Porque sus juicios son verdaderos y justos».
– Apocalipsis 19:2.
¿Son realmente justos y verdaderos los juicios de Dios? A pesar de su crudeza y de lo cruentos que son muchas veces, ¿siguen siendo verdaderos y justos? Y aunque la orden de Dios sea: «Ve y ataca a los amalecitas… Destruye por completo todo lo que les pertenezca; no les tengas compasión. Mátalos a todos, hombres y mujeres, niños y recién nacidos, toros y ovejas, camellos y asnos» (1ª Samuel 15:3 NVI) ¿siguen siendo justos y verdaderos los castigos de Dios? Si lo son ¿cómo podemos entender la verdad y la justicia de ellos? ¿Qué verdad se esconde detrás de los juicios de Dios que los hace justos?
Cuando la maldad llega al colmo
Una primera verdad que explica que los juicios de Dios son verdaderos y justos, es aquella que muestra que los juicios de Dios sólo caen una vez que la maldad de los hombres ha llegado a su colmo. Nuestro Dios no actúa bajo «arrebatos de ira», como nosotros muchas veces. Dios es «lento para la ira y grande en misericordia». Así le fue revelado a Moisés el carácter de Dios cuando vio sus espaldas (Éx. 34:6). Los juicios de Dios se hacen sentir una vez que la iniquidad de los hombres se ha extralimitado; cuando ya no hay posibilidad de retorno de la maldad.
Un primer ejemplo lo tenemos en el caso de los amorreos. Abraham ya se encontraba en Canaán y, sin embargo, Dios le revela que su descendencia no morará aún en la tierra prometida, sino en tierra ajena (Egipto), donde será esclava y será oprimida por cuatrocientos años. ¿Qué razón poderosa existe para que Dios haga dar una vuelta tan larga a los hijos de Abraham? ¿Por qué no tomar posesión de Canaán inmediatamente? ¿Por qué habrían de volver a Canaán, recién en la cuarta generación? Esta es la divina respuesta: «Porque aún no ha llegado a su colmo la maldad del amorreo hasta aquí» (Gén. 15:16). O como dice la NVI: «Porque antes de eso no habrá llegado al colmo la iniquidad de los amorreos». Es decir que Dios no ejecutará sus juicios contra ellos, a menos que la maldad de los amorreos haya sobrepasado todo cálculo. ¿Por qué? Porque los juicios de Dios son verdaderos y justos.
Nuestro Dios es lento para la ira y grande en misericordia. El Señor es primeramente lleno de amor y misericordia. Su paciencia puede esperar cuatrocientos años, porque él no busca ni quiere la perdición de los hombres. Su ira se manifiesta solamente cuando todos los recursos salvadores de Dios se han agotado. Ahora, quizás, podemos entender un poco por qué, cuando cae su ira, no tiene misericordia de nadie.
Sodoma y Gomorra
Un segundo ejemplo lo tenemos en Sodoma y Gomorra. Nuevamente tenemos a Dios hablando con Abraham. Dios se pregunta a sí mismo: «Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer». ¿Qué estaba pensando hacer el Señor? Destruir las ciudades de Sodoma y Gomorra. Entonces, le da a conocer sus planes a su amigo Abraham, en los siguientes términos: «Por cuanto el clamor contra Sodoma y Gomorra se aumenta más y más, y el pecado de ellos se ha agravado en extremo» (Gén. 18:20).
«Agravarse en extremo» es una expresión equivalente a «llegar al colmo». Cuando un enfermo se agrava en extremo, el inexorable paso siguiente es la muerte. Así mismo aconteció con Sodoma y Gomorra, no sin antes librar el Señor «al justo Lot, que se hallaba abrumado por la vida desenfrenada de esos perversos, pues este justo, que convivía con ellos y amaba el bien, día tras día sentía que se le despedazaba el alma por las obras inicuas que veía y oía». Todo esto demuestra, dice el apóstol Pedro, «que el Señor sabe librar de la prueba a los que viven como Dios quiere, y reservar a los impíos para castigarlos en el día del juicio» (2ª Pedro 2:7-9 NVI).
Los judíos
Un tercer ejemplo, lo hallamos en el Nuevo Testamento con el caso de los judíos. El apóstol Pablo, escribiendo a los tesalonicenses en su primera carta, y refiriéndose a los judíos, les dice: «Pues procuran impedir que prediquemos a los gentiles para que sean salvos. Así en todo lo que hacen llegan al colmo de su pecado. Pero el castigo de Dios vendrá sobre ellos con toda severidad» (2:16 NVI).
Los judíos, no contentos con haber dado muerte al Señor Jesús y a sus propios profetas, además expulsaron a los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo. Pero el colmo de los colmos, según Pablo, es que nos impiden hablar a los gentiles para que éstos se salven. Así colman la medida de sus pecados. Que tremendo es pensar que si los judíos hubiesen creído al mensaje de los apóstoles, habrían encontrado salvación a pesar de haber dado muerte al Señor Jesús. Todo lo que tenían que hacer era creer y arrepentirse. Sin embargo, no solo no lo hicieron, sino que persiguieron a las iglesias judías e impedían que los apóstoles predicaran a los no judíos.
Tan solo veinte años después que Pablo hiciese esta denuncia, en el año 70 d.C., el juicio de Dios cayó sobre ellos. Los ejércitos romanos al mando del general Tito, destruyeron la ciudad de Jerusalén. Según Josefo, historiador de la época, los muertos durante el asedio a la ciudad ascendieron a un millón cien mil, y los cautivos en toda esta guerra, a noventa y siete mil judíos. La gran cantidad de habitantes de Jerusalén se explica porque de todas partes los judíos habían subido a celebrar la fiesta de la Pascua. ¡Qué paradoja! Celebraban la pascua, pero habían rechazado al Cordero de Dios. Y por casi dos mil años los judíos perdieron su tierra, desaparecieron como nación y fueron dispersos por todo el mundo. Allí fueron odiados y perseguidos. Hasta de refrán y burla fueron objeto (Deut. 28:37). Una vez más el principio divino se mantuvo. El juicio de Dios vino una vez que el pecado de los judíos hubo colmado su medida. Los juicios del Señor son verdaderos y justos.
Esta generación
Un último ejemplo, será lo que está pronto por suceder. Porque los juicios de Dios también caerán sobre esta generación. Esta será la última vez que sus juicios visiten la tierra. Pero esta vez no será como las otras veces. Esta vez no caerán sobre un pueblo (el amorreo) o una ciudad (Sodoma), sino sobre toda la tierra.
Miremos nuevamente las palabras de Pablo, ahora en su segunda carta a los tesalonicenses: «Y ahora vosotros sabéis lo que lo detiene, a fin de que a su debido tiempo se manifieste. Porque ya está en acción el misterio de la iniquidad; solo que hay quien al presente lo detiene, hasta que él a su vez sea quitado de en medio» (2:6-7). Pablo está profetizando aquí la venida del hombre que será la encarnación misma de la iniquidad. No obstante, dice que ese hombre no puede manifestarse todavía, porque algo o alguien, al presente, tiene frenada la maldad.
¿Por qué está frenada la maldad? Porque hoy todavía vivimos el tiempo de la salvación. La maldad no ha llegado a su colmo, porque Dios la tiene frenada. Nuestro Padre celestial aún mantiene las condiciones necesarias para que cualquiera de los hombres pueda ser salvo. Él no quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento. Su paciencia y su amor han estado disponibles para todos los hombres por más de dos mil años.
Sin embargo, cuando el día de salvación termine y el tiempo aceptable culmine, y para que los juicios de Dios sean justos y verdaderos, Dios quitará el freno de la iniquidad a fin de que la maldad se desate sin ningún impedimento y llegue entonces a su colmo. Una vez más la ira de Dios se hará sentir solo cuando la maldad haya llegado a su colmo. El hecho portentoso, sin embargo, es que la iniquidad no llegará a su colmo hasta que el día de salvación haya terminado. ¡Qué grande es nuestro Dios! ¡Bendita su gracia y su misericordia! Pero una vez que aquel día termine y Dios haya quitado el freno de la maldad, «entonces se manifestará aquel inicuo». «Inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos»(vv. 8-9).
¿Cuál será el objetivo de este hijo del diablo, que Dios permitirá que se manifieste? «Con toda perversidad engañará a los que se pierden por haberse negado a amar la verdad y así ser salvos. Por eso Dios permite que, por el poder del engaño, crean en la mentira. Así serán condenados todos los que no creyeron en la verdad sino que se deleitaron en el mal» (vv. 10-11 NVI). Cuando la maldad se manifieste sin control alguno, todos los que no recibieron el evangelio serán engañados y ya nadie podrá ser salvo. Se harán así dignos de la ira de Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos.
Por eso no es de extrañar lo que leemos en el Apocalipsis, cuando hablando precisamente de los juicios de Dios que vendrán, dice: «El resto de la humanidad, los que no murieron a causa de estas plagas, tampoco se arrepintieron de sus malas acciones ni dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, plata, bronce, piedra y madera, los cuales no pueden ver ni oír ni caminar. Tampoco se arrepintieron de sus asesinatos ni de sus artes mágicas, inmoralidad sexual y robos» (9:20-21 NVI). Ver también Ap. 16:9, 11, 21. En otras circunstancias, habría sido esperable que los que sobrevivieron a las plagas se hubieren arrepentido. Pero no en este caso; ahora ya no hay lugar para el arrepentimiento.
A decir verdad, los juicios de Dios no producen salvación, sino condenación. Por ello, no es de extrañar tampoco que Faraón, en lugar de arrepentirse, se hubiese endurecido una y otra vez, cuando las plagas divinas cayeron sobre los egipcios. El amor de Dios, su paciencia y su salvación, se habían manifestado sobre Egipto en los días de José, hijo de Jacob. Por alrededor de ochenta años, Egipto había sido objeto de la visitación de Dios a través de uno de los «tipos» de Cristo más perfectos de toda la Biblia. Pero ese tiempo ya había pasado. Ahora los juicios de Dios cayeron con toda severidad y no produjeron arrepentimiento alguno.
Los que no conocieron a Dios en su amor, lo conocerán en su ira. Los que menospreciaron la «copa» del nuevo pacto, beberán de las copas de la ira de Dios. Aquellos que no se cobijaron en el Hijo, el cual sufrió la ira de Dios por nosotros, tendrán que enfrentarla directa y personalmente. Pero éstos, sabiendo que es Dios quien hace sentir su ira, en lugar de arrepentirse, le levantan su puño en franca, consciente y suicida rebelión, para que sea evidente a todos que los juicios de Dios son justos y verdaderos.
Cuando los hombres rechazan a Cristo
Una segunda verdad que explica que los juicios de Dios son verdaderos y justos, es aquella que muestra que, teniendo el hombre la oportunidad de escapar de ellos, la rechaza. Es verdad que los pecados del hombre desatan la ira de Dios; sin embargo, no es menos cierto que Dios ha provisto una forma de escapar de ella. El hombre rechaza la oportunidad de librarse de los juicios de Dios cuando, en la práctica, rechaza al Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo.
Las Escrituras indican que él fue objeto de la ira de Dios por nosotros. Isaías anunció: «Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz» (53:5 NVI). Luego, agrega el profeta, que fue Dios quien sometió a tan grande sacrificio al Mesías: «Pero el Señor quiso quebrantarlo y hacerlo sufrir» (v. 10). ¿Por qué? Porque así Jesucristo hizo expiación o propiciación por nuestros pecados.
Por su parte, el apóstol Pablo, en su carta a los romanos, establece que Dios está de tal manera de nuestra parte «que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom. 8:32). Y anteriormente había dicho que «Dios puso como propiciatorio» a Cristo Jesús (3:25). También, en su segunda epístola a a los corintios, Pablo declara que «al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios» (5:21 NVI).
El apóstol Pedro agrega un dato interesante al cuándo del sacrificio de Cristo. Él dice que, aunque Jesucristo estaba «ya destinado desde antes de la fundación del mundo», no obstante, fue «manifestado en los postreros tiempos» (1ª Pedro 1:20). Esto quiere decir que Dios ejerció su paciencia por mucho tiempo antes de descargar su ira sobre su propio Hijo. En efecto, Pablo dice que «anteriormente, en su paciencia, Dios había pasado por alto los pecados» (Rom. 3:25). Ese «anteriormente» se refiere a toda la época antiguo testamentaria. Sin embargo ¿a qué pecados se refiere? ¿A los de todos los hombres de aquella época? No, ya vimos que Dios dejó caer su ira varias veces en el Antiguo Testamento.
Los pecados pasados que Dios pasó por alto fueron solamente aquellos que fueron «cubiertos» por los sacrificios del Antiguo Testamento. Nuestro Dios, en virtud del sacrificio ofrecido, el cual preanunciaba el sacrifico de Cristo, postergaba su ira temporalmente en su paciencia, hasta aquel día en que la descargaría sobre su Hijo Jesús. De esa manera Dios hacía justicia en aquella época y libraba así de su ira a los hombres.
Pero cuando nuestro bendito Señor fue crucificado en la cruz del Calvario, sufrió el castigo de Dios por todos nuestros pecados. Allí, él fue hecho propiciación por nuestros pecados; «y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1ª Juan 2:2). ¡Qué gran salvación es la que logró nuestro Señor! No obstante ¿qué de aquellos que desprecian el sacrificio de Cristo? ¿Qué suerte les espera? El único destino que les espera es enfrentar ellos mismos la ira de Dios. Si a la hora de gustar la ira de Dios, Jesucristo tomó nuestro lugar, ¿qué será entonces de aquellos que lo rechazan?
Finalmente, la condenación no viene a los hombres por sus pecados, sino por no creer en el Hijo de Dios. Es verdad que nuestros pecados despertaron la ira santa de Dios, sin embargo, no es menos cierto que Jesucristo la sufrió por nosotros. Por lo tanto, la condenación de los hombres se produce, en rigor, a causa de no creer en el Salvador. «Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» (Juan 3:17). Pero lamentablemente ésta es la causa de la condenación: «Que la luz vino al mundo, pero la humanidad prefirió las tinieblas a la luz» (Juan 3:19 NVI).
Reconciliando el amor con la justicia
Ahora bien, ¿por qué un Dios de amor requiere satisfacer necesariamente su ira? ¿Por qué en su gran misericordia no era suficiente que tomara una actitud tolerante para con nuestros pecados, o lisa y llanamente se desentendiese totalmente de ellos? Porque en este asunto tres cosas confluyen al mismo tiempo: Su amor, el pecado y su justicia. Su amor busca salvarnos, pero su justicia le impide hacerlo ilegalmente. Dios es amor, pero también es justo. Es su amor lo que Dios busca satisfacer, no su ira; no obstante, es su justicia la que exige que el pecado sea castigado, porque la paga del pecado es la muerte.
Por esta razón podemos decir que Dios tenía un gran conflicto en sí mismo: ¿Cómo conciliar su amor y su justicia? Dios es amor y justicia, y él no puede negarse a sí mismo; él no puede ir en contra de su naturaleza. Dios en su gran amor anhelaba rescatarnos, pero su justicia no le permitía pasar por alto el pecado. Él no es como nosotros. Cuando los hombres, por ejemplo, indultan a un pecador, hacen un gran acto de amor y misericordia. Sin embargo, es un acto sumamente injusto para la víctima y para sus familiares. Y aun cuando, el perdón viniese de la propia víctima o de sus familiares, todavía existiría injusticia en el acto, porque el delito continuaría impune.
Un perdón, para que a la vez sea justo, debe necesariamente hacerse cargo del delito. Aún más, en un caso hipotético, si un tercero se ofreciera a pagar con su vida para salvar al victimario, todavía sería injusto, porque el ajusticiado no es responsable de ese pecado. En este caso se cometería una injusticia con esta tercera persona.
El perdón del Señor, en cambio, no es injusto, porque está basado precisamente en la satisfacción de su justicia divina. ¿Cómo lo Dios hizo entonces? El ofendido pagó el precio. El mismo afectado vino y se sometió al castigo por nosotros. Como dice el hermano Nee: «Cuando el pecado entró en el mundo, el gobierno de Dios fue dañado. El orden que él estableció en el universo fue trastornado; su gloria fue pisoteada; su santidad fue profanada; su autoridad fue rechazada; y su verdad fue mal entendida… Por ser justo, él tenía que juzgar el pecado. Pero debido a que él es amor, tuvo que cargar con los pecados del hombre»1. Así Dios fue justo y, a la vez, el que justifica al que es de la fe de Jesús (Rom. 3:26). Su severidad y su bondad quedaron así reconciliadas y satisfechas.
Por esta razón no es sorprendente que el apóstol Juan diga en su primera carta que «si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados» (1:9). Cuando confesamos nuestros pecados, el perdón del Señor no es solo un acto de amor y de misericordia; es también un acto de justicia. ¿Por qué? Porque si Cristo ya pagó por nuestros pecados en la cruz del Calvario, Dios estaría desconociendo el sacrificio de su Hijo si no nos perdonara. Nuestro Padre estaría con ello cometiendo una injusticia contra su propio Hijo. Aunque parezca increíble, es justo que Dios nos perdone si confesamos nuestros pecados, porque su perdón está basado en su justicia que fue satisfecha en la cruz de Cristo. Hoy, gracias al Señor, reina la gracia; sin embargo, ella reina mediante la justicia. Su perdón no es una bagatela; tuvo por el contrario, un alto precio. Amén.