Jesús viene a Betsaida, la pequeña aldea junto al mar de Galilea. Es Galilea, la despreciada, casi gentil. Traen un ciego para que Jesús le toque. Ellos saben que todo lo que su mano toca, es transformado. Algo va a suceder con este hombre, como ha sucedido con muchos otros. Hay expectación entre los circunstantes. ¿Cómo lo hará esta vez?
Entonces, ocurre algo insólito: Jesús toma al hombre de la mano, y le conduce por las calles de la aldea. ¡Vedlo ahí! El Maestro camina por las calles con el ciego de la mano. Su paso es lento, su porte, como siempre, es distinguido, aunque humilde. ¿Cómo podría no serlo?
Jesús no le pone la mano sobre el hombro. No le da un empujoncito paternal acompañado de un: «¡Camina!». No le da el brazo para que se cuelgue de él. Tampoco le pide a los hombres que lo guíen. ¡Él le toma de la mano! ¡Oh, maravilla de amor, de humildad! Por la calle, son dos hombres que caminan. Dios encarnado camina al lado de un guiñapo humano, como si Él no fuera Dios; y como si ese hombre no fuera un paria. Son dos hombres. El Bendito acepta ser lazarillo del otro, con la máxima ternura, con la mayor delicadeza, solo como Dios la puede tener.
Después de eso, no hay nadie a quien nosotros no podamos tomar de la mano. Después de Él haber tocado al leproso, no hay nadie a quien no podamos tocar. Después de haber aceptado la hospitalidad de un pescador de Galilea, no hay hospitalidad, por pobre que sea, que no podamos aceptar.
¿Adónde le lleva Jesús? Le saca fuera de la aldea, y allí le sana. Su saliva es todo lo que esos ojos necesitan para ver. Sus manos también le tocan. El ciego, entonces, es sanado. ¡No podía ser de otra forma!
Luego, le envía a su casa, y le dice: «No entres más en la aldea». El Señor no quiere publicidad, que la hubiera tenido. No quiere alabanzas, que las merecía. El Señor le envía lejos. Es el ciego de Betsaida. Es Jesús tomándole de la mano. Es desprendiendo, magnánimo, su divinidad. Es Dios entre los hombres.
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