El proceso de discipulado es un proceso de demolición.
El Señor Jesucristo pasó tres años y medio de ministerio formando a doce hombres. Fue un tiempo de verdadero y auténtico discipulado. El Señor Jesús caminó, comió, enseñó, hizo milagros, durmió y se mostró delante de ellos. Él se reveló en toda su gloria y buscó que sus discípulos lo conocieran. Les reveló al Padre, su Palabra y especialmente el evangelio del reino de Dios. Pero, los discípulos del Señor, depositarios de su Palabra y objetos de su formación, ¿qué posibilidad concreta tenían de asumir y vivir el evangelio del Reino? Sabido es que los discípulos no recibieron el Espíritu Santo, sino hasta el día de Pentecostés (Hechos 2) o, a lo menos, como registra Juan en su evangelio, hasta después de su resurrección, cuando les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn. 20: 22).
En efecto, el Espíritu Santo moraba con los discípulos, pero como testifica el mismo Señor, el Espíritu no moraba en ellos. El Espíritu Santo moraba en ese momento sólo en Jesucristo. El, era el único templo del Espíritu. Sin embargo, como Jesús moraba con los discípulos, el Espíritu, que moraba en él, también moraba con ellos. Pero, en rigor, el Espíritu no moraba en ellos, aunque Jesús prometió, que en el futuro, sí estaría en ellos (Juan 14: 17). Por lo tanto, reiteramos la pregunta: ¿Qué factibilidad real tenían los discípulos de encarnar la Palabra que recibían de Jesús? Según varios comentaristas, los discípulos, en ese período, ni siquiera eran convertidos o salvos, dado que, por no tener el Espíritu, no podrían haber experimentado la regeneración o nuevo nacimiento. No sé si es necesario ir hasta tal extremo, pero, no hay duda que la habitación del Espíritu no era, hasta entonces, la experiencia de ellos.
Por otra parte, entendemos que el Señor Jesucristo debía establecer el reino de Dios, independientemente de las aptitudes de los discípulos para encarnarlo. Dios no puede cambiar sus demandas en virtud de la condición humana, toda vez que la realidad del pecado, propia de la naturaleza humana caída, no es responsabilidad de él. No obstante ¿qué sentido tenía que Jesús revelara el evangelio del Reino de Dios a personas que estaban imposibilitadas de vivirlo? Es difícil pensar que Jesucristo solamente pretendía establecer la verdad, ya que como dice el apóstol Juan, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo (Juan 1: 17).
El Cristo traía no sólo la verdad, sino especialmente la gracia. Por supuesto que la verdad debía ser establecida entre los hombres y no sólo para ser conocida, sino para ser vivida. El problema, sin embargo, era que las demandas del Reino de Dios eran demandas divinas, celestiales; los discípulos, en cambio, vivían en condiciones humanas y terrenas. Para la naturaleza humana caída, las demandas del Reino no son connaturales. En definitiva, la exposición de las verdades del Reino de Dios podría darles a los discípulos la visión de lo que tenían que vivir y encarnar, pero no el poder para hacerlas.
¿Tenía sentido entonces que el Señor pidiera, exigiera y demandara de sus discípulos el cumplimiento del sermón del monte, por ejemplo? Para acercarnos a una posible respuesta, debemos preguntarnos si, mientras los discípulos oían a su Maestro, ¿estarían conscientes de su total incapacidad para cumplir lo que escuchaban?
Como veremos más adelante, los discípulos no estaban conscientes de su verdadera condición. A decir verdad, nunca el hombre ha estado consciente de su verdadero estado. El hombre está ciego y la única posibilidad que se conozca a sí mismo, está en que Dios mismo le revele su condición. Descubrir nuestra total impotencia es toda una revelación. Hasta que no llega ese momento, todos nosotros respondemos frente a las demandas divinas, tal como lo hiciera el pueblo de Israel cuando le fue entregada la ley: «Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos» (Éxodo 24: 7). Es verdad que Pablo dice «que por la ley ninguno se justifica para con Dios» (Gálatas 3: 11). Pero ese juicio es espiritual y no significa que los hombres lo hayan entendido desde el principio. Todo lo contrario, muchos no solo creían que podían guardar la ley, sino que lo presumían. En efecto, no sólo hombres como Saulo de Tarso o como el joven rico presumían de guardar la ley, sino los fariseos, los esenios y otros también lo hacían.
La confusión anterior se agrava aún más con la idea tan lógica, y por lo mismo, tan prevaleciente en la mentalidad cristiana, que si Dios exige algo del hombre, es porque éste puede cumplirlo. De otra manera, ¿cómo Dios pediría algo que el hombre no puede cumplir? Pero, precisamente, es en esta supuesta incoherencia divina donde podemos encontrar la respuesta a la pregunta inicial que nos hemos hecho: ¿Tenía sentido que Jesús exigiera una conducta celestial a hombres pecadores? La respuesta es sí, definitivamente sí. Pero, no porque el Señor esperara que sus discípulos cumplirían sus demandas, sino porque su primer objetivo era que los discípulos chocaran una y otra vez con sus mandamientos, hasta que experimentaran su total incapacidad de cumplirlos.
Su pedagogía sería permitir un fracaso tras otro hasta que sus discípulos quedaran vacíos de sí mismos, para entonces ser llenados con la vida del Resucitado. Y aquí está el punto. Jesucristo, efectivamente, traía la gracia de Dios a los hombres, pero, por alguna razón que nos resulta difícil de entender, él no comenzó hablándoles de la gracia, sino de la verdad. Jesucristo sabía mejor que nadie, que la única manera de preparar el corazón del hombre para recibir la gracia de Dios, era precisamente hacer que los hombres experimentaran primero su absoluta impotencia de guardar la verdad.
Muchos de nosotros, en un total desconocimiento de la realidad, hemos envidiado la oportunidad privilegiada que tuvieron los primeros discípulos del Señor: Ser discipulados directamente por Jesús. Cuando imaginamos esa situación, la envolvemos de tanto romanticismo y misticismo, que es difícil no exhalar un: ¡Ooohhh! Pero, nada más lejos de la realidad. Para los discípulos seguir a Jesús fue una experiencia terrible. Una y otra vez sintieron que no daban la medida. Fueron muchos los papelones y las vergüenzas que pasaron. Él era tan distinto a ellos, que fueron poco a poco llenándose de miedo y confusión. El trato de Jesús fue muchas veces severo.
En definitiva, el proceso de discipulado fue todo un proceso de demolición de los discípulos. Lo único que los sostuvo y los mantuvo sin desistir del proceso fue el innegable y glorioso hecho de que Jesucristo «había amado a los suyos que estaban en el mundo… hasta el fin» (Juan 13: 1). «Hasta el fin» no sólo significa que los amó hasta el último día, sino hasta el extremo, esto es, hasta dar la vida por ellos.