El ministerio del Espíritu Santo en la vida del Señor Jesucristo es el fundamento de la manifestación del Espíritu Santo en la vida de la iglesia.
Vosotros sabéis lo que se divulgó por toda Judea, comenzando desde Galilea, después del bautismo que predicó Juan: cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él».
– Hechos 10:37-38.
En esta primera predicación a los gentiles, nos llama la atención la manera en que Pedro comienza a presentar el evangelio. Normalmente nosotros nos enfocamos en la muerte y la resurrección del Señor, en su obra de expiación, de perdón de pecados. Sin embargo, Pedro realza primero el hecho de que Jesús fue ungido por el Espíritu Santo con poder.
En la presentación original del evangelio, este era uno de los hechos fundamentales acerca del Señor Jesús. La expresión «cómo Dios ungió» es clave para entender por qué la Biblia destaca este hecho. La palabra ungido alude a aquel que recibe la unción de Dios. En un principio, la expresión se usa para referirse a los reyes de Israel. La palabra hebrea es Mesías, traducida después al griego como Cristo.
Saúl y David
«Tomando entonces Samuel una redoma de aceite, la derramó sobre su cabeza, y lo besó, y le dijo: ¿No te ha ungido Jehová por príncipe sobre su pueblo Israel?» (1 Sam. 10:1). Este es el momento en que Saúl, el primer rey de Israel, es ungido con aceite por el profeta Samuel y establecido a través de esa unción. El aceite es un elemento físico; pero lo que importa aquí es el significado del aceite derramado sobre la cabeza del rey. Y en los versículos 5 al 7, Samuel profetiza lo que le ocurrirá a Saúl desde allí en adelante:
«Después de esto llegarás al collado de Dios donde está la guarnición de los filisteos; y cuando entres allá en la ciudad encontrarás una compañía de profetas … Entonces el Espíritu de Jehová vendrá sobre ti con poder, y profetizarás con ellos, y serás mudado en otro hombre. Y cuando te hayan sucedido estas señales –no antes–, haz lo que te viniere a la mano, porque Dios está contigo».
Esto es muy importante. Lo que capacitaba a un rey para representar la autoridad de Dios en Israel, era solo una cosa – la unción del Espíritu Santo de Dios. Ya conocemos la historia. La base para que esa unción permaneciese sobre Saúl era la fidelidad; pero Saúl no obedeció y fue desechado por Dios. Y otro hombre, David, fue escogido en su lugar.
«Entonces Jehová dijo: Levántate y úngelo, porque éste es. Y Samuel tomó el cuerno del aceite, y lo ungió en medio de sus hermanos; y desde aquel día en adelante el Espíritu de Jehová vino sobre David. Se levantó luego Samuel, y se volvió a Ramá» (1 Sam. 16:12-13). Ahora el Espíritu de Dios vino sobre David, y lo que capacitó a David para ser el rey según el corazón de Dios y vencer a los enemigos de Israel fue solo una cosa: no su habilidad, no su inteligencia, sino la unción que él recibió.
Pero veamos qué triste es lo que continúa en el versículo 14. «El Espíritu de Jehová se apartó de Saúl, y le atormentaba un espíritu malo de parte de Jehová». Sin el Espíritu de Dios, Saúl ya no era más el rey. Ahora, el Espíritu estaba sobre David, y entonces David fue el rey según el corazón de Dios.
David entendió cuán importante era que la unción permaneciese sobre él. Tan a fuego se grabó el que Saúl perdiese la unción y que el Espíritu de Dios se apartase de él, debido a su infidelidad, que, cuando a su vez David pecó, al reconocer su pecado, escribió el Salmo 51. Allí hay algo que angustia sobremanera al rey David. Él recuerda lo que le pasó a Saúl, y clama: «No quites de mí tu santo Espíritu».
Con el tiempo, la mayoría de los reyes en Israel fueron impíos que gobernaron según su corazón, pero sin la unción del Espíritu Santo, hasta que finalmente la dinastía real desapareció. Finalmente, Judá fue llevado cautivo a Babilonia, y desde entonces nunca más hubo reyes ungidos en Israel.
Un nuevo Rey
Pero, en los días finales de su vida, David profetizó sobre el futuro, anunciando la venida de un Rey eterno y verdadero. «Habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el temor de Dios. Será como la luz de la mañana, como el resplandor del sol en una mañana sin nubes, como la lluvia que hace brotar la hierba de la tierra» (2 Sam. 23:3-4). Desde aquel momento, Israel esperó la venida de ese Rey. Y cuando la dinastía de los reyes se apagó, toda la esperanza de la nación se volcó hacia aquel que habría de venir. El Rey según Dios vendría a darles salvación.
«Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces. Y reposará sobre él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová» (Is. 11:1-2). El profeta está diciendo que de ese tronco sin vida, que es la descendencia de Isaí, el padre de David, que se ha secado, saldrá un renuevo, un vástago, un nuevo principio de vida.
Un nuevo Rey vendrá, pero él no será como los otros reyes, pues «reposará sobre él el Espíritu de Jehová». Será un rey ungido por el Espíritu de Dios. Isaías 42:1. «He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones». ¿Por qué traerá justicia? Porque «he puesto sobre él mi Espíritu». Lo mismo que se dice en Isaías 11. Ese Espíritu es el que lo capacitará para ser un Rey según el corazón de Dios.
«El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová, y el día de venganza del Dios nuestro; a consolar a todos los enlutados; a ordenar que a los afligidos de Sion se les dé gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado…» (Isaías 61:1-3).
Esta es una de las profecías más hermosas del Antiguo Testamento. Ella se cumplió cuando el Señor Jesús entró en la sinagoga en Nazaret en el capítulo 4 de Lucas. Él se levantó y leyó en el rollo este pasaje, y luego dijo: «Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros». En otras palabras, estaba delante de ellos el Rey, el Mesías, el enviado, lleno del Espíritu de Dios.
Los reyes de antaño fueron solo figuras; ellos recibieron una porción del Espíritu Santo para una obra muy específica. La medida era pequeña, y solo casi de una manera física, para pelear batallas. Pero, cuando viene Jesucristo, se dice de él algo completamente diferente. Juan el Bautista anuncia: «Yo a la verdad os bautizo en agua; pero viene uno más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Luc. 3:16). Es a través de él que será otorgado el Espíritu Santo a todos los que vengan a él.
El Espíritu en plenitud
«Entonces Jesús vino de Galilea a Juan al Jordán, para ser bautizado por él. Mas Juan se le oponía, diciendo: Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Pero Jesús le respondió: Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia. Entonces le dejó. Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él. Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mateo 3:13-17).
Ahora, los cielos se abrieron. «…y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él». En el pasaje paralelo de Lucas dice: «…y permaneció sobre él». A diferencia de los reyes del Antiguo Testamento, el Espíritu Santo vino en plenitud, reposó sobre él y permaneció sobre él. Ahora ha venido el Rey que recibirá el dominio eterno, el Cristo, el Mesías. Ha venido la plenitud del Espíritu a reposar y a morar en él. Su nombre, Jesucristo, está unido eternamente a la unción del Espíritu Santo.
En ese momento comienza el ministerio público del Señor. No es que el Espíritu Santo no estuviese antes en la vida del Señor Jesús, porque Isaías 11:2 dice: «Reposará sobre él el Espíritu de Jehová», y dice que lo instruirá desde el principio, de manera que el Espíritu de Dios siempre estuvo en Jesús de Nazaret.
La persona divina del Verbo eterno asumió la naturaleza humana. Pero, siendo él el Hijo de Dios eternamente, él está también en eterna comunión con el Espíritu Santo. Pero hay aquí una gran diferencia. Cuando Jesús fue hecho hombre, él asumió esa naturaleza para vivir la vida humana tal como cualquiera de nosotros, pero de la forma en que debiéramos haber vivido nosotros bajo la unción del Espíritu Santo.
Jesús conocía íntimamente al Espíritu Santo desde el momento de su encarnación, pues la encarnación misma del Verbo ocurrió por obra del Espíritu Santo. Y desde ese tiempo en adelante, el Espíritu del Señor estuvo con él enseñándole. Pero al llegar el inicio de su ministerio público, él recibe una capacitación adicional.
Dos esferas complementarias
En la Escritura, el ministerio del Espíritu Santo es presentado en dos grandes esferas, complementarias pero diferentes. Una esfera es la obra interior del Espíritu Santo, quien nos conforma a la imagen de Cristo. En ocasiones anteriores se nos ha hablado de este aspecto de la operación del Espíritu para transformarnos a imagen del Señor, tanto en forma individual como corporativa.
Pero, además, en la Escritura hay un segundo aspecto del ministerio del Espíritu Santo, y tiene que ver con el poder o la capacitación para hacer la obra de Dios y expresar su reino y su voluntad en este mundo. El primer aspecto, la operación interior, estuvo en la vida del Señor Jesús desde el día de su encarnación. Toda su vida fue formada por el Espíritu y en dependencia del Espíritu. Pero, cuando llegó el inicio de su manifestación pública, ocurrió un segundo hecho de la obra del Espíritu en su vida. Él fue ungido por el Espíritu Santo para ser el Cristo de Dios.
Los profetas habían dicho que el Mesías sería reconocido porque sobre él reposaría el Espíritu Santo de Dios. Cuando los judíos buscaban en la Escritura las señales que les permitirían identificar al Mesías, decían: «El Mesías será aquel que esté lleno del Espíritu Santo». Por eso, cuando Juan el Bautista estaba en la cárcel y comenzó a dudar, mandó a sus mensajeros a preguntarle al Señor, y la respuesta fue: «Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio». En otras palabras, las señales de autenticación del Mesías estaban con él. El Espíritu Santo de Dios estaba con él.
«Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17). Isaías 42:1 dice: «He aquí mi siervo … mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento». Ese versículo es casi citado literalmente por la voz del Padre cuando el Espíritu desciende sobre Jesús en forma corporal, como paloma. Estas son señales que permiten identificar a Jesucristo como el Mesías anunciado.
Confrontando y venciendo
«Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto» (Mat. 4:1). De allí en adelante, la vida de Jesús fue una vida guiada por el Espíritu Santo. Siendo Dios, él no necesita ser conducido; pero, cuando se encarnó, dice Filipenses 2 que él se despojó de sus atributos divinos, porque él había de ser un hombre como todos nosotros. De esa manera, él tendría que ser instruido por el Espíritu Santo en todas las cosas.
¿No es glorioso lo que hizo el Señor Jesucristo por nosotros? Él vino para convertirse en el hombre según el corazón de Dios, para vencer allí donde la raza humana falló, y para convertirse en la cabeza de una nueva humanidad creada a imagen de Dios. Por eso, él tuvo que ser hombre perfecto y completo, con todas las limitaciones y debilidades de la naturaleza humana, con una sola excepción – el pecado.
«Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto». Entramos aquí en uno de los grandes misterios de los propósitos de la unción del Espíritu Santo sobre la vida de Jesús. Lo primero que dice Mateo es que él fue llevado al desierto con el propósito específico de ser tentado por el diablo. Jesús es llevado a confrontar a Satanás allí donde el enemigo ganó su primera victoria sobre el hombre.
¿Por qué Satanás puede acosar y oprimir a la raza humana? Porque él robó esa autoridad sobre el hombre en el huerto, cuando tentó a Adán y Eva. De manera que ahora Jesús es llevado al desierto para confrontarlo, y entonces, allí donde Adán fracasó, el Señor Jesucristo venció como hombre, y retiró el poder de Satanás de sobre los hombres.
Jesús venció, y esto nos da una clave del significado de la venida del Señor Jesucristo a este mundo. Pedro dice: «…cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret». Y el resultado de eso fue que él anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.
Cuando el hombre cayó, la tierra fue separada del cielo. Dios, en su providencia, siguió gobernando los asuntos del mundo, pero ya el corazón del hombre estaba entenebrecido por el pecado. La tierra ya no fue más el espejo del cielo, sino un lugar de opresión, de angustia y de muerte. El propósito divino se perdió y los hombres sufrieron bajo la esclavitud de Satanás.
El reino de los cielos presente en la tierra
Pero, ¡gloria al Señor Jesucristo!, los cielos se han abierto otra vez, y aquí hay un hombre según el corazón de Dios. Otra vez el cielo está ligado a la tierra. El reino de los cielos se ha acercado. ¡Aleluya! El poder de Satanás para destruir la vida humana, llegó a su fin. El apóstol Pedro dice esto, porque él estuvo con el Señor desde un comienzo y vio que esto era precisamente lo que Jesús hacía desde el principio.
«Y recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y se difundió su fama por toda Siria; y le trajeron todos los que tenían dolencias, los afligidos por diversas enfermedades y tormentos, los endemoniados, lunáticos y paralíticos; y los sanó» (Mateo 4:23-24). ¿Por qué? Porque el reino de los cielos había llegado.
En la Escritura, el poder de Satanás se manifiesta en la opresión y en la posesión demoníaca. Pero también se manifiesta a través de la enfermedad, aunque no todas las enfermedades son causadas directamente por él. La enfermedad puede tener una causa física o biológica, una causa psicológica o mental o una causa espiritual o demoníaca.
La Escritura menciona algunas enfermedades causadas por demonios. Pero, como sea, todas las enfermedades son usadas por Satanás para oprimir a la raza humana y son señal de la condición caída del hombre. Por eso, cuando Jesús vino, él comenzó a sanar a los enfermos, porque esto significaba que el poder de Satanás sobre el hombre estaba llegando a su fin.
Los milagros del Señor, particularmente sus sanidades, son expresiones del reino de Dios, de la autoridad de Dios, de la presencia del Espíritu Santo en la vida de Jesús.
«Vino a Nazaret, donde se había criado; y en el día de reposo entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer. Y se le dio el libro del profeta Isaías; y habiendo abierto el libro, halló el lugar donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor» (Lucas 4:16-19).
¿Qué significa «el año agradable del Señor»? Cuando se estableció la nación de Israel, Dios determinó que cada siete años habría un año llamado de jubileo. Cuando llegaba aquel año, las deudas de las personas que durante esos años se habían empobrecido, eran perdonadas; aquellos que habían tenido que venderse como esclavos a causa de su pobreza, quedaban libres. Ese era el año del jubileo.
Pero había otro jubileo especial cada cincuenta años, que agregaba algo más. En Israel, el símbolo de pertenencia al pueblo de Dios era la posesión de la tierra – porque ella representaba a Cristo. Todo israelita tenía una porción de tierra dada por Dios. Pero a veces, ellos perdían su propiedad o la tenían que vender a otros. Sin embargo, cada cincuenta años, toda la tierra volvía a sus poseedores originales.
Fíjense ahora qué quiere decir «…a predicar el año agradable del Señor». El Señor Jesús vino para traer el jubileo de Dios, ya no sobre la nación de Israel, sino sobre toda la humanidad, para liberar a todos aquellos que habían caído bajo el poder del enemigo.
Demonios temblando
«Estaba en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu de demonio inmundo, el cual exclamó a gran voz, diciendo: Déjanos; ¿qué tienes con nosotros, Jesús nazareno? ¿Has venido para destruirnos? Yo te conozco quién eres, el Santo de Dios. Y Jesús le reprendió, diciendo: Cállate, y sal de él. Entonces el demonio, derribándole en medio de ellos, salió de él, y no le hizo daño alguno» (Luc. 4:33-35). «¿Has venido para destruirnos?». Los demonios sabían qué significaba la venida del Señor Jesús.
«Mas si por el dedo de Dios echo yo fuera los demonios, ciertamente el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Luc. 11:20). Mateo 12:28 dice: «Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios».
En el ministerio del Señor Jesús, la unción que él recibió lo capacitó para deshacer las obras del diablo. Y ahora, Jesús llamó a doce discípulos, para que estuviesen con él. Mirando la vida y el ejemplo de él, ellos aprendieron cómo se vive una vida llena del Espíritu Santo y cómo se hacen las obras de Dios. Por eso, Marcos 3:13-15 dice: «Después subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar, y que tuviesen autoridad para sanar enfermedades y para echar fuera demonios».
Los evangelios sinópticos registran exactamente lo mismo: Jesús llamó a los doce y los capacitó para hacer las mismas obras que él hacía, para expresar la autoridad del reino de Dios de la misma manera en que él lo hacía. Podemos decir: «Bueno, ellos eran los apóstoles, capacitados por Dios para hacer estas cosas». Pero en Lucas capítulo 11 vemos algo que ocurre después que el Señor envió a los apóstoles:
Capacitados por el Espíritu
«Después de estas cosas, designó el Señor también a otros setenta, a quienes envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir … Id; he aquí yo os envío como corderos en medio de lobos … En cualquier ciudad donde entréis, y os reciban, comed lo que os pongan delante; y sanad a los enfermos que en ella haya, y decidles: Se ha acercado a vosotros el reino de Dios» (Luc. 11:1, 3, 8-9).
Y el versículo 17 al 19: «Volvieron los setenta con gozo, diciendo: Señor, aun los demonios se nos sujetan en tu nombre. Y les dijo: Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. He aquí os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará».
Esto último no fue encomendado a los Doce, sino a setenta hombres de los cuales ni siquiera sabemos sus nombres, sino solo que eran discípulos del Señor. Cualquier discípulo del Señor puede estar incluido dentro de este grupo de personas. También ellos recibieron el mismo poder, la misma autoridad.
Y cuando terminó su tiempo aquí en la tierra, él dijo a sus discípulos: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura». Y luego les dijo que antes de hacer cualquier cosa debían quedarse en Jerusalén hasta que fuesen ungidos con poder desde lo alto. «…y me seréis testigos…».
Hermanos, si el Señor Jesús tuvo que recibir la plenitud del Espíritu Santo para traer la expresión plena del reino de Dios a este mundo, ¿podríamos nosotros continuar con el ministerio del Señor sin esa misma unción? No; es imposible. Nosotros no tenemos poder contra el príncipe de este mundo, sino solo el Espíritu de Dios. Para predicar el evangelio se requiere poder. Sin él, solo serán palabras vacías; pero, cuando se proclama el evangelio por el poder del Espíritu, son palabras encendidas de poder, son flechas divinas que traspasan el corazón de los hombres y los traen cautivos al reino de Dios.
Los milagros y señales no eran periféricos en la vida del Señor ni en la vida de los apóstoles. En el libro de los Hechos, cuando el Espíritu desciende sobre la iglesia, comienza a reproducirse en la vida de los apóstoles y en la vida de la iglesia la misma experiencia que ellos vieron en la vida del Señor Jesucristo.
El testimonio de los creyentes
La iglesia, durante los primeros doscientos años, tuvo una expansión asombrosa. Pasado ese tiempo, había iglesias por todos los rincones del Imperio Romano. No había ciudad donde no hubiese una iglesia del Señor Jesucristo.
Tertuliano, un creyente del siglo II, escribe al emperador: «Una de las demostraciones de que los cristianos estamos bajo la autoridad de Dios y tenemos el reino de Dios que nos respalda es ésta: Tan solo somos de ayer y ya llenamos el mundo». Esos hombres antiguos atribuyen esa expansión a tres cosas: primero, la autoridad del Evangelio, la palabra de Dios; después, la compasión con que los cristianos se dan por la gente, y, en tercer lugar, el poder de Dios en la vida de la iglesia.
Dice Tertuliano: «Cuando ustedes están enfermos u oprimidos por los poderes demoniacos, ¿a quién acuden? ¿Quiénes son los únicos en este mundo que tienen poder para sanar sus enfermedades y libertarlos del poder de Satanás? Sólo la iglesia del Señor Jesucristo». Eso causó gran impacto en el mundo antiguo. La medicina era incapaz de sanar a las personas; pero la iglesia tenía ese poder.
No enfrentamos un poder humano, enfrentamos el poder de las tinieblas. En el principio, fue el Espíritu Santo quien levantó a la iglesia, y ocurrieron maravillas que demostraban que el reino de Dios había llegado y que Satanás estaba vencido. Solo es necesaria una cosa: la unción del Espíritu Santo.
La unción sobre la Cabeza y sobre el cuerpo
La unción del Espíritu vino en plenitud sobre Jesús. Y, ¿qué ha ocurrido con nosotros? «¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!». La armonía es señal de la presencia del Espíritu de Dios. «Es como el buen óleo sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón, y baja hasta el borde de sus vestiduras» (Sal. 133:1-2). ¡Qué hermosa figura! Cristo es nuestra cabeza, y nosotros somos su cuerpo.
Esta unción derramada sobre la iglesia no es una unción menor, sino aquella misma que vino en plenitud sobre él. Juan dice: «Vosotros tenéis la unción del Santo». En términos prácticos, esto significa que todos nosotros somos llamados a hacer las obras del Señor Jesús, a manifestar el reino de Dios. Así como aquellos setenta, nosotros estamos capacitados para orar por los enfermos y que éstos se sanen en el nombre del Señor, para exponer las obras de las tinieblas y deshacer el poder de Satanás. No se necesitan personas especiales; sobre todos nosotros pesa el mismo encargo, la misma comisión del Señor.
Él no nos unge para exaltarnos a nosotros; sino para representar el reino de Dios, para anunciar que en Jesús ha venido el perdón, la salvación, la liberación, para todos los hombres. El Señor nos socorra, para que seamos llenos de esa misma unción, de ese mismo poder, de esa misma capacitación divina. Amén.
Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile) en enero de 2014.