«Si Dios fuera bueno, desearía hacer a sus criaturas perfectamente felices, y si Dios fuera todopoderoso, sería capaz de hacer lo que desea. Pero las criaturas no son felices. Por tanto, Dios carece de bondad, de poder, o de ambos». Así enuncia el problema del dolor el autor inglés C.S. Lewis en su libro El problema del dolor. Acto seguido, él aclara que la posibilidad de resolver este problema depende de demostrar que los términos «bueno» y «todopoderoso» admiten más de una definición, y que las mejores definiciones no son necesariamente las más comunes.

Si nuestro concepto de bondad excluye el sufrimiento, sin duda que, para Dios, lo incluye. Esto hace una diferencia importante que amerita una aclaración. Esto no significa que la bondad según Dios es antagónica de la nuestra. Es distinta –como dice Lewis–, pero «no como el blanco lo es del negro, sino como un círculo perfecto lo es del primer intento de un niño por dibujar una rueda. Pero cuando el niño ha aprendido a dibujar, sabrá que el círculo que ahora hace es lo que estaba intentando hacer desde un comienzo».

Hoy en día, cuando hablamos de la bondad de Dios, estamos pensando casi exclusivamente en su forma de amarnos; y en esto es posible que tengamos razón. Y por amor, en este contexto, la mayoría de nosotros entiende benevolencia: el deseo de ver felices a los demás; no felices de esta o esa manera, sino simplemente felices. Pero un Dios que quisiera solo vernos contentos no sería un Padre celestial, sino un abuelo. Su benevolencia sería la benevolencia del anciano que solo quiere ver a los jóvenes divirtiéndose, como si al final del día lo único que interesara fuera que todos lo hayan pasado bien.

Todo ser humano, en lo profundo de su corazón, desearía que así fuesen las cosas. Pero, dado que no es así, y que entendemos que Dios es amor, debemos cambiar nuestro concepto de amor. De hecho, el amor de Dios no es la clase de benignidad así descrita.

Hay benevolencia en el amor, pero amor y benevolencia no son sinónimos. En la benevolencia hay una cierta indiferencia fundamental hacia su objeto, e inconcluso algo semejante al menosprecio. La benevolencia puede llegar incluso a querer la eliminación del objeto que ama, con tal que no sufra. Como dice Lewis: «Solo para la gente que no nos importa nada exigimos felicidad bajo cualquier condición; (pero) con nuestros amigos, nuestros amados, nuestros hijos, somos exigentes y preferiríamos verlos sufrir mucho antes que felices de maneras despreciables o enajenantes».

El amor de Dios es mucho más que benevolencia; su amor nunca nos ha tratado con indiferencia ni con desdén, sino de manera profunda y trágica. Por aquí comienza el camino para entender el problema del dolor, como siendo permitido por un Dios bueno.

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