Descripción, causas, y tratamiento.
¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío … ¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí? Espera en Dios, quien es la salud de mi rostro, y el Dios mío”.
– Salmo 42:5; Salmo 42:11, Reina-Valera 2000.
La descripción más simple del libro de los Salmos es que él era el libro inspirado de oración y alabanza de Israel. Contiene la revelación de la verdad, no de forma abstracta, sino en términos de la experiencia humana. La verdad revelada está impregnada de emociones, anhelos y sufrimientos del pueblo de Dios por las circunstancias que tuvieron que enfrentar.
Debido a eso, los salmos siempre han sido una fuente de aliento y ánimo para el pueblo de Dios a través de los siglos – tanto para los hijos de Israel como para la Iglesia cristiana.
En el Salmo 42, el salmista se siente desdichado y perturbado, y por eso se desahoga con estas dramáticas palabras: «¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío». Esta declaración, que se encuentra dos veces en este salmo, es también repetida en el salmo siguiente.
El salmista está compartiendo su perturbación, la infelicidad de su alma, y las circunstancias por las que estaba atravesando, cuando escribió estas palabras. Él nos cuenta el motivo de su perturbación. Probablemente en aquel período le fue impedido unirse a los demás en adoración en la casa de Dios. Pero no es sólo eso: él estaba claramente siendo atacado por ciertos enemigos. Había personas que estaban haciendo todo lo posible para deprimirlo – y él relata eso. Con todo, estamos interesados particularmente en la manera como él enfrenta la situación y por la cual trata consigo mismo.
En otras palabras, nuestro asunto es lo que podríamos describir como «depresión espiritual», sus causas y la manera cómo tratarla. Es interesante notar la frecuencia con que este asunto es tratado en las Escrituras. Esto nos lleva a la conclusión de que es un problema muy común, y que parece haber afligido al pueblo de Dios desde el principio, pues tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento lo describen y lo tratan ampliamente. Esto por sí sólo sería razón suficiente para llamar nuestra atención, pero también lo hago porque parece ser un problema que está afligiendo al pueblo de Dios de forma particular en la actualidad.
Examinando el problema
Por ahora, quiero abordar este asunto de manera general. Quiero examinar y considerar las causas generales, y también evaluar la manera en que debemos tratar el problema en nosotros mismos, si es que estamos padeciendo de él.
Sería imposible encontrar una descripción mejor de la que es dada por el salmista en el salmo 42. Es un cuadro extraordinariamente preciso de la depresión espiritual. Lean las palabras y casi podrán ver al hombre, perturbado y abatido. Es casi posible ver eso en su rostro.
En relación con eso, noten la diferencia entre el versículo 5 y el 11. Versículo 11: «¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí? Espera en Dios, quien es la salud de mi rostro, y el Dios mío». (Sal. 42:11, RV 2000). En el verso 5 él dice: «¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío». En este versículo él dice que hay socorro en la presencia de Dios; pero en el versículo 11 él habla de «mi rostro».
En otras palabras, el hombre que se siente abatido, desanimado y miserable, que está desdichado y deprimido, siempre revela eso en su rostro. Él parece preocupado y perturbado. Basta mirarlo, y se percibe su condición. «Sí», dice el salmista, «pero cuando realmente miro a Dios, y me siento mejor, mi rostro también mejora» – «él es la salud de mi rostro». Aquella apariencia cansada, perturbada, afligida, inquieta, perpleja e introspectiva se deshace, y yo paso a comunicar una impresión de paz, tranquilidad y equilibrio.
Pero contemplen de nuevo el cuadro que este pobre hombre presenta. Parece estar cargando el mundo sobre sus hombros. Está abatido, triste, perturbado, perplejo. No sólo eso, también nos dice que llora: «Fueron mis lágrimas mi pan de día y de noche». Él llora porque está en un estado de perplejidad y temor. Está preocupado consigo mismo, con lo que está sucediendo con él, y perturbado con los enemigos que lo están atacando e insinuando cosas sobre él y sobre su Dios. Todo parece estar encima de él, aplastándolo.
Él no logra controlar sus emociones, y llega al punto de perder el apetito. Dice que sus lágrimas han sido su pan. Todos estamos familiarizados con este fenómeno. Si alguien está ansioso o preocupado, pierde el apetito. De hecho, la comida le parece casi repugnante.
Uno de los problemas resultantes de la depresión espiritual es que, con frecuencia, cuando sufrimos de ella, no estamos conscientes de la impresión que estamos causando en los demás. Si tuviésemos la capacidad de vernos a nosotros mismos como los demás nos ven, ese sería muchas veces el paso decisivo para la victoria y la liberación. Es bueno mirar hacia nosotros mismos, intentando visualizar el cuadro que estamos mostrando a los demás como una persona deprimida, llorosa, que no quiere comer, ni ver a nadie, y está tan preocupada con sus problemas que comunica a todos un cuadro de depresión y miseria.
Primera causa: el temperamento
Habiendo descrito el problema de forma general, quiero ahora mencionar una de sus causa generales. Yo no dudo en poner, en primer lugar y por encima de todo, el temperamento.
A fin de cuentas, es un hecho que las personas son diferentes en temperamento y personalidad. ¿Alguien se sorprende de que yo ponga esto en primer lugar? O tal vez usted argumente: «Cuando usted habla de los cristianos, no debería abordar el asunto del temperamento, o tipo de personalidad. Pues el cristianismo elimina todo eso, así que usted no debería considerar ese aspecto como influyendo en este asunto». Pues bien, esa objeción es válida, y debe ser respondida.
Quiero comenzar dejando bien claro que el temperamento, el perfil psicológico y nuestra personalidad, no tienen la más mínima influencia en lo tocante a nuestra salvación. No importa cuál sea nuestro temperamento, somos todos salvos del mismo modo, por el mismo acto de Dios en y a través de su Hijo, nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Nosotros nos gloriamos en el hecho –y de esto hay pruebas abundantes– de que todo y cualquier tipo concebible de temperamento fue, y todavía es, encontrado hoy en la Iglesia del Dios vivo. Pero aunque yo enfatice con todo mi ser que el temperamento no incide de manera alguna en nuestra salvación, quiero igualmente enfatizar que él hace una enorme diferencia en la experiencia concreta de nuestra vida cristiana. Y cuando estamos tratando de un problema como la depresión espiritual, esta cuestión del temperamento debe ser uno de los primeros factores en ser considerado.
En otras palabras, de acuerdo con mi comprensión de la enseñanza bíblica sobre este asunto, no hay nada más importante que la necesidad de conocernos a nosotros mismos, y eso, tan pronto como sea posible. Pues el hecho es que, aunque seamos todos cristianos, unidos en un mismo «cuerpo», todos somos diferentes, y los problemas y las dificultades, las tribulaciones y las perplejidades que enfrentamos son, en gran medida, determinadas por las diferencias de temperamento y tipos de personalidad.
Todos participamos de la misma batalla, es claro, pues todos compartimos de la misma salvación común, y tenemos una misma necesidad básica. Pero las manifestaciones del problema varían de un caso a otro, y de una persona a otra. No hay nada más ocioso, al tratar este problema, que suponer que todos los cristianos son idénticos en todos los aspectos. No lo son – y Dios jamás planeó que así fuesen.
Este punto puede ser mejor ilustrado por un ejemplo tomado de otra esfera. Todos nosotros somos seres humanos, básicamente con la misma constitución física, sin embargo, sabemos muy bien que no hay dos personas idénticas. En verdad, somos todos diferentes en muchos aspectos. Ahora, muchas veces encontramos personas que defienden estilos de vida, o métodos de tratamiento de enfermedades, que ignoran completamente este hecho fundamental, y por lo tanto, están obviamente erradas. Ellas recetarían la misma dieta para todo el mundo. Prescriben un régimen universal, afirmando que va a sanar a todo el mundo. Eso, creo, es imposible; es básicamente errado.
Muchas veces he dicho que la primera ley fundamental de la dietética se resume en aquel dicho inglés, que traducido dice más o menos lo siguiente: «Juan Pérez no podía comer gordura, su mujer no podía comer carne». ¡Es cierto! Es una declaración graciosa, en un sentido, pero por otro lado, es un principio fundamental de la nutrición. Juan Pérez tiene una constitución diferente de la de su mujer, y sugerir que la misma dieta sería perfecta para ambos es un error fundamental.
Menciono esto para ilustrar esa tendencia a reglamentar; y el punto que quiero aclarar es que no podemos establecer leyes así generalizadas y universales, como si los hombres fuesen máquinas. Es equivocado en la esfera física, como lo acabo de demostrar, y es mucho más equivocado en la esfera espiritual.
Es bien obvio que podemos dividir a los seres humanos en dos grupos básicos – los introvertidos y los extrovertidos. Hay un tipo de persona que está permanentemente volcada hacia adentro de sí misma, y otro tipo cuya atención está, en general, volcada hacia fuera. Y es muy importante comprender, no sólo que pertenecemos a uno de esos dos grupos, sino también que el problema de depresión espiritual tiende a afectar a uno de esos grupos más que al otro.
Hay un tipo de persona que es especialmente vulnerable al problema de la depresión espiritual. Eso no significa que esas personas sean peores que otras. En verdad, yo podría sustentar, con buena base, que las personas que más se han destacado de forma gloriosa en la historia de la Iglesia eran, muchas veces, del tipo de personas que estamos considerando. Algunos de los mayores santos eran introvertidos; el extrovertido generalmente es una persona más superficial.
En la esfera natural existe el tipo de persona que está siempre haciendo autoanálisis, evaluando todo lo que hace, y preocupándose con los posibles efectos de sus acciones, siempre mirando para atrás, siempre llena de remordimientos fútiles. Puede ser algo que fue hecho una vez para siempre, pero ella no logra olvidarlo. No puede deshacer lo que fue hecho, mientras pasa todo el tiempo analizándose, culpándose y condenándose. Ustedes están familiarizados con este tipo de personas. Ahora, todo eso también es transferido a la esfera del espíritu, afectando su vida espiritual. En otras palabras, existe el peligro de que tales personas se tornen mórbidas.1 Yo ya dije que podría mencionar nombres. Ciertamente uno de ellos fue el gran Henry Martin. No se puede leer la vida de ese gran hombre de Dios sin llegar a la inmediata conclusión de que él tenía una personalidad introspectiva. Era introvertido, y sufría de una clara tendencia hacia la morbidez y la introspección.
Esos dos términos nos recuerdan que el problema fundamental de esas personas, es que ellas muchas veces no cuidan de establecer la línea divisoria entre el autoanálisis y la introspección. Todos concordamos con la necesidad de examinarnos a nosotros mismos, pero también concordamos que la introspección y la morbidez son cosas nocivas. ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre el autoanálisis y la introspección? Yo diría que atravesamos la línea divisoria entre autoanálisis e introspección cuando no hacemos otra cosa sino examinarnos, y cuando este autoanálisis se torna el fin dominante de nuestra vida.
Debemos examinarnos periódicamente, pero si lo hacemos constantemente, colocando, por decirlo así, nuestra alma en un recipiente para disecarla, eso es introspección. Y si estamos siempre hablando con los demás respecto de nosotros mismos, de nuestros problemas y dificultades, y nos aproximamos a ellos con cara larga diciendo: «¡Tengo tantos problemas!» – probablemente eso significa que tenemos siempre toda nuestra atención centrada en nosotros mismos. Esto es introspección, y puede conducir a la condición conocida como morbidez.
Este es, entonces, el punto desde donde debemos comenzar. ¿Nos conocemos a nosotros mismos? ¿Sabemos cuáles son las áreas específicas de peligro para nosotros? ¿Sabemos en qué somos especialmente vulnerables? La Biblia está repleta de enseñanzas sobre eso. Ella nos exhorta a ser cuidadosos respecto de nuestras fortalezas y nuestras debilidades.
Tomemos a Moisés como ejemplo. Él era el hombre más manso que había sobre la tierra, según la Biblia; y, sin embargo, su mayor fracaso tuvo que ver exactamente con eso. Él afirmó su propia voluntad y cayó en la ira. Tenemos que vigilar tanto nuestras fortalezas como nuestras debilidades. La esencia de la sabiduría es comprender este hecho fundamental sobre nosotros mismos. Si yo, por naturaleza, soy un introvertido, tengo que ejercer una vigilancia constante y advertirme a mí mismo sobre eso, para no caer inconscientemente en un estado de morbidez. De la misma manera, el extrovertido necesita conocerse a sí mismo, manteniendo vigilancia contra las tentaciones peculiares de su naturaleza. Algunos de nosotros, por naturaleza y debido a nuestro temperamento, somos más susceptibles a la enfermedad llamada «depresión espiritual» que otros.
Pertenecemos al mismo grupo que Jeremías, Juan Bautista, Pablo, Lutero y muchos otros. ¡Una compañía muy selecta! Sí, pero no se puede pertenecer a ella sin ser especialmente vulnerable a este tipo específico de tribulación.
Segunda causa: Condiciones físicas
Ahora pasemos a la segunda gran causa: condiciones físicas. ¿Sorprende esto a alguien? ¿Hay alguien que piensa que la condición física de su cuerpo no importa porque ya es cristiano? Bien, si piensa así, no va a tardar en sufrir una desilusión. La condición física tiene mucho que ver con todo esto. Es difícil marcar una línea divisoria entre esta causa y la anterior, porque el temperamento parece ser controlado, hasta cierto punto, por condiciones físicas – y en verdad hay personas que, al parecer, son físicamente vulnerables al problema de la depresión espiritual.
En otras palabras, existen ciertas debilidades físicas que tienden a causar depresión. Pienso que Thomas Carlyle fue un buen ejemplo de eso. O tomemos aquel extraordinario predicador inglés del siglo XIX, Charles Haddon Spurgeon. Ese gran hombre era sujeto a la depresión espiritual, y la explicación, en su caso, sin duda era el hecho de que él sufría de gota,2 el problema que terminó causando su muerte. Él tuvo que enfrentar ese problema de depresión espiritual muchas veces en su forma más intensa.
Hay muchas personas que me buscan por su problema de depresión, en cuyos casos resulta obvio para mí que la causa del problema es, principalmente, física. Están incluidas en este grupo de causas físicas: cansancio, agotamiento, «stress», o cualquier tipo de enfermedad. No se puede aislar lo físico, separándolo de lo espiritual, pues somos cuerpo, mente y espíritu. Los mejores cristianos son más propensos a ataques de depresión espiritual cuando están físicamente débiles – y encontramos grandes ilustraciones de eso en la Biblia.
A esta altura quiero decir una palabra de advertencia. No podemos olvidar la existencia del diablo, ni permitir que él nos engañe, considerando espiritual aquello que es fundamentalmente físico. Pero por otro lado, debemos ser cuidadosos en esta distinción en todos los aspectos; porque, si echamos toda la culpa a nuestra condición física, podemos hacernos culpables en un sentido espiritual. Sin embargo, si reconocemos que nuestro físico puede ser parcialmente responsable por nuestro problema espiritual, y tenemos eso en cuenta, será más fácil tratar lo espiritual.
Tercera causa: El problema de la «reacción»
Otra causa frecuente de la depresión espiritual es lo que podríamos llamar «reacción» – reacción a una gran bendición, o a una experiencia extraordinaria o fuera de lo común. Pretendo llamar la atención al caso de Elías, sentado debajo del enebro. No tengo ninguna duda de que su problema era que él estaba sufriendo una reacción a lo que había sucedido en el Monte Carmelo (1 Reyes 19). Abraham tuvo la misma experiencia (Génesis 15). Por eso, cuando alguien viene a contarme de alguna experiencia extraordinaria que tuvo, yo me alegro con la persona, dando gracias a Dios; pero luego me dispongo a observarla atentamente, por si hay alguna reacción. Eso no sucederá obligatoriamente, pero puede darse si no estamos conscientes de esa posibilidad. Si sólo comprendiésemos que cuando Dios se agrada en darnos una bendición especial, deberíamos redoblar nuestra vigilancia, así podremos evitar esa reacción.
Cuarta causa: El enemigo de nuestras almas
Pasemos a la causa siguiente. En cierto sentido, en último análisis, esta es la única causa de depresión espiritual – es el diablo, el enemigo de nuestras almas. Él puede usar nuestro temperamento y nuestra condición física. Él nos manipula de tal forma que acabamos permitiendo que nuestro temperamento nos controle y gobierne nuestras acciones, en vez de mantenernos nosotros en control de él. Son incontables los medios por los cuales el diablo causa la depresión espiritual.
Tenemos que acordarnos de él. Su objetivo es deprimir al pueblo de Dios, de tal forma que él pueda ir al hombre del mundo y decirle: «Mira el pueblo de Dios, ¿tú quieres ser así?». La estrategia del adversario de nuestras almas, el adversario de Dios, es llevarnos a la depresión.
En verdad, puedo resumir este asunto de la siguiente forma: la causa básica de toda depresión espiritual es la incredulidad, pues si no fuese por ella ni el diablo podría hacer cosa alguna. Es porque prestamos atención al diablo en vez de oír a Dios, que caemos derrotados ante los ataques del enemigo.
Por eso es que el salmista continúa diciéndose a sí mismo: «Espera en Dios, porque aún he de alabarle». El vuelca su pensamiento hacia Dios. ¿Por qué? Porque él estaba deprimido, y se había olvidado de Dios, de manera que su fe en Dios y en su poder, y su confianza en la relación que tenía con el Señor, no eran lo que deberían ser.
Podemos, por lo tanto, resumir todo eso afirmando que la causa fundamental es pura y simple incredulidad.
Tratamiento: Asumiendo el control de nosotros mismos
Hasta aquí hemos examinado las causas. ¿Y en cuanto al tratamiento? En resumen, la primera cosa que por ahora necesitamos aprender es lo que el salmista aprendió – necesitamos asumir el control de nosotros mismos. Este hombre no se contentó con quedarse sentado, sintiendo lástima de sí mismo. Él hizo algo al respecto: Asumió el control de sí mismo.
Pero él hizo todavía una cosa más importante: Habló consigo mismo. Él se volcó hacia sí, diciendo: «¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí?». Habla consigo mismo, argumenta consigo mismo. Sin embargo, alguien pregunta: ‘Pero, ¿no es exactamente eso lo que debemos evitar, ya que tomar demasiado tiempo con uno mismo es una de las causas del problema? ¡Eso contradice sus declaraciones anteriores! Fuimos advertidos contra la introspección y morbidez, y ahora nos dice que debemos hablar con nosotros mismos!’.
¿Cómo podemos armonizar las dos cosas? De esta manera, ¡yo estoy diciendo que debemos hablar con nuestro ‘yo’ en vez de permitir que nuestro ‘yo’ hable con nosotros! ¿Entienden lo que eso significa? Estoy diciendo que el mayor problema en toda esta cuestión de la depresión espiritual, en un sentido, es que permitimos que nuestro ‘yo’ hable con nosotros, en vez de nosotros hablar con nuestro ‘yo’.
¿Estoy intentando ser deliberadamente paradójico? De ningún modo. Eso es la esencia de la sabiduría en esta cuestión. ¿Ya percibieron que una gran parte de la desdicha y perturbación en sus vidas provienen del hecho que se están escuchando a sí mismos en vez de hablar consigo mismos?
Por ejemplo, consideren los pensamientos que les vienen a la mente cuando despiertan por la mañana. Ustedes no los originaron, pero esos pensamientos comienzan a ‘hablar’ con ustedes, trayendo de vuelta los problemas de ayer, etc. Alguien está hablando. ¿Quién les está hablando? Su ‘yo’ está hablando con ustedes.
Ahora, lo que el salmista hizo fue lo siguiente: en vez de permitir que ese ‘yo’ hablase con él, él comenzó a hablar consigo mismo. «¿Por qué te abates, oh alma mía?», pregunta él. Su alma estaba deprimida, aplastándolo. Por eso, él se dirige a ella diciendo: ‘Oye por un momento, yo quiero hablar contigo’. ¿Ustedes entienden de qué estoy hablando? Si no, es porque todavía no han tenido mucha experiencia en estas cosas.
El mayor arte en este asunto de la vida espiritual es saber cómo dominarse.
Un hombre necesita tener control sobre sí mismo, debe hablar consigo mismo, exhortarse y examinarse a sí mismo. Debe preguntar a su alma: ‘¿Por qué te abates? ¿Cómo te puedes abatir así?’.
Usted, lo mismo que el salmista, necesita volverse a sí mismo –reprendiendo, censurando, reprobando, exhortando– y diciéndose a sí mismo: «Espera en Dios», en vez de refunfuñar y murmurar de esa manera desdichada y deprimida.
Y entonces debe continuar, acordándose de Dios: quién es él, lo que él es, lo que él ha hecho, lo que él ha prometido hacer. Habiendo hecho eso, concluya con esta nota de triunfo: desafíese a sí mismo, desafíe a los demás, desafíe al diablo y a todo el mundo, diciendo con el salmista: «Aún he de alabarle. Él es la salud de mi rostro, y el Dios mío».
Esta es, en resumen, la esencia del tratamiento. La esencia de esta cuestión es entender que este nuestro ‘yo’ interior –esta otra persona dentro de nosotros– necesita ser controlado. No le preste atención –hable con él, reprobando, censurando, exhortando, animando, acordándose de aquello que usted sabe– en vez de oír plácidamente lo que él tiene que decir, permitiéndole que lo lleve al desánimo y la depresión.
Ciertamente esto es lo que siempre él hará, si usted le entrega el control. El diablo intenta controlar nuestro ‘yo’ interior, usándolo para deprimirnos.
Necesitamos levantarnos, y decir como el salmista: «¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí?». ¡Basta ya de eso! «Espera a Dios, la salud de mi rostro, y el Dios mío».
D.M. Lloyd-JonesTomado del libro homónimo, capítulo 1. (Traducción del portugués).