La gloria del Evangelio radica en su entera disponibilidad para todo hombre, gratuitamente por la gracia de Dios, y exclusivamente por medio de la fe.
La epístola del apóstol Pablo a los Romanos muestra, como ninguna otra, la gloria del evangelio. La magnanimidad de éste hace a Pablo declarar: «No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego» (1:16). En Romanos, el apóstol hace una presentación sintética del evangelio que predica y que denomina «mi evangelio» (2:16). Este, no es otro que el evangelio de la gracia de Dios. Según Pablo, Dios no solo ha resuelto de una manera firme y determinada salvar a los hombres, sino, además, hacerlo sin consideración alguna de la conducta de ellos, a excepción de la fe. En la proclamación del evangelio, dice Pablo, queda al descubierto la gloria del evangelio, porque en él la justicia de Dios se revela por fe de principio a fin (1:17). La justicia de Dios, no la justicia distributiva que da a cada uno lo que merece, sino aquella que justifica gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús (3:24).
Ahora bien, a fin de que el evangelio brille en toda su gloria, el apóstol Pablo comienza su epístola mostrando primero cómo la ira de Dios está encendida contra una humanidad que es responsable y culpable de pecado delante de Dios. Así el favor inmerecido de la salvación de Dios relucirá con mayor esplendor.
Una condenación universal
Comenzando con los gentiles (1:18-32), Pablo declara que, en efecto, la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres. ¿Por qué razón ocurre esto? Porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto. Es decir que, según Pablo, los gentiles no son ignorantes de Dios y, por tanto, son responsables ante Él.
Pero ¿qué conocimiento de Dios tuvieron aquellos pueblos de la época veterotestamentaria? «Las cosas invisibles de Dios», dice Pablo, «su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa»(1:20). Los pueblos no son ignorantes de Dios y, por tanto, no son inocentes ante Él. Como escribiera Lucas: «En las edades pasadas él ha dejado a todas las gentes andar en sus propios caminos; si bien no se dejo a sí mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y de alegría nuestros corazones» (Hech. 14:16-17). A continuación, Pablo concluye con una afirmación que estremece y que asombra con respecto a los gentiles: «Pues habiendo conocido a Dios…» (1:21). Todos los pueblos no judíos de la época veterotestamentaria tuvieron el testimonio del primer testigo divino: La creación. De modo que no tienen excusa. El conocimiento de Dios que otorga la creación podemos llamarlo «revelación natural», a fin de distinguirlo de la revelación sobrenatural de Dios.
Luego, Pablo demuestra cómo la conducta de los gentiles no fue consecuente ni coherente con el conocimiento de Dios que poseían. A pesar de conocer su eterno poder no le dieron gracias y, no obstante conocer su deidad, no lo glorificaron como a Dios. Así, quedaron justamente condenados bajo la ira de Dios.
Luego, el apóstol Pablo, a partir del capítulo dos de la carta a los romanos (2:1-29), comienza a tratar la situación de los judíos delante de Dios. Ellos, a diferencia de los gentiles, recibieron una revelación sobrenatural de Dios. Él se les reveló de una manera directa en el monte Sinaí y les dio un conocimiento objetivo de su voluntad a través de la ley de Moisés. Sin embargo, los judíos no están en mejor pie delante de Dios que los gentiles. ¿Por qué? Porque como dice Pablo, «no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados» (2:13). Pablo pregunta entonces:«¿Piensas que vas a escapar del juicio de Dios, tú que juzgas a otros y sin embargo haces lo mismo que ellos?» (2:3). Todos los judíos desde Moisés mismo en adelante, «con infracción de la ley, habían deshonrado una y otra vez a Dios» (2:23). De tal manera que «el nombre de Dios era blasfemado entre los gentiles por causa de los judíos» (2:24). Así, los judíos –al igual que los gentiles– también eran objeto de la justa condenación de Dios, pues, como concluye Pablo, «ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado» (3:9).
Pablo, ha demostrado así que la conducta de los judíos tampoco ha sido consecuente ni coherente con el conocimiento de Dios que recibieron. ¿Querrá decir entonces que todos se perdieron? ¿Será eso lo que Pablo nos quiere comunicar? En ninguna manera. Lo que Pablo intenta decirnos es que según la conductatodos los hombres –tanto judíos como gentiles– están condenados. Por las obras ningún ser humano, ni siquiera Noé, ni Abraham, ni Daniel, ni Isaías ni ningún otro, está aprobado delante de Dios. Por lo tanto, reiteramos la pregunta: ¿Querrá decir entonces que todos se perdieron? No. Lo que ocurre es que estamos pasando por alto el punto más importante de esta cuestión: Que Dios nos envió al Salvador del mundo, al Mesías prometido a Israel. Y como nos lo dijera Juan: «No envió Dios a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él». Pero ¿cómo podría el Mesías salvar a los hombres cuando la conducta de ellos los condenaba irremediablemente? Precisamente, no por la conducta, sino por la fe: «La justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él» (3:22). Los que ponen su fe en el Señor Jesucristo son justificados gratuitamente, independientemente de su conducta. De esta máxima espiritual ni siquiera los cristianos se escapan. En efecto, aun los cristianos permanecemos salvos, no por nuestra conducta, sino exclusivamente por la fe en nuestro bendito Salvador. Si por el contrario, Dios tuviese que juzgarnos por la conducta, entonces también todos los cristianos seríamos condenados. Así como el testimonio de la creación condenaba a los gentiles por su conducta, y así como el testimonio de la ley condenaba a los judíos por su conducta, de la misma manera el testimonio de la ley del Nuevo Testamento condenaría a todos los cristianos por su conducta. Nuestra salvación es firme y segura porque no depende de nuestra conducta cristiana, que es siempre imperfecta, sino porque Cristo con una sola ofrenda nos hizo perfectos para siempre (Heb. 10:14).
Una salvación universal
Cuando miramos con atención el Antiguo Testamento, descubrimos que el contenido de esta sección de la Biblia es la historia de un pueblo, el pueblo de Israel. En efecto, con excepción de los primeros once capítulos del libro de Génesis –que podríamos considerar como historia universal– los 39 libros que componen el Antiguo Testamento se dedican a relatar la historia de Israel en sus diferentes aspectos: Su origen, su formación, sus peregrinajes, sus victorias, sus derrotas, su poesía, su sabiduría y sus esperanzas. Desde el capítulo doce del libro de Génesis hasta el último libro del Antiguo Testamento, el libro del profeta Malaquías, la inspiración divina se concentra en registrar la historia de un solo pueblo, Israel.
No obstante, la causa del interés divino por registrar la historia del pueblo de Israel no radica en el pueblo mismo. De hecho, Israel no es ni el más grande ni el mejor de los pueblos de la tierra (Deut. 7:6-8). ¿Cuál es entonces la razón de la elección divina? Lo único que explica el interés divino por consignar dicha historia es la promesa de Dios de enviar al Salvador del mundo, quien no es otro que el Mesías de Israel. Como dijera el propio Señor Jesucristo: «La salvación viene de los judíos» (Juan 4:22). Así, la atención por registrar la historia del pueblo de Israel tiene como causa la promesa del Mesías que vendría al mundo. El Antiguo Testamento es entonces, en rigor, la historia del linaje del Mesías que Dios mismo se suscitaría de las entrañas de este pueblo. Prueba de ello es que, tanto Mateo como Lucas, construyen la genealogía del Mesías gracias al registro de la historia de este pueblo. Mateo lo hace remontando la ascendencia de Jesucristo hasta Abraham; y Lucas, por su parte, la remonta hasta el mismo Adán. El Mesías sería en su origen, forjado a partir de la simiente de un hombre, Abraham. Por ello, la historia del Mesías propiamente tal comienza en Génesis capítulo 12 con el llamamiento y la elección de Abraham.
Ahora bien, si bien es cierto que el Mesías nace de Israel, esto no significa que el Mesías sea únicamente salvador de los judíos. No; el Mesías prometido a Israel es también el Salvador de todo el mundo y de todos los hombres. El Cristo fue llamado por nombre Jesús, no solo porque salvaría a su pueblo de sus pecados –como escribiera Mateo (1:21)–, sino porque sería el Salvador de todos los pueblos, como lo registrara Lucas, cuando las huestes celestiales alababan a Dios por el nacimiento del Mesías:«¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con (todos) los hombres!» (2:14).
De allí la importancia que Lucas remontara la ascendencia de Jesús no solo hasta Abraham, sino hasta el mismo Adán. En este hecho radica, pues, la importancia de los primeros once capítulos de Génesis. El Mesías no solo es hijo de Abraham, sino también hijo de Adán. Por lo mismo, es salvador de todo el género humano y no solamente de los judíos. Aún más, el Mesías, nacido de Israel, no solo sería el salvador de todos los hombres, de todas las razas y pueblos, sino también de los hombres de todas las épocas. El Mesías, que sería levantado de un pueblo en particular, sería el Salvador de todos los hombres del periodo antes de Cristo y del periodo después de Cristo. Jesucristo trajo la salvación para todos los hombres, desde Adán hasta el último hombre. Como escribiera Lucas: «En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hech. 4:12). Dios no tiene, pues, dos o más maneras de salvar a los hombres. Los salvados de las épocas de antes de Cristo, se salvarán de la misma manera que los salvados del tiempo de Cristo y que los salvados de las épocas después de Cristo. Todos los que se salven, lo serán exclusivamente por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Por esta razón nunca será demasiado enfatizar lo que dijo el apóstol Juan en su evangelio: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» (3:16-17).
Entonces, la elección de Israel en ninguna manera significó que Dios se desentendiera del mundo y de los demás hombres, toda vez que lo que Dios estaba comenzando a hacer con Israel era gestar la venida del Salvador de todos los hombres, de todas las razas y de todos los tiempos. La exclusividad de Israel no significaba, pues, exclusión de los demás pueblos. Todo lo contrario, su singularidad estaba precisamente en función de las demás gentes. La preferencia por Israel no era otra cosa que la demostración del favor de Dios por todos los pueblos.
De manera que todos los gentiles de la época del Antiguo Testamento también podrían, potencialmente, ser salvos por la fe; jamás por medio de su conducta. Por ello, resulta muy interesante que Pablo advierta en su carta a los romanos que, cuando Dios juzgue a los hombres –incluyendo a los de las épocas anteriores a Cristo– lo hará por medio de Jesucristo. En ese día, dice Pablo, Dios juzgará «los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio» (2:16). La expresión «los secretos» se traduce en el versículo 29 como «lo interior». Por lo tanto, Dios no juzgará a nadie por su conducta, sino por su interior. Él no mirará la conducta exterior de los hombres, sino buscará la fe en el corazón de ellos. De hallarla, no cabe duda que el sacrificio de Cristo, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, cubra toda perversidad de los hombres y obtengan así salvación por medio de la fe.
Ahora bien ¿qué fe buscará Dios hallar ese día en los corazones de ellos? La fe en un Salvador. La fe que diga que ellos no podían salvarse a sí mismos de su contingencia mortal. ¡Bendita es la gracia de Dios! ¡He aquí la gloria magnánima del evangelio!