Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos».
– Gál. 5:24.
No hay cómo vivir para Dios en nuestra carne, porque en ella no mora bien alguno. Querer hacer el bien puede estar en el hombre, pero no el hacerlo, a causa del pecado que lo habita (Rom. 7:18-20). La caída del hombre en el Edén fue total. El hombre está muerto en delitos y pecados (Ef. 2:1). En la carne, nadie puede agradar a Dios (Rom. 8:8).
La carne no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede hacerlo (Rom. 8:3-7). Todos los que estaban bajo la ley, estaban bajo el dominio del pecado. Nuestra naturaleza adánica, la fábrica de pecados, fue destruida completamente en la cruz. Jesús, en su muerte y resurrección, nos libró del pecado, y con su sangre nos limpió de toda nuestra maldad. Ahora somos de Cristo, y ya no podemos andar según la carne.
La carne lucha contra el Espíritu y por esto solo hay un remedio para ella: la cruz. Si no somos de Cristo, es imposible que esto sea efectivo. Es necesario que seamos llenos de Cristo, revestidos de él, y libres de las pasiones y deseos de la carne, para que vivamos en novedad de vida: «Vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne» (Rom. 13:14).
Pelear contra la carne para agradar a Dios es ignorar la obra de la gracia, haciendo vana la cruz de Cristo. Jesús era el único que podía hacer esa obra de poder. Él nos tomó como hombres pecadores, bajo la esclavitud del pecado, y nos libertó (Juan 8.36), para presentarnos santos, sin mancha e irreprensibles delante de Dios (Col. 1:21-22).
Ya no somos esclavos. Fuimos libertados para vivir en santidad y justicia todos los días de nuestra vida. Somos libres por Cristo, pero no debemos dar ocasión a la carne; somos libres, pero no podemos ignorar el peso y el pecado que nos asedia (Heb. 12:1).
Ahora estamos en Cristo, en su Espíritu (Rom. 8:9); por tanto, somos deudores al Espíritu, no para que andemos según la carne (Rom. 8:12-15). Jesús dijo que, en la vida de fe, la carne para nada aprovecha, sino solo lo que viene del Espíritu (Juan 6:63).
Él logró grandes cosas para nosotros. Debemos avanzar hacia la meta, y asir aquello por lo cual también fuimos asidos por Cristo (Flp. 3:12-13). Aún no somos perfectos, pero debemos correr, como un buen atleta, hacia la perfección. No impidamos que su obra de poder se complete en nosotros.
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