¿Es mucho pedir, esperar que los hijos de los creyentes sean creyentes?
En cierta ocasión, un profesor en un colegio cristiano hizo levantar la mano a todos los alumnos que respondían positivamente a la pregunta: “¿Cuántos de sus padres van a la iglesia?”. La respuesta fue que la mayoría de sus padres asistían permanentemente a alguna reunión de iglesia durante la semana. Pero cuando el profesor preguntó: “¿Y cuántos de ustedes acompañan a sus padres a la reunión?”, la respuesta fue del todo desfavorable y aún frustrante cuando comenzaron a dar razones por las cuales no acompañaban a sus padres.
¿Estamos ocupados en criar hijos creyentes? ¿Será la voluntad de Dios que nuestros hijos sean creyentes?
La enseñanza de Pablo
El apóstol Pablo responde esta interrogante cuando, en el ejercicio de su apostolado, tiene la preocupación de ordenar las iglesias locales en la isla de Creta, dando instrucciones a Tito para que establezca ancianos en cada ciudad. La instrucción dice relación literalmente con los requisitos para los ancianos: … “y (que) tenga hijos creyentes que no estén acusados de disolución ni de rebeldía” (Ti. 1:6). Los ancianos en la iglesia del Señor son hombres maduros levantados de la misma localidad, a quienes el Señor les encomienda velar por el cuidado de los asuntos de la iglesia, ejerciendo una labor honrosa entre sus hermanos. El apóstol Pedro exhorta a los mismos diciendo: “Siendo ejemplos de la grey” (1 Ped. 5:3). De manera que estos preciosos hombres son referentes de madurez espiritual para los hermanos en la iglesia del Señor, a quienes se les manda, por lo mismo, tener su casa en sujeción y a sus hijos creyentes.
Ahora, ¿será que sólo los ancianos deben tener hijos creyentes? No; puesto que justamente han sido escogidos por el Señor debido a la normalidad de su vida cristiana. De manera que podemos decir con plena libertad que el deseo de Dios es que todos los creyentes tengan hijos creyentes.
Una prioridad para Abraham
Como ejemplo de esta preocupación, observemos lo que se dice de un hombre que es reconocido en las Escrituras como el padre de la fe, el creyente Abraham (Gál. 3:9). Dice: “Así Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia” (Gál. 3: 6) ¡Cómo vivió la fe Abraham! ¡Cómo le creyó a Dios! Es verdaderamente aleccionador. Ahora, lo admirable de esto no sólo es su vida, que fue ejemplar en el creer, sino lo que Dios dice de él: “Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él” (Gn. 18:19).
Notemos la convicción de Dios de que Abraham mandará a sus hijos y su casa después de sí. Dios sabía que esto era prioridad para Abraham. No sólo él era un depósito de la fe, sino que su descendencia continuaría creyendo, pues no escatimó esfuerzo alguno en enseñar, inculcar, profetizar la fe a su hijo que –hablando espiritualmente– es un tipo de nuestro bendito Señor Jesucristo.
De esta manera, hermanos, que nuestro mayor esfuerzo debe estar orientado a que nuestros hijos reciban todos los elementos necesarios para que se desarrollen en la fe del Hijo de Dios. Esta debe ser la premisa fundamental en la educación de ellos.
Necesidad de padres valientes
Nuestro respeto por la individualidad y la elección que ellos hagan, debe estar subordinada al supremo bien que es Cristo. No podemos dejarlos al arbitrio de su corazón. Si los instruimos desde pequeños, no se apartarán del camino. A veces siento que los padres se han dejado estar e influenciar por la corriente humanista, “respetando” el camino que ha escogido el corazón inmaduro de sus hijos, considerando este respeto como un valor cristiano. No, hermanos, nuestro deber es “forzarlos a entrar”, estorbarlos en el pecado, orar en todo tiempo por ellos. Pedir la sabiduría que el Señor será abundante en otorgar.
No te conformes con “hijos buenos”. No es suficiente que sean creyentes en Dios, sino que sean creyentes a Dios.
Dice Proverbios: “La senda de los justos es como la luz de la aurora que va en aumento hasta que el día es perfecto”. Esta palabra hace perfecta alusión al crecimiento de los hijos. Ellos deben crecer por una senda trazada hacia el Señor, así como el amanecer. Si desde pequeño se le instruye, se le manda en el Señor, se le provee de todos los afectos, cariño, constancia, cada vez un poquito más, una pequeña oración, una acción de gracias, una instrucción, una palabra de fe, un ejemplo, una respuesta con cariño, una conducta consecuente, una lectura bíblica, amor, devoción por Cristo, alabanza, etc. En resumen, Cristo en la escuela, Cristo en la casa, Cristo en el trabajo del papá, Cristo en la salud, Cristo en la enfermedad, Cristo en la aflicción, Cristo en la provisión, etc. Un poquito de Cristo aquí, un poquito de Cristo allá, llegará el momento en que el Lucero de la Mañana amanecerá plenamente en sus corazones, así como la luz de la aurora, hasta que el día sea perfecto.
Si un padre de familia se propone decididamente en su corazón servir al Señor junto a su casa, no le quepa la menor duda que Dios respaldará esa decisión. Si los niños ven tal convicción en sus padres, unida al amor y a la consecuencia de sus actos, se encenderá en ellos la pasión por Cristo.
“Los hijos son como flechas en mano del valiente” (Sal. 127:4). Y hoy, más que nunca, cuando la familia cristiana sufre grandes ataques por el sistema maligno de este mundo, necesitamos de valientes que, flecha en mano, tensen el arco con todas sus fuerzas para lanzar estas flechas hacia el blanco. Para esto, cada valiente requerirá una sólida decisión y un equilibrio perfecto entre la flexibilidad y la firmeza, entre el afecto y la autoridad. Sólo así las flechas llegaran tan lejos cuanto el Señor así lo desee.