Reflexiones sobre el pensamiento de Dios acerca de su iglesia, a partir de la epístola a los Efesios.
Ninguna congregación, o sistema de congregaciones, puede dar cuenta del sublime concepto de la Iglesia que se levanta ante nuestros ojos en Efesios. Es como si el apóstol hubiera podido anticipar el espectáculo glorioso que Juan contempló en la visión apocalíptica. Aunque él había fundado más iglesias en las grandes ciudades del Imperio que cualquier hombre del equipo apostólico, con todo, ninguna de ellas sola, ni todas juntas, podrían cumplir el ideal pleno de aquel cuerpo místico, la iglesia, la novia, la esposa del Cordero.
Esta epístola es, por excelencia, la Epístola de la Iglesia; y la visión que tengan los hombres del concepto de ella aquí presentado, determinará en gran parte su actitud mental y espiritual hacia sus compañeros cristianos. No hay otra prueba como ésta. Nosotros debemos entrar en el pensamiento de Dios cuando hablamos sobre la iglesia; no como ella ahora está, rota en pedazos, como un sinnúmero de cuadrados de cristales de colores amontonados al pie de lo que debería ser una ventana de belleza maravillosa; sino como ella será cuando el misterio de Dios sea consumado, y sea presentada a su Hijo, digna de responder a él, según la palabra antigua del Creador, al buscar una esposa para Adán (Gén. 2:18).
La iglesia es un cuerpo del cual Cristo es la cabeza
«Y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia» (Ef.1:22).
Ahora nosotros repetimos estas palabras sin emoción; pero hubo un tiempo en el cual ellas no podían ser pronunciadas salvo a costa de aquello que los hombres apreciaban tanto. Es como si pasáramos sobre un campo de batalla, arrasado una vez con la metralla y empapado con la sangre derramada; o llevando una bandera rasgada y andrajosa, alrededor de la cual los ejércitos en conflicto combatieron por la mitad del día. No olvidemos los corazones valientes que fueron acosados hasta la muerte en medio de los brezos y tojos de Escocia, por confesar que nadie sino Cristo podía asumir este excelso título.
La iglesia, como un todo, en el sufrimiento o en la lucha, no debe tomar sus mandamientos de ninguna otra fuente que no sean los labios de Cristo. Ante cualquier curso que pueda dictar la conveniencia, la política o la dirección humana, ella no se atreve a moverse hasta que Cristo da la señal. Pero si él manda avanzar, protestar, o sufrir, ella no tiene otra opción sino obedecer. A pesar de todas las voces que puedan llegar en amonestación y advertencia, ella no presta atención a nadie, sino a Él.
Esta posición de nuestro Señor es tanto para cada miembro de la iglesia como para el Cuerpo entero. Porque como en el cuerpo natural cada músculo, nervio y vena, así como los miembros más prominentes, tienen doble comunicación directa con la cabeza, de la cual derivan su unidad, dirección y energía; así en el cuerpo espiritual, del cual Cristo es cabeza, no hay un solo espíritu redimido que no esté conectado directamente con su Señor. No ocurriría en la iglesia en absoluto si esa relación primero no hubiese sido formada. Nosotros estamos relacionados el uno con el otro solo porque nos relacionamos con Él. Somos primero miembros de Cristo, luego miembros los unos de los otros en él. Primero Cristo, luego la iglesia.
Cada miembro está unido a la cabeza por los nervios transmisores que llevan las impresiones de la superficie del cuerpo a la cabeza; y no hay nada que suceda a cada uno de nosotros que no sea comunicado de inmediato a nuestro Salvador. En toda nuestra aflicción, él es afligido; él lleva nuestras penas y lleva nuestros dolores; él es tocado con el sentimiento de nuestra enfermedad. La gloria que le rodea no actúa como una barrera aisladora para interceptar la emoción del dolor o de la alegría que pasan instantáneamente desde el más débil y más humilde de sus miembros hacia Él mismo.
Cada miembro está unido a la cabeza por los nervios que transmiten las órdenes desde el cerebro a las extremidades del cuerpo, para retirar el pie de una espina, u obligar a la mano a hundirse en la llama. Por tanto, deberíamos recibir los impulsos de nuestra vida de Jesucristo; no actuando impelidos por nuestra propia energía, o siguiendo nuestros propios planes, atendiendo a nuestros propios pensamientos o haciendo nuestras propias obras, sino subordinados siempre a Su voluntad.
En Efesios 5:23, el señorío de Cristo sobre su iglesia se compara a la relación entre el marido y la esposa; y se nos recuerda uno de esos versículos profundos que revelan las unidades de la creación tal como ellas fueron presentadas al pensamiento del apóstol. Así como Dios es la cabeza de Cristo, el Hombre glorificado, y como el hombre es la cabeza de la mujer, así Cristo es cabeza de cada hombre redimido, como individuo, y de todos juntos, en la Iglesia. Así, en medio de la discordia y de la anarquía de la creación, estamos aprendiendo las concordias divinas, y todavía encontraremos la armonía emanando de la iglesia para calmar, aquietar y aún unificar la creación.
La iglesia es también un edificio
«En quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor» (Efesios 2:21)
En lo profundo de las inundaciones que se levantaron en torno a la cruz, Dios puso la piedra de fundamento que ninguno sino él podría poner – Jesucristo. Tal era su propósito antes de afirmar los fundamentos de los montes, pero él lo puso entonces de hecho. Sobre Él, las almas han sido edificadas a través de las edades, una por una. Sin duda, no tenían vida cuando ellas lo tocaron a Él; pero entrando en contacto con la Piedra Viva, aunque muertos, empezaron a vivir, y así creció el edificio.
Un edificio es para un morador; y la Iglesia es para Dios. Sin él, no tiene ninguna razón de existir. El universo mismo no lo puede contener; pero la casa espiritual cuyas piedras son almas redimidas es su pabellón, su habitación, su hogar.
Es a través de la iglesia que la sabiduría de Dios es dada a conocer
«Para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales» (Ef. 3:10).
Los hombres aprenden la multiforme sabiduría de Dios en la creación: en la lapa, cuya frágil cáscara puede ser perforada por un insecto minúsculo, y con todo resiste el golpe de la ola más poderosa; en el ojo que puede ajustarse de inmediato al aumento o disminución de la luz; en la mano, tan maravillosamente adaptada a sus innumerables propósitos, de tal manera que el estudio de su destreza es prueba convincente de la existencia de Dios.
Sin embargo, los ángeles aprenden la sabiduría múltiple de Dios estudiando la adaptación de Su gracia a las necesidades variadas de Sus santos. Como los internos descubren los maravillosos recursos del cirujano, que pasa a través de las salas del hospital adaptándose a la necesidad de cada paciente; así los ángeles y los altos espíritus del cielo aprenden secretos que nunca habían sabido, pero por medio de la infinita variedad de pecados, necesidades y dolores con los cuales Dios tiene que tratar, y que se transforman en muchos prismas que refractan el rayo blanco de la luz de su carácter en sus variadas tonalidades constitutivas.
El fin de la iglesia es la gloria de Dios
«A él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén» (Ef. 3:21).
Al cierre de esta sublime doxología, en la cual el corazón ardiente del apóstol se eleva a un éxtasis casi sin par del pensamiento y de la expresión, él busca las voces que darán la debida gloria a Dios. Y, según la Versión Revisada, que brinda con mayor precisión la mejor lectura del griego original, él los encuentra a ellos en la iglesia y en Cristo Jesús. «A él sea gloria en la iglesia y en Cristo Jesús».
La yuxtaposición de estos dos es muy maravillosa y sugerente. El pensamiento parece pasar de la comparación entre la iglesia y un edificio o un cuerpo, para trazar un paralelo entre Él y la novia, levantada por el amor del novio para permanecer junto a él, en su mismo nivel. Sabemos, por supuesto, que la gloria debe ser dada al Padre, eternamente, por la obra del Señor Jesús. Un rédito de gloria ascenderá siempre de la cuna, la cruz, el sepulcro. Las edades verán repetidas cosechas provenientes de la siembra de sus lágrimas y de su sangre. Pero no nos habíamos dado cuenta, a no ser por estas palabras, que una abundancia similar de gloria fue acrecentada desde la Iglesia del Primogénito.
Sin embargo, aunque nuestro pensamiento se asombra con la idea, aceptemos con alegría reverente la seguridad de que, en esta gran vida que se está abriendo ante nosotros, la iglesia de los redimidos estará en pie junto a Cristo, y levantará su voz, en unísono con la Suya, atribuyendo la gloria al Padre. Y cuando las edades pasen, no disminuirá, sino aumentará, el dulzor de su canción y el volumen de su voz.
La iglesia es una
«Un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación» (Ef. 4:4).
La unidad está conformada por siete elementos. Una Cabeza; un Espíritu que mora; una Esperanza bendita; un Señor; una Fe; un Bautismo; un Dios y Padre. Ella es, por tanto, una. Sus miembros están dispersos en el cielo y la tierra. Ellos son hallados en muchas comunidades y grupos cristianos, o aparte de ellos. Pueden ignorarse el uno al otro, o aún rechazar la comunión, porque desconocen su verdadero parentesco; como dos hermanos pueden encontrarse en la niebla y no conocerse. Pero son uno; y en la luz de la eternidad ellos reconocerán la unidad, porque ésta será patente a todo el universo de Dios.
El amor de Cristo a su iglesia es inexpresable, salvo por la más tierna relación humana
«Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia» (Efesios 5:32).
Sin duda, aquí hay un misterio. Aquella escena en Edén es también una parábola. No era bueno para Cristo estar solo. Él necesitaba a alguien a quien dar y de quien recibir amor. Pero no había nadie idóneo entre los ángeles; y por tanto, Dios el Padre buscó novia para su Hijo entre los hijos de los hombres; sí, él tomó la Segunda Eva del costado herido del Segundo Hombre, mientras él dormía en la tumba del huerto.
Los hombres redimidos componen a esa novia. El Salvador los ama, como un hombre verdadero ama por primera vez a una mujer pura y noble. Él no los ama porque sean justos, sino para hacerlos así. Él ha probado su amor haciéndose hombre, y entregándose a la muerte. Por su sangre, su Palabra y su Espíritu, él los santifica y los purifica para Sí mismo. El proceso es largo y severo; pero él los nutre y los cuida, como un hombre hace con su carne herida. Y dentro de poco, cuando la novia sea completa en número y en belleza, el misterio que ahora la rodea será arrojado a un lado, y en medio del gozo de la creación, él se la presentará a sí mismo, sin mancha ni arruga ni cosa semejante; llevando su nombre, compartiendo su rango y posición, riqueza, poder y gloria, por todos los siglos.
Entonces la iglesia se unirá a él para siempre, y él se unirá a ella, y ambos serán un solo espíritu. Y se cumplirá su propia oración, ofrecida en la víspera de su agonía y pasión: «La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno» (Juan 17:22).