La figura y genio de los apóstoles Juan y Jacobo queda muy en evidencia en el pasaje de Lucas 9. Los samaritanos no quisieron recibir al Señor; entonces Juan y Jacobo sugieren hacer lo mismo que hizo Elías con los enviados del rey Ocozías – hacer llover fuego del cielo para consumirlos.
Estos discípulos, como todo judío, conocían muy bien la historia del profeta Elías, quien había hecho llover fuego sobre los sacrificios aquella memorable tarde ante los profetas de Baal. Ellos debieron quedar impresionados por las hazañas de Elías, y ahora quieren realizar su sueño de emularlas. ¿Quién mejor que su Maestro para hacerlo?
Esto no es de sorprender en Juan y Jacobo. El Señor mismo, conociéndolos mejor que nadie, los había bautizado como Boanerges – los hijos del trueno. Ambos poseían el carácter iracundo y vehemente de Elías, y ahora ellos consideraban una ofensa imperdonable que los samaritanos hubiesen desairado así al Maestro.
Ellos no entiendían el momento que su Maestro estaba viviendo. Unos pocos versículos más arriba, la Biblia dice:«Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén». ¿Qué interés podía tener el Señor de vindicarse a sí mismo si su corazón estaba dispuesto para ir a la muerte?
Por eso, el Señor usa un lenguaje muy diferente, el lenguaje del amor. Algún tiempo atrás, los mismos discípulos, aliados con su madre, se habían acercado al Señor para obtener un futuro privilegio en su reino, y aquel día, el Señor les había hablado el lenguaje de la humildad. Los ‘hijos del trueno’ necesitan oír esta clase de palabras.
Pretendiendo imitar a Elías, ellos no tienen en cuenta la lección que Dios le dio al profeta en la cueva de Horeb. La presencia de Dios no se manifestó ni en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en un silbo suave y apacible. Ahora es preciso que ellos sean transformados de truenos en silbos suaves y apacibles.
Cuando vemos a Juan recostado sobre el pecho del Señor en la última cena, y luego, cuando leemos los escritos de Juan ya anciano –en especial sus epístolas–, vemos el comienzo y la consumación, respectivamente, de este logro en cuanto al amor. Por otro lado, cuando leemos en el libro de Hechos la temprana y heroica muerte de Jacobo, comprobamos que él pudo renunciar a aquellos pretendidos privilegios de grandeza y bebió de la copa de su Señor.
Así también nosotros, cómo necesitamos oír el lenguaje del amor y el de la humildad, y encarnarlos, para que se cumpla en nosotros la bienaventuranza de Juan y Jacobo, estos dos truenos transformados en silbos suaves y apacibles. Un poco hoy, otro poco mañana, el Espíritu Santo de Dios nos va tocando, derribando, quebrantando hasta lograr su precioso objetivo. ¿Lo logrará con nosotros como lo hizo con ellos? ¿Qué diremos? ¡No hay imposible para Dios!
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