Un enfoque bíblico sobre la autoridad secular.
Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES».
– Apoc. 19:16.
Vamos a leer en el libro de Apocalipsis, el capítulo 19, desde los versículos 11 al 16, aunque atenderemos solamente al v. 16. Todos los comentaristas concuerdan en que lo que tenemos aquí, es la descripción de la segunda venida de Cristo a la tierra. Y como es propio del libro de Apocalipsis, esto se hace a través de símbolos, figuras y metáforas, que lejos de pretender oscurecer el relato, buscan hacerlo más claro y entendible.
Leamos: «Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES».
El orden creacional de Dios
Casi siempre que hacemos alusión a este nombre de Cristo, «Rey de reyes y Señor de señores», lo hacemos para resaltar el hecho que Jesucristo está por sobre los reyes y señores de este mundo. Lo cual es cierto y, en efecto, es la idea central del texto. Jesucristo es el Rey de los reyes y es el Señor de los señores. No obstante, pocas veces percibimos que en este glorioso título de Cristo hay un reconocimiento implícito de la existencia de reyes y señores en el mundo. Y no sólo un reconocimiento de su existencia, sino un reconocimiento implícito de su legitimidad. Es legítimo que existan reyes y señores en el mundo. Es decir, no es contrario a la ley de Dios que haya reyes y señores en el mundo. Todo lo contrario, su existencia obedece al orden creacional de Dios. En efecto, cuando el apóstol Pablo declara en Colosenses 1:16 que en Cristo «fueron creadas todas las cosas, las que existen en los cielos y las que existen en la tierra, visibles e invisibles», afirma que entre todas esas cosas creadas están los tronos (gr. thronos), los dominios (gr. kuriotes), los principados (gr. arjé) y las potestades (gr. exousía).
¿Qué son estas cosas? Son rangos de autoridad establecidos por el Creador mismo, no sólo en el ámbito espiritual o angélico, sino también en el mundo terrenal, como veremos a continuación en la carta a los Romanos. Dios, quien es el único ser en todo el universo que posee autoridad de manera propia y absoluta, ha establecido o creado estos niveles o posiciones de autoridad en el universo. Los que ocupan estos cargos, ejercen, pues, una autoridad delegada por Dios mismo. Por esta razón, Romanos 13:1, declara que no hay autoridad sino de parte de Dios (o como dice otra versión, «no hay autoridad que no venga de Dios»), y las que existen, por Dios han sido establecidas.
Y continúa el apóstol: «De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste». La actitud cristiana correcta, entonces, hacia las autoridades superiores es, como dice Pablo, la del sometimiento: «Sométase toda persona a las exousías superiores». Nótese que aquí el texto se está refiriendo a las exousías terrenales y no a las del mundo espiritual o angélico.De hecho en el versículo 3 llama a los magistrados «arjontes», término que también aparecía en el texto de Colo-senses 1: 16.
Pero a propósito de la expresión, «sométase toda persona a las autoridades superiores», conviene destacar en este punto, la diferencia entre sometimiento y obediencia. El sometimiento es una actitud y debe, por tanto, ser absoluta; la obediencia, en cambio, es una acción puntual y no necesariamente absoluta, porque cuando una autoridad terrenal transgrede la autoridad de Dios, a los creyentes no nos queda otra alternativa que obedecer a Dios antes que a los hombres. Solamente a Dios debemos un sometimiento y una obediencia absolutas. La obediencia a los hombres, incluida la obediencia a los pastores, es en tanto no transgredan la ley de Dios.
La supremacía de Cristo
Ahora bien, con la misma fuerza que las Escrituras reconocen la existencia, la validez y la legitimidad de los reyes y señores en el mundo, rangos de autoridad que hoy llamamos presidentes, senadores, diputados, alcaldes, concejales, etc., la Palabra de Dios, con la misma fuerza y aún con mayor fuerza, establece que esos reyes y esos señores tienen un Rey y un Señor sobre ellos. Y ese Rey y ese Señor es nuestro bendito Jesucristo. Él es el Rey de los reyes y el Señor de los señores. Jesucristo es el Presidente de los presidentes, el Senador de los senadores, el Diputado de los diputados, el Alcalde de los alcaldes y el Concejal de los concejales.
Por ello, Romanos 13: 4, 6 declara que los reyes y señores con respecto a Dios, no son otra cosa que servidores de Dios. En el ámbito terrenal y con respecto a los demás hombres, son reyes y señores; pero frente a Dios, son siervos (gr. diáconos). Tres veces se establece en el texto que son servidores de Dios. Es por este hecho que en el texto de Colosenses 1: 16 que comentábamos anteriormente, no sólo se establece que todas las cosas fueron creadas en Cristo, sino dice además que fueron creadas por medio de él y para él.
En Romanos 15: 16 Pablo se declara a sí mismo ministro de Jesucristo. Y aquí usa el mismo término griego que en Romanos 13: 6 (gr. leitourgos), pero con una diferencia. Mientras los gobernantes son leitourgos de Dios, Pablo es leitourgos de Cristo. ¿Por qué? Porque Pablo y los creyentes en general creemos y somos seguidores de nuestro Señor Jesucristo y, por tanto, somos servidores de Cristo. Pero una autoridad terrenal no necesariamente es cristiana y, no obstante –y esto es lo asombroso–, es de todas maneras un servidor de Dios, responsable ante el Creador.
Por lo tanto, las autoridades seculares, en el ejercicio de su autoridad, están llamados e impelidos a servir a Dios. La autoridad que ellos ejercen no es propia ni inherente a ellos. Es autoridad delegada por Dios, quien les exige representarla bien y de la cual tendrán que dar cuenta, no sólo a los hombres, sino especialmente a Dios. Todo siervo debe rendir cuentas a su señor. De manera que al ocupar un cargo de servicio público, la primera lealtad no es con la patria ni con el estado, ni con los hombres, sino con Dios, a quien están llamados a servir y a representar.