en 1887, la Alianza Cristiana y Misionera, con representación en todo el mundo.
El propósito principal de esta iniciativa misionera era: “Levantar a Cristo en toda su plenitud, o exaltar a Cristo hasta lo sumo, quien es el mismo ayer, hoy y por todos los siglos”. En su organización, Simpson planteó así su énfasis misionero: “Esta Sociedad ha sido formada como una fuerza humilde y unida de cristianos consagrados para enviar el evangelio, en toda su sencillez y plenitud, a través de los instrumentos más espirituales y consagrados, y por los métodos más económicos, prácticos y eficaces, a los campos más abiertos, más necesitados y más descuidados del mundo pagano”.
Al año siguiente de constituida la Unión Misionera, en 1884, enviaron los cinco primeros misioneros al Congo, en África. Cinco años después, ya había embajadas misioneras en 12 países distintos, con cuarenta centros y 180 misioneros. En la actualidad, esta obra abarca más de cincuenta países, y cuenta con más de 1.200 misioneros.
Un ministerio multifacético
El ministerio de A.B. Simpson fue muy rico y variado. Él era un hombre especialmente dotado como predicador. T.Austin-Sparks, acostumbraba decir que de todos los predicadores norteamericanos que él conoció de joven, A.B. Simpson era el más espiritual y el que hablaba con más poder. Sus muchos sermones se han publicado en siete tomos, con títulos como “Los negocios del Rey”, “La revelación del Cristo resucitado”, “La vida cristiana más amplia”, etc.
Como maestro de las Escrituras alcanzó gran notoriedad. Hasta hoy, sus comentarios sobre los diversos libros de la Biblia son considerados como llenos de luz y claridad, así, por ejemplo, la serie “Cristo en la Biblia”. Sus numerosos libros abarcaban otros diversos temas, como “El evangelio cuádruple”, “El descubrimiento personal de la sanidad”, “La vida de oración”, “Destellos que anuncian a Aquel que viene”, “El poder de lo Alto” (sobre el Espíritu Santo).
Como poeta y compositor de himnos, A.B. Simpson alcanza también grandes alturas. Muchos himnos y poemas muy conocidos hoy salieron de su pluma inspirada. Watchman Nee, en su estudio sobre los Himnos, cita uno de los himnos de Simpson como ejemplo de lo que debe ser una buena composición cristiana.
En total, A.B. Simpson escribió por lo menos 70 libros además de artículos, poesías e himnos. Publicó también diversas revistas para reforzar la obra misionera.
Una partida feliz
A.B. Simpson partió de esta vida el 29 de octubre de 1919. El día anterior había sido de absoluta normalidad, para sus 76 años. Entre los papeles que se encontraron en su escritorio, había uno con un himno inédito, que decía en parte:
“Alguien me está llamando;
me toma de la mano,
y me señala cumbres
bañadas en áurea luz.
Mi corazón responde:
remonto como en alas;
me siento muy seguro:
¡Mi Guía es Jesús!”
Sobre su lápida hicieron poner una lectura que refleja muy bien lo que fue este gran hombre de Dios: “No yo, sino Cristo” y “Sólo Jesús”.