Muchos, en su ignorancia, piensan que Dios es severo, y que permanece alejado del hombre, sin inmutarse por sus problemas.
Dios es muy incomprendido por la mayoría de la gente. La imagen que se tiene de Él es la de un Juez severo y vengador. Sin embargo, la parábola del hijo pródigo nos muestra su verdadera naturaleza, así como la ternura de su amoroso corazón.
El hijo menor se acerca al padre y con un tono decidido le pide la parte de los bienes que le corresponde como herencia. El padre se sorprende, e intenta disuadirlo, pero como aquél está empecinado, el padre se lo concede.
A los pocos días, el hijo se va de casa, muy lejos. En poco tiempo, desperdicia todo su dinero viviendo perdidamente.
Cuando todo lo malgasta, viene una gran hambre en aquel lugar, y comienza a faltarle. Se arrima a un hombre rico quien le da trabajo apacentando cerdos. No es el mejor oficio, pero no tiene otra opción. Allí, muchas veces desea llenar su vientre con el alimento de los cerdos, pero ni eso le dan.
Entonces vuelve en sí y dice: «¡Cuántos jornaleros hay en casa de mi padre que tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!». Entonces decide volver a casa y pedirle perdón a su padre. No le pedirá que lo trate como a su hijo, sino como a uno de sus jornaleros.
Cuando llega cerca de casa, su padre lo ve y lo reconoce. Pese a que sus vestiduras son andrajosas, y su aspecto es el peor, él lo reconoce. Entonces, el padre, lleno de compasión, corre hacia él, se echa sobre su cuello, y le besa efusivamente.
El hijo comienza, entre sollozos, a pedirle perdón a su padre. Pero el padre le interrumpe dulcemente para ordenar a sus siervos que lo atiendan.
¡Que traigan el mejor vestido para vestirle! ¡Que pongan un anillo en su mano! ¡Que la pongan un calzado hermoso! ¡Que traigan el animal más gordo y que lo sacrifiquen! ¡Que haya comida y también fiesta! Los siervos corren para cumplir sus órdenes. ¡Nunca había mandado con tanta urgencia! Entonces, dice el padre, con voz entrecortada: «Mi hijo estaba muerto, y ha revivido. Se había perdido y lo he recuperado».
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Muchos hay que no conocen a Dios, y que le atribuyen un carácter duro, y un corazón insensible. Muchos hombres y mujeres, en su ignorancia, piensan que Dios es severo, y que permanece alejado del hombre, sin inmutarse por sus problemas.
Si miramos a Dios a la luz de algunos pasajes del Antiguo Testamento, nos parecerá que los hombres tienen razón. Sin embargo, en ese tiempo, Dios no había dado a conocer aún su precioso carácter. Solo cuando se manifestó Jesucristo, Dios se nos mostró.
El Señor dijo que, por medio de parábolas, diría cosas que estaban escondidas desde la fundación del mundo. Juan dice que a Dios nadie le vio jamás, pero que el unigénito Hijo le ha dado a conocer. El Señor dijo a Felipe que el que le veía a él, había visto al Padre.
¿Qué cosas estaban escondidas desde la fundación del mundo? Una de las más importantes es ésta: saber cómo piensa, cómo siente, cómo ama Dios.
A través de esta historia, el Señor Jesús nos muestra cómo ama Dios a los hombres. Todos nosotros hemos sido como este hijo necio. Cuando pecamos en Adán, nos fuimos de la casa paterna. Y Dios, el Padre, espera ahora que volvamos a nuestro hogar. Otros, habiendo ya estado en la casa del Padre, salimos de casa para vivir irresponsablemente.
¿Cómo nos recibirá Dios, si volvemos? ¿Nos reprochará por nuestro descarrío? ¿Nos condenará? Ciertamente que no, porque en su corazón solo hay perdón y misericordia.
Es preciso volverse a Dios para recibir su perdón, y ser restaurados en la condición de hijo.
¿Quiere usted hacerlo ahora mismo? Oremos: «Oh Dios, he estado lejos, y he pecado contra ti; perdóname y recíbeme. Creo que Jesús pagó el precio por este perdón. Gracias, Padre. En el nombre de Jesús».