En la vida de Pablo encontramos hechos muy similares a los que le ocurrieron a Abraham, según veíamos ayer. Hay una frase de Pablo que podría aplicarse perfectamente a Abraham, o a cualquiera de los creyentes que han vivido experiencias límite: «Pero tuvimos en nosotros mismos sentencia de muerte, para que no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos» (2 Cor. 1:9).
La muerte es necesaria para poder conocer al Dios que resucita a los muertos. Por lo demás, sin esa «sentencia de muerte», ¿cómo perderemos la confianza en nosotros mismos? Dios quiere llevarnos gradualmente de una confianza en nosotros a una confianza en él. Trasladarnos de nosotros a Dios mismo, pues en nosotros hay impotencia, escasez y esterilidad; en cambio, en Dios hay todo poder, generosidad y abundancia.
Más adelante en la misma epístola, Pablo da un detalle de las experiencias de muerte que vivía permanentemente: «En mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias; en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en ayunos … por deshonra, por mala fama … como engañadores … como desconocidos … como moribundos … como castigados … como entristecidos … como pobres … como no teniendo nada».
Pero alternadas con ellas van las experiencias de resurrección, de vida y de bendición, de modo que no podemos mencionar la muerte, sin mencionar la vida de resurrección que viene detrás: «Por honra … por buena fama … veraces … bien conocidos … he aquí vivimos … no muertos … siempre gozosos … enriqueciendo a muchos … poseyéndolo todo» (2 Cor. 6:4-10).
En otro lugar lo dice así: «Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros, que estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos … De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida» (2 Cor. 4:7-12).
Según la sabiduría de Dios, unos (pocos) han de experimentar la muerte para que otros (los más) experimenten la vida. Esto fue así primeramente con el Señor, el cual murió en la cruz para que «por su obediencia, los muchos sean constituidos justos» (Rom. 5:19). Su muerte nos trajo salvación, y sus heridas nos dieron vida; el justo padeció por los injustos, para llevarnos a Dios.
Estas experiencias de Abraham y Pablo permitieron que ellos alcanzaran madurez espiritual. La fe inicial nos introduce en la carrera, pero son las tribulaciones las que nos hacen crecer y madurar. Pablo dice: «Por Cristo tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, y la paciencia, prueba –léase, «carácter probado»–; y la prueba, esperanza» (5:2-4).
La fe es la puerta de entrada, pero más allá están la tribulación y la paciencia, para la formación del carácter de Cristo. Y esto es madurez.
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