T. Austin-Sparks ha dicho que «el noventa por ciento del Nuevo Testamento se ocupa del crecimiento y madurez de los creyentes». Ahora bien, la primera epístola a los Corintios es una carta que revela algunas características de la niñez espiritual y, como tal, nos muestra aquello que debemos dejar atrás para avanzar hacia la madurez.
Una de ellas es la división por causa de los padres espirituales. La iglesia en Corinto estaba dividida entre los seguidores de Pablo, los de Apolos, los de Pedro y otros que sostenían solo seguir a Cristo. Ellos sentían admiración por cierto líder hasta el extremo de separarse de los demás. Los cristianos ‘almáticos’ siempre buscan puntos de simpatía con los demás, que pueden basarse en ciertos aspectos de carácter, de énfasis, y de cualquier otra cosa menor.
El cuarto grupo estaba formado por los que seguían a Cristo, y no a los hombres. Estos podrían ser tildados como más espirituales, pero tenían el problema de que probablemente no estaban dispuestos a sujetarse a los hermanos mayores. Para ellos existía solo una relación vertical entre Dios y ellos, y no se sujetaban a los hombres.
Al tomar conocimiento Pablo de esta situación, les reprende severamente. Toda la argumentación de los capítulos 1 al 4 gira en torno de esta cuestión. Ellos no debían inclinarse por uno de los apóstoles, sino tomar la riqueza que Cristo había depositado en cada uno de ellos para el equipamiento de los santos. Los apóstoles no eran los amos de la iglesia, ni quienes debían buscar seguidores para alguna causa particular, sino que eran colaboradores, servidores y administradores de los misterios de Dios para ellos. «Todos ellos son vuestros», exclama Pablo, «no hagáis de ellos motivo de discordias».
Los niños en Cristo tienen la tendencia, tanto a idolatrar a sus padres espirituales, como a decepcionarse fácilmente de ellos cuando ven alguna debilidad. Eso es fácilmente comprobable no solo en la iglesia en Corinto, sino ahí mismo donde usted vive y se reúne. Pastores y predicadores, evangelistas y profetas, han llegado a ser motivo de disputa y de división en medio del pueblo de Dios. Los hijos de Dios toman partido, y no hay al parecer ninguna voz que se levante para detenerlos. Muchos de los que pudieran hacerlo, o no tienen fuerzas, o no les conviene hacerlo.
Muchas denominaciones han surgido en torno a figuras señeras de la cristiandad histórica. Lo que pudo haber comenzado como una débil tendencia, por motivos aparentemente inocuos, se ha fortalecido en el tiempo al extremo de constituirse en una gran pared que refuerza el grave mal que el apóstol Pablo luchó inútilmente por detener: la división del pueblo de Dios.
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