Una palabra acerca de la suficiencia de Cristo en la vida del creyente.
Mientras nuestro Señor Jesús estuvo en la tierra, hizo muchos milagros en respuesta a necesidades específicas de la gente y, al mismo tiempo, con autoridad y sabiduría entregó preciosas lecciones a través de los mismos milagros. Pero, especialmente con respecto a sus discípulos, el Señor preparó ocasiones en forma intencionada, para que en esos momentos ellos pudiesen recibir una impresión más profunda de su persona.
Nuestra mayor necesidad siempre será conocer más y mejor a nuestro Señor Jesucristo. Porque la intención del Padre es darnos a conocer a su Hijo.
En el capítulo 17 del evangelio de Mateo hay algunos acontecimientos con los cuales la mayoría de nosotros estamos bastante familiarizados. Un pasaje paralelo de Lucas relata los mismos hechos, pero con algunos matices que ayudan a la comprensión:«Aconteció como ocho días después de estas palabras, que tomó a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar» (Luc. 9:28). El relato de Mateo dice que Jesús tomó a los tres y los llevó aparte, a un monte alto. Pero aquí, el propósito está bien definido: subió con ellos al monte, a orar.
La expresión «después de estas palabras» alude claramente a la dura reprensión que Pedro recibió tras reconvenir al Señor:«¡Quítate de delante de mí, Satanás! Me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres». Y luego les dice: «¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?».
Al decir estas palabras, el Señor estaba descubriendo la intención, la razón de vivir de los hombres, es decir, ‘ganar el mundo’, ganar fama, tener un buen pasar, luchar por las cosas de este mundo. Entonces, la alegría o los dolores de ‘este mundo’, son el todo del hombre.
Después de haber hablado estas palabras, para consolarles, para darse a conocer un poco más, para marcar la diferencia entre lo que es del mundo y lo que es de Dios, el Señor les toma aparte y sube con ellos al monte a orar.
Para subir al monte, hay que dejar el valle. Avanzaron hacia el monte; fueron de un plano a otro plano. Como queriéndonos decir el Señor a todos: ‘Mira, tú vives en un plano de cosas, preocupado sólo de las cosas terrenales. Yo te llevo a otro plano’. ¡Bienaventurados los que ya han sido llevados a un plano más elevado!
Mateo dice: «…y se transfiguró delante de ellos». Lucas completa la idea: «Y entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente. Y he aquí dos varones que hablaban con él, los cuales eran Moisés y Elías; quienes aparecieron rodeados de gloria, y hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén».
La mirada del Señor no estaba hacia abajo, sino desde el monte hacia arriba, orando. Y entre tanto que oraba, su rostro se vuelve «como el sol cuando resplandece». No hay otra cosa con qué compararlo. Cuando miramos el sol, aunque sea sólo una fracción de segundo, tenemos que cerrar los ojos, porque su resplandor nos ciega.
Recuerden lo que dijimos al principio: Los discípulos no pidieron ir al monte; pero el Señor conocía la necesidad de ellos. Así pasa con nosotros. Yo pienso que necesito algo, pero mi visión es muy estrecha y mi capacidad muy limitada. ¡Sin embargo, el Señor sabe lo que realmente necesito!
El Señor sabía que esos discípulos necesitaban conocer algo más profundo. Hasta ahí, estaban conociendo al Señor de una manera muy limitada. Por ejemplo, cuando el Señor habló de morir, ellos quisieron detenerlo, porque para ellos, la longevidad, vivir muchos años en la tierra, era un valor irrenunciable. Si esa vida se interrumpe… ¡No, no puede ser! La visión de ellos era limitada.
Pero el Señor tenía propósitos más elevados. Era necesario que él muriese por la humanidad entera, que en la cruz pudiese vencer a Satanás el diablo, que pudiese perdonar los pecados de todos los hombres, resucitar al tercer día, ascender a los cielos, y desde allá enviar al Espíritu Santo, y venir ser el Sumo Sacerdote que intercede por todos los hombres. ¡Qué distinta la visión humana de la visión divina!
Entonces, el Señor nos ayuda a salir de este plano, a otro plano más elevado. Y allí, en el monte, ellos tuvieron una revelación, un conocimiento del Señor Jesús que no se hubiesen imaginado nunca. Vieron al Señor de una manera maravillosa, preciosa.
«Y he aquí, les aparecieron Moisés y Elías…». Moisés y Elías son personajes prominentes del Antiguo Testamento. Elías, el gran profeta que hizo descender fuego del cielo; y Moisés, el hombre que estuvo cuarenta días con el Señor en el monte Sinaí, y allí recibió las tablas de la ley, y el diseño de un tabernáculo donde los hombres habrían de acudir para buscar el favor de Dios.
Pero ellos no aparecen para llevarnos de vuelta al sistema del Antiguo Pacto. Ahora, en el Nuevo Pacto, aparecen estos hombres hablando con el Señor acerca de la cruz. El tema de conversación era «la partida del Señor», lo que él iba a vivir en Jerusalén. Qué precioso es este relato, porque no deja lugar a nuestra imaginación, sino que abunda en detalles. Moisés está hablando de la cruz de Cristo; Elías no está recordando viejos tiempos, su atención está en lo que va a ocurrir con el Señor Jesús cuando sea crucificado.
Toda la atención está en la persona del Señor. Él aparece glorioso, resplandeciente. En este relato, el único que no está enfocado sólo en Cristo es Pedro. Pedro nos representa a nosotros, en nuestra debilidad. Nosotros nos dejamos impresionar por las luces; nos confundimos ante las cosas que nos parecen espectaculares y esa confusión nos lleva a poner los énfasis en asuntos secundarios.
Pedro dijo a Jesús: «Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías; no sabiendo lo que decía» (Luc. 9:33). Entonces, como el Padre vio que la atención se estaba desviando, intervino. Hizo callar a Pedro, y dijo estas palabras que resuenan con plena vigencia hasta hoy: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd».
Quedó corregida la ‘buena intención’ del hombre. Todo quedó centrado en el Hijo, nuestro Señor Jesucristo. ¡Gloria al Señor! Moisés y Elías, centrados en Cristo; los ojos de los discípulos, centrados en Cristo. «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd».
¿Está oyendo usted al Hijo de Dios? ¿Está poniendo la atención en Jesucristo, el Hijo de Dios? ¿Dónde está su mirada? ¿Qué es lo que llena su corazón? ¿Qué es lo que más le preocupa a usted? Si no es Cristo, usted ha perdido el rumbo en la vida.
En los días de Moisés, el pueblo necesitaba una ley y un tabernáculo. Hoy día, todo lo que el hombre necesita es al Hijo de Dios. La humanidad no necesita tabernáculos ni ceremonias. ¡Necesita al Hijo! No se necesitan instrucciones religiosas. Se necesita una Persona, ¡a Jesucristo, el Hijo de Dios!
Si usted conoce a esa Persona, usted no necesita nada más; si usted es guiado por esa Persona, usted no se equivocará nunca; si usted es sostenido por esa Persona, usted nunca caerá; si es guardado por esa Persona, nada lo derribará. ¡Todo lo que usted necesita es al Señor Jesucristo! Esta es la voz de Dios. ¡Qué preciosa es la experiencia del monte; qué precioso es ir a estar con el Señor! En el antiguo tiempo, tuvimos un solitario Moisés en el Sinaí; ahora acudieron Pedro, Juan y Jacobo, los tres junto al Señor orando en el monte. Es un nuevo tiempo, un nuevo pacto, es el día del cuerpo y no de los individuos.
Cuando usted se reúne con los hermanos, ¿no es verdad que siente más la presencia del Señor? Hoy día, la oración de un hermano, más la oración del otro hermano y el testimonio de otra hermana, más la canción de los hermanos, elevan nuestro corazón. Nos refrescan el corazón, y cerramos nuestros ojos, y alzamos nuestra voz. Y se cumple la palabra: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». ¡Qué precioso es tener comunión unos con otros, en el Señor! Este es el monte. ¡Qué gran provisión hay en el monte!
En el valle
Si volvemos al relato en Mateo capítulo 17, nos encontramos con otra escena. En el versículo 9 dice: «Cuando descendieron del monte…». El evangelio de Marcos añade otros elementos: «Cuando llegó a donde estaban los discípulos, vio una gran multitud alrededor de ellos, y escribas que disputaban con ellos … Él les preguntó: ¿Qué disputáis con ellos?» (Marcos 9:14, 16).
«Cuando llegaron al gentío, vino a él un hombre que se arrodilló delante de él, diciendo: Señor, ten misericordia de mi hijo, que es lunático, y padece muchísimo; porque muchas veces cae en el fuego, y muchas veces en el agua. Y lo he traído a tus discípulos, pero no le han podido sanar. «Respondiendo Jesús, dijo: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os he de soportar? Y reprendió Jesús al demonio, el cual salió del muchacho, y éste quedó sano desde aquella hora. «Viniendo entonces los discípulos a Jesús, aparte, dijeron: ¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera? «Jesús les dijo: Por vuestra poca fe; porque de cierto os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible. Pero este género no sale sino con oración y ayuno» (Mateo 17:14-21).
Aquí está el otro plano. Tratemos de observar la escena. Recordemos que en el monte había paz; en el monte estaba la gloria del Señor, la voz del cielo y el Hijo resplandeciente.
¡Qué preciosa escena la del monte! Pero, ¡qué tremendo contraste con el valle! Llega una persona agobiada… ¡Qué problema! Tiene un hijo lunático, endemoniado. ¡Qué aflicción para ese padre que buscaba ayuda! Los escribas no se la dieron; los discípulos, impotentes, débiles, fueron incapaces de socorrerle. ¡Y qué decir del muchacho! El demonio quería matarle.
La muerte estaba en el valle. La muerte, la enfermedad, el diablo mismo; las discusiones inútiles de los hombres. Un gentío desordenado, una generación incrédula. El Señor los reprende a todos. Sin discusión, el Señor ama a todas las personas; pero cuando dice esto, está reprendiendo la incredulidad de la gente, ese corazón perverso que deja al Señor afuera. Tal es el valle.
Una pregunta: ¿Cuál es su valle? ¿Qué hay en el valle suyo, ese valle de su alma; ese valle de su propia vida, su corazón? ¿No será que su experiencia se parece mucho a esto que acabamos de leer? Ahí están todas las frustraciones del hombre, sus problemas, el llanto de uno, la necesidad del otro, el que busca ayuda y no la encuentra… Ese es el mundo.
Por cierto el mundo también tiene sus encantos. Pero el mundo, al final de cuentas, es una frustración permanente. No nos extrañemos que haya dolores, angustias, frustraciones, enfermedades y tantas cosas amargas. Esa es la vida del hombre.
Pero, hermanos, ¿qué hizo el Señor Jesús cuando llegó al valle? ¡Qué precioso! Él viene bajando del monte. ¡Qué autoridad la de nuestro Señor! En primer lugar, reprende a sus discípulos. «¿Qué hacen, disputando inútilmente con los escribas?». El Señor comenzó a poner orden. Luego, viene el hombre afligido, quien reclama: «Tus discípulos no fueron capaces de ayudarme». Y el Señor atiende al hombre. Es maravilloso el Señor, que, en medio de la multitud, atiende una necesidad particular; entre miles, se acuerda de uno.
¿Será que, entre los cientos que estamos aquí, habrá una necesidad que el Señor está dispuesto a atender ahora mismo? El Señor no lo postergó, no le dijo: ‘Mira, voy a mandar a mis discípulos que visiten tu casa, y tú deberás abrirles tu corazón’. No le puso ninguna traba. Lo atendió de inmediato: «Traédmelo acá».
Se lo trajeron. Y el Señor no trató con el niño, ¡trató con el demonio! Y el joven «quedó sano desde aquella hora». El Señor que tenemos es poderoso; cuando él manda, los hombres tienen que obedecer; los demonios tienen que huir. El Hijo de Dios sanó al hijo de un hombre. Así es el Señor. Cuando él viene al valle, trae orden, salud y vida.
La angustia de ese padre terminó en ese instante, cuando se encontró con Jesús. Antes había hablado con los discípulos, y había sido defraudado. Tal vez usted ha sido defraudado de algún cristiano. Tal vez alguno de nosotros, en un momento de debilidad, pudo haberlo defraudado terriblemente a usted. ¡Pero la buena noticia es que hay Uno que no le defraudará jamás! Hay consuelo para usted, que ha sido defraudado muchas veces. ¡Venga al Señor!
¡Cómo sufre un padre por el dolor de un hijo, por la enfermedad de un hijo! Si el hijo no dormía, el padre no dormía; en su casa no había reposo. ¿Cuál es tu enfermedad? ¿Hay alguien que depende de ti, a quien no puedes ayudar? ¿Estás buscando ayuda para alguien que depende de ti?
¿Cuánta gente depende de ti? ¿Hijos, sobrinos, nietos? Tú les tienes que alumbrar a ellos. Y, ¿con qué luz les vas a alumbrar? ¡Necesitas al Señor! Tal vez hay un caos en tu casa y tú mismo eres el culpable de ese caos. ¡Tú mismo necesitas al Señor! Este padre necesitaba a Cristo. Es verdad que el muchacho necesitaba a Cristo; pero parece que el padre lo necesitaba más todavía. ¡Bendito es el Señor, que tiene solución, que tiene poder para sanar a ese hijo en un instante! ¡Ese es nuestro Señor!
Hay caos en el valle; hay caos en tu valle. Pero he aquí, hay un Salvador, que no sólo descendió del monte. En realidad, él vino desde la eternidad a este mundo, para que tú y yo le conozcamos a él. Lo que los discípulos necesitaban era tener cerca a su Maestro; el padre de este niño necesitaba a Cristo; lo que este enfermo necesitaba era a Cristo.
Yo necesito más de Cristo, cuando se me confunde la vida, cuando se me entorpece el caminar, cuando no hago bien las cosas. La dolorosa verdad es que todos los que estamos aquí somos expertos en hacer mal las cosas. O nos adelantamos, o nos quedamos; nos enojamos cuando no debemos; hablamos más de lo debido; tomamos decisiones apresuradas, después nos lamentamos; herimos con nuestras palabras, con nuestras actitudes – hasta con nuestros silencios. Somos expertos en echarlo todo a perder.
De los torpes que hay aquí, me declaro el primero. Sin el Señor, no sé qué sería de este hombre; estaría lleno de desgracias; sin Cristo, este mundo sería un valle insufrible. ¡Cómo puede alguien vivir sin Cristo! Tu vida, tu familia, tu persona, tu alma, puede ser un caos permanente, a menos que el Señor venga a poner el orden que tú y yo necesitamos.
Entonces, es verdad que usted necesita sanidad, pero en realidad necesita a Cristo. El Señor no mandó la sanidad desde el cielo, mandó a su Hijo, y su Hijo es el que sana. El Señor no mandó una correcta religión para practicar; mandó a su Hijo, para que su Hijo nos llevara al Padre, y entonces adoráramos a Dios con todo nuestro corazón. ¡Bendito sea Dios, que nos dio a su Hijo!
El Señor, la voz más autorizada del universo, el Creador de todo lo que hay, el Padre que nos dio vida y existencia a todos, el que hace salir este sol, el que mantiene la temperatura del planeta, el que nos alimenta cada día, el Dios ante el cual nos enfrentaremos un día cara a cara, él ha dicho: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd».
Nuestra atención está en el Hijo, siempre en el Hijo. No nos distraigamos por nada. Dios ha dicho: «A él oíd». Y ese: «A él oíd», puede ser también: «A él recibid». Y, si oímos al Hijo, el Hijo dijo estas palabras: «El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él». El Hijo ha dicho: «El que me recibe a mí, recibe al que me envió».
Si usted no tiene al Señor en su vida, ¿cómo enfrenta la vida? Y más aún, ¿cómo enfrentará su muerte? ¿Cómo enfrentará ese momento sin el Señor? ¿Cómo va a vivir la próxima semana? ¿Cómo vivirá el próximo día? ¿Cómo enfrentará el próximo conflicto que se le viene encima?
Nuestra vida no consiste en los bienes que tengamos; nuestra vida es Cristo. No consiste en cuán buenas vacaciones o qué mejor pasar tendremos, porque para nosotros el vivir es Cristo. ¡Bendito sea el Señor! Y nuestra comunión con los hermanos es en Cristo. Y nos reconocemos los que somos hijos de Dios, y lo más precioso es estar juntos, orando juntos. Entonces el Señor ‘se nos transfigura’. Y cuando algo no está claro, él pone orden. ¡Gracias, Señor!
El Señor invita hoy. Estás en el valle, pero ahora él te está invitando a su monte. Él desciende hasta tu valle. ¿Cuál es tu dolor? No hay dolor que él no pueda sanar. ¿Hay algo que te domina, algo que has tratado de superar por todos los medios, pero que aun te controla? Que hoy Satanás pierda, y tú seas libre para el Señor; que desde hoy, tu vida sea una vida de Cristo y para Cristo.
«Bueno es para nosotros que estemos aquí», dijo Pedro. Hasta ahí, estaba bien. Es bueno para nosotros estar con el Señor en el monte; pero es bueno estar también al lado del enfermo, al lado del afligido. En el monte vemos cuán glorioso, poderoso y maravilloso es el Señor; nos aprovisionamos en él, y luego descendemos con él «al valle de este mundo», para bendecir a quienes yacen aprisionados en las tinieblas.
En el monte y en el valle, pero con Cristo siempre. ¡Bienaventurados son aquellos que viven esta experiencia continuamente!
Mensaje evangelístico compartido en Temuco, en Diciembre de 2008.