Y les dijo Jesús: Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres».
– Marcos 1:17.
Quisiera resumir el mensaje que se desprende de este versículo en tres partes. Cada una de ellas representa un aspecto importante en la vida de un hijo de Dios. «Venid en pos de mí…» (el llamamiento). «…y haré…» (el proceso de santificación); y, «…que seáis pescadores de hombres» (la comisión). Entonces tenemos: primero, el llamamiento, luego la santificación o proceso de transformación, y por último la comisión, es decir, el servicio. Estos tres aspectos resumen la vida de un discípulo de Jesucristo.
El llamamiento supremo
Veamos el primero. Marcos 3:13 dice que el Señor llamó discípulos para sí. En el momento en que el Señor decidió escoger de entre la multitud a algunos para que le siguieran, lo hizo de una manera muy clara en cuanto al objetivo de ese llamamiento, que fue para sí. Es decir, hacia Él. Aquí se revela la esencia del llamamiento de Dios. Este es el primer y supremo llamamiento para quienes somos discípulos de Jesucristo.
El versículo dice: «Después subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él». Verso 14: «Y estableció a doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar». Otra vez, vemos estos tres grandes aspectos, el llamamiento, «…llamó a sí»; la santificación, «…para estar con él»; y la comisión, «…para enviarlos a predicar».
Hermanos, el llamamiento de Dios es a conocer a Jesucristo. No existe otro objetivo en el corazón de Dios que el que se nos ha revelado en el Hijo. Jesucristo es el punto de referencia de la vida cristiana hacia el cual caminamos. Por cierto, Él no es un contenido a alcanzar, un concepto a comprender, un conocimiento a razonar, o un libro a escudriñar. Jesucristo es la vida eterna manifestada; es Dios manifestado en carne, como está escrito. «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Juan 1:1). «Y aquel Verbo fue hecho carne…» (Jn. 1:14) ¡Dios se ha revelado en su Hijo!
El apóstol Juan profundiza esta verdad, y en sus cartas nos dice que: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos» (1a Juan).
Aquí encontramos que la revelación de Dios se da en una íntima comunión. Aquello que estaba en el principio, la comunión del Padre, el Hijo y el Espíritu, lo que los teólogos llaman la Trinidad, se manifestó. Es decir, se nos manifestó, para ser conocido por nosotros, el consejo divino que participó activamente en la creación; la relación del Padre y del Hijo que estaba en la eternidad, como una relación tierna de amor, de aceptación mutua, de admiración mutua, que no tiene principio ni fin. Porque en él, Cristo, habita toda la plenitud de la deidad. De allí que el llamamiento es a conocer a Jesucristo.
Juan 17:3 dice: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado». Esta es la vida eterna que hemos recibido, y que se nos ha anunciado: conocer al Padre y conocer al Hijo. Conocer por el Espíritu la comunión que estaba en la eternidad y que hoy se nos ha acercado en el Hijo.
Nuestra incapacidad y la acción del Espíritu
Nuestra mente no alcanza a captar en toda su magnitud esto que nos ha sido anunciado. Nuestra limitación es evidente. Por eso la Biblia lo llama «el misterio escondido», no sólo por el hecho de haber estado velado a nuestra comprensión por tanto tiempo, sino también por su profundidad y plenitud. Pues bien, Dios, que conoce nuestra realidad e imposibilidad de conocerle, nos ha dado por su Espíritu la oportunidad de ser conocido. Hoy ha sido abierta la comprensión del misterio de Dios por el Espíritu. Él mismo se ha encargado de resolver nuestro dilema, y más aún, nos ha hecho participantes de esa misma comunión. Es decir, no sólo podemos conocer y contemplar al Padre y al Hijo por medio suyo, sino también ser parte de esa misma unidad. Como dice el Hijo: «…para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros» (Juan 17:21).
Hermanos, el Padre está en nosotros, el Hijo está en nosotros, el Espíritu está en nosotros. Esta comunión que se ha construido entre nosotros, es la comunión del Padre y del Hijo; es la comunión divina que está en medio de nosotros. Por eso, el llamamiento es a centrarnos en Él. El Padre ama al Hijo eternamente, y eternamente le amará. Y creó, por medio de él y para él, todo el universo. Todo lo existente, visible e invisible, es para el Hijo de su amor, Jesucristo. Y ha querido el Padre que los ojos de todo el universo estén centrados en la persona de Jesucristo. Por eso nos llama a estar con él.
Consecuencias de no mirar a Jesús
La intención de Dios el Padre es que centremos nuestros ojos en Él; porque si no, nuestra situación nos lleva a ponerlos en nosotros, que es lo opuesto al deseo de Dios. Y lo opuesto a la intención de Dios siempre es obra de Satanás, pues éste no tiene su mirada puesta en las cosas de Dios. Como bien dijo el Señor: «¡Quítate de delante de mí, Satanás! porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres» (Mar. 8:33).
Así que el evangelio es la buena noticia de Dios, quien nos ha librado de la potestad de las tinieblas, trasladándonos al reino del amado Hijo. Por tanto, nosotros necesitamos el evangelio. Porque el evangelio nos saca de nosotros mismos, nos saca de nuestro ensimismamiento. ¿Cuánto del pecado es consecuencia de haber sacado la vista del Señor? Y cuando hacemos esto, ¿qué surge de nosotros? Lo malo. Por eso, el llamado es a poner la mira en las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra del Padre.
Los querubines y serafines tienen ojos por todos lados, porque son seres creados para adorarle y contemplarle, para estar permanentemente atendiendo al Hijo, alabándole con todos sus ojos centrados en él. Dios el Padre anhela en su corazón que todo lo creado observe y contemple a Jesús. Es la invitación de Dios, es el deseo de Dios y del Espíritu Santo que está dentro de ti, poner nuestros ojos en el Hijo. El Espíritu no descansa, sino que trabaja día noche en función del Hijo. El Espíritu siempre está dispuesto, como diciendo: «Sí, Padre, voy a ayudar… voy a trabajar en función del Hijo… lo haré con cada hijo tuyo… para que sus ojos se abran y vean la gloria de Dios».
Una gran parte de nuestros trastornos afectivos se deben a que nuestra atención, nuestro dolor, nuestra emoción, están centrados en nosotros. ¡Qué terrible! Somos esclavos de nuestros propios dolores, y éstos nos perturban. Pero, lo que verdaderamente nos perturba es la interpretación que damos a esas cosas, pues tenemos toda nuestra atención en nosotros, y muchas veces estamos en un círculo vicioso, con la atención puesta donde no debemos.
Transformados a su imagen
Veamos Mateo 17:1-2 y 5. «Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz … Mientras él aún hablaba, una nube de luz los cubrió; y he aquí una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd».
Y también 2a Corintios 3:18: «Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor».
Hay una palabra que une estos dos pasajes, y que tiene estrecha relación con lo que estamos hablando. Es la palabra «metamorfosis», que significa cambio de forma. En Mateo, la expresión griega se traduce «y se transfiguró». Pablo dice: «somos transformados».
Uniendo estos dos pasajes, la exhortación apostólica nos enseña que, poniendo nuestra mirada en Jesucristo, nosotros somos «transfigurados» a la misma imagen que contemplamos. Cambiamos de nuestra forma, hacia la forma que contemplan nuestros ojos. Nosotros seremos trasformados en aquello que contemplamos.
Y leemos también 2ª Corintios 4:6: «Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo».
La segunda parte es del versículo inicial que leímos en Marcos dice: «y (yo)os haré que seáis…». Es decir, el Señor es quien transforma. Dios mismo, en Cristo, se encarga de transformarnos a su imagen. Esta transformación, transfiguración o cambio de forma, la realiza el mismo Señor por su Espíritu.
Por lo tanto, cada uno de nosotros –pequeñitos, deformes como somos–, mirando a Jesucristo, somos transfigurados, transformados, de gloria en gloria, como el efecto de un espejo, a la misma gloria que vemos y contemplamos. Hermanos, esto es lo que ocurre cuando ponemos la atención en Jesús.
El propósito del evangelio
Dios, en Cristo, cumplió su propósito de tener muchos hijos. El Hijo, por su parte, trabajó para ello. Como está escrito: –»Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo»–, y luego en la cruz dice: «Consumado es». De esta manera, Dios se proveyó de una familia de muchos hijos semejantes a Jesús, «para que él sea el primogénito –el principal–entre muchos hermanos» (Rom. 8:29). Este es el llamamiento, y proceso en el cual estamos. Todo apunta hacia el Hijo. Si no entendemos esto, la predicación, y todo lo demás es vano.
En el evangelio hubo una mujer que tomó un vaso de alabastro de perfume de nardo puro de mucho precio, y quebrándolo, lo derramó sobre la cabeza de Jesús. Todos alrededor pensaron: ‘Cuánto dinero se ha derrochado en esto’. Entonces el Señor dijo: «De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella» (Mar. 14:9). ¿Lo dicho por el Señor fue por causa de ella? ¿O fue por causa de que esta acción representa lo que es el evangelio? Donde quiera que se predique el evangelio necesariamente se va a contar lo que esta mujer hizo. Porque el evangelio abre los ojos para ver a Jesús y al hacerlo provoca que el corazón sea derramado ante quien es el centro de atención del Universo.
Pescadores de hombres
Entonces, recapitulando, podemos decir que: «Venid en pos de mí», es el llamado a conocer a Jesucristo. «Y os haré…», es nuestra transfiguración a su imagen como consecuencia de ello. Por último, analizaremos: «…que seáis pescadores de hombres».
Esto es la comisión y el servicio. De todo lo anterior se desprende el hecho de que el Señor nos haga algo útil en sus manos. Dios quiere que todos los hombres le conozcan. Para esto constituye y comisiona a hombres transformados por su poder a ser «pescadores de hombres». Nos da un sentido de servicio y amor por lo que él ama.
Y aquí hay un asunto importante a tratar. Cuando uno recorre las iglesias y comparte con los hermanos de distintos lugares, se da cuenta de la poca importancia que le hemos dado a este asunto. La realidad es que no hemos compartido al Señor como se debe, no hemos sido testigos de verdad, menos aun pescadores de hombres. Y ocurre un fenómeno triste, las iglesias locales no crecen numéricamente, y no se renuevan. Y cuando la iglesia local no se renueva, comienza a centrar la atención en ella misma, y todo se vuelve monótono y aburrido.
¿Conocen ustedes el respiro que provoca la llegada de gente nueva a la iglesia? Cuando llegan hermanos nuevos, que recién están aprendiendo los rudimentos del evangelio, surge espontáneamente el servicio y operan los dones. Pero, cuando una iglesia no se renueva, no tiene la comisión de pescar hombres, se va ensimismando y surgen problemas que estancan el proceso de crecimiento, lo que trae mucha tristeza.
Hay hermanos que han dejado de hablar de Jesucristo a sus amigos y parientes, a sus compañeros de trabajo, a sus vecinos. Y esta es una consecuencia directa de tener una relación aburrida con el Señor. Nosotros debemos tener, en cada localidad un testimonio fresco; una visión renovada del Señor, pues de lo contrario va ocurriendo un efecto no deseado por el Espíritu de Dios. Entonces la iglesia local no tiene nada de lo cual testificar, y centra la atención en formas, en cuestiones que no son saludables al espíritu. Tenemos que meditar en esto. ¿Tienes algo para comunicar de Jesucristo? ¡Entonces habla de Jesucristo! ¡Sé un pescador de hombres!
Una cuestión de amor
Hermanos, esta es una palabra muy sencilla; más bien un recordatorio. Ser pescadores de hombres no es un deber, es el producto de una transformación, es una cuestión de amor.
Termino con un pasaje en Cantar de los Cantares 7:10-12. La iglesia le dice al Señor: «Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento». Entonces, la amada ahora dice esto: «Ven, oh amado mío, salgamos al campo, moremos en las aldeas. Levantémonos de mañana a las viñas; veamos si brotan las vides, si están en cierne, si han florecido los granados; allí te daré mis amores». Desde el versículo 10 en adelante, la amada habla en plural. Hasta ahí solo era en singular, pero ahora, después de una relación más profunda, dice: «Amado, salgamos; mostrémosle al mundo nuestro amor, nuestra comunión. Vamos a morar a las aldeas. Salgamos de mañana».Es la iglesia la que sale a hablar del amor de su Amado. Pero no lo hace sola. Lo hace en una relación de amor con el Señor, que sale para ser divulgada, para ser mostrada, y no se queda sólo en la intimidad, mirando hacia adentro. Ahora, es un salir hacia afuera sin nada de lo cual avergonzarse. Salir a mostrar este amor, a mostrar al mundo a nuestro Amado.
Y como dice el último versículo del evangelio de Marcos: «Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían». Qué linda es esta expresión:«…ayudándoles el Señor». La iglesia y el Señor juntos, comprometidos, en las aldeas, en las ciudades y en los campos.
Comprometámonos delante del Señor, como una comisión dada por el Espíritu, no por la ley, para que testifiquemos a un número real de personas en la semana, el mes, y todo el año. Hermanos, el Espíritu estará dispuesto a ello. La presencia del Señor estará comprometida en esta decisión. Es el deseo de Dios predicar el evangelio. La predicación es tan trascendente que implica el comienzo de la obra de Dios y también su culminación, porque está escrito «…será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin» El Señor nos ayude.
Síntesis de un mensaje compartido en Rucacura 2010.