El mensaje de Dios, que es Cristo, no puede ser tergiversado ni alterado. Y en el centro de este mensaje está su cruz. Su vida, sus hechos y sus palabras tienen como centro focal la cruz. Muchos en este día quisieran sacar la cruz del Evangelio, y también la sangre de Cristo, porque hiere ciertas sensibilidades exquisitas. ¡Pero cuán vana sería nuestra fe, sin la sangre y la cruz de Cristo!
Cristo bajó del cielo para morir. Así lo entiende Pablo, el máximo exponente del misterio de Cristo. Sus principales cartas tienen como punto de partida la obra de la cruz.
Romanos habla ordenadamente de todo el misterio de la piedad, de la justicia, la santidad, la gloria de Dios, del cuerpo de Cristo, pero todo ello tiene su explicación y su sentido en las palabras del capítulo 3: «Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia…» (v. 24-25). Debido a que hubo esa sangre, hay perdón de pecados; debido a que hubo esa cruz, hay victoria sobre el pecado.
La primera epístola a los Corintios tiene este asunto central: «Porque los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura» (1:22-23); y agrega:«Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado» (2:2). Para la gran necesidad de los corintios, la respuesta única y suficiente era Cristo crucificado.
A los Gálatas descarriados y hechizados por la ley, Pablo habla con denuedo del «tropiezo de la cruz» (5:11), de que muchos quieren evitarse las persecuciones que vienen por «la cruz de Cristo» (6:12), y concluye diciendo «Pero lejos esté de mi gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo» (Gál. 6:14).
En Efesios, la gran epístola del misterio de Cristo y la iglesia, Pablo comienza diciendo: «…en quien (el Amado) tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia» (1:7). En Filipenses, Pablo nos hace recorrer el camino de la cruz de Cristo, desde el trono de Dios «hasta la muerte, y muerte de cruz» (2:8).
Y Colosenses, la epístola de las alturas cósmicas, nos dice: «Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz» (1:19-20). ¡Bendita cruz de Cristo!
Aquí hemos tocado principalmente un solo aspecto de la cruz, el relativo a la redención, pero hay mucho más. Pero en ella se resume, en una palabra, todo el misterio de la piedad. Sin la cruz podemos tener a Jesús, pero no tendremos al Cristo; podemos tener una religión, pero no el Evangelio de Jesucristo.
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