El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna».
– Juan 4:14.
En la actualidad hay cientos de seres humanos que mueren de sed cada día. Millón y medio de niños mueren cada año por falta de agua potable. Según datos oficiales de UNICEF, 4.500 niños mueren cada día por las enfermedades que produce la sequía. Y cada vez la situación tiende a volverse más complicada.
Pero, además de la sequía física, hay otra peor aún: la sequía del alma, esa que produce una sed que no puede ser saciada con cualquier cosa. Mucha gente vive hoy en día muriendo de sed espiritual. Y, aunque parezca increíble o absurdo, muchos cristianos también.
Yo puedo ver al Señor caminar entre esas multitudes sedientas, moribundas, que se tiran al lado del camino pidiendo como misericordia un poco de agua para refrescar sus labios; puedo verle inclinándose a esas personas y derramar Su agua refrescante sobre todos sus cuerpos; puedo escuchar la dulce voz del Señor que, aunque dulce, retumba poderosamente desde el cielo hasta la tierra, decir: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Juan 7:37).
Cuando la boca se nos reseca, cuando desfallecemos a causa de la sed, cuando estamos deshidratados, cuando andamos abrasados por el sol, con los labios resecos, con los ojos desorbitados, desesperados, podemos seguir escuchando la voz de nuestro Señor diciendo a los habitantes de los desiertos: “Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apoc. 22:17). “Señor, tengo sed de Ti; dame Tu agua… Tu vida”.
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