Una vislumbre de la pasión de Cristo.
Entonces le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos, y otros le abofeteaban».
– Mateo 26:67.
El registro del juicio a Jesús presenta una escena febril y alborotada. Si pudiésemos leerla hoy por primera vez, suspenderíamos la respiración ante el rápido suceder de acontecimientos inesperados. Allí están las figuras fantasmagóricas preparadas para aprisionarlo, con sus rostros aterradores, sus pasos furtivos y sus antorchas guiñando por entre los árboles; en seguida viene el quebrantado discípulo que, desenvainando la espada, hiere al siervo del sumo sacerdote. En la sala del juicio hay confusión, porque nadie está preparado para dar testimonio.
A fin de encubrir su vergonzosa conducta, los agitadores sobornan dos hombres para testificar contra Jesús. La justicia se presentó disfrazada en sus propias cortes. Las leyes de justicia, verdad y honra fueron traicionados en su propia ciudadela. La causa fue cruelmente juzgada de antemano. La corte resolvió, anticipadamente, condenarlo a muerte. El interrogatorio de los testigos no fue más que una farsa. La emoción se levantó como una marea creciente y desbordó, anulando todo y cualquier escrúpulo.
La humillación más dolorosa
El sumo sacerdote, que era el punto focal de aquella tempestad de cólera y odio, intenta, con juramentos y lenguaje violento, forzar un viraje por parte de Jesús. Sin embargo, queda más perturbado con la respuesta de Cristo, y rasga sus vestiduras. Su agitación afecta al pueblo, haciendo surgir sentimientos peligrosos y adversos; y, tomando por un momento la ley en sus propias manos, ellos avanzan sobre Jesús y «le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos». Es difícil imaginar humillación más dolorosa que ésta. Se trata de la peor afrenta que alguien puede ser llamado a soportar. Pocos tienen la ocasión de pasar por esto. La deshonra jamás fue menos merecida, ni jamás fue tan valerosamente soportada. Durante aquella hora aterradora y convulsionada, nuestro Señor se condujo con serena dignidad. Los demás estaban enloquecidos, llenos de furia incontrolable; sólo él se mostraba calmo y tranquilo. Su victoria sobre sí mismo era mayor que su victoria sobre sus enemigos. En tales experiencias de provocación «aquel que se enseñorea de su espíritu es mejor que el que toma una ciudad».
Él soportó la mayor provocación que los sentimientos humanos podrían soportar sin exacerbarse. Las cosas que provocan e irritan la sensibilidad humana pueden ser de los más diversos tipos. Ellas pueden venir en forma de insultos al espíritu o injurias a la carne. Nosotros nos ofendemos con simples descortesías. Existen ciertos elementos explosivos que rompen en llamas a la menor provocación. Quedamos resentidos frente a la más insignificante sospecha de desconsideración. Perdemos el sueño y casi perdemos el alma cuando pensamos que no estamos siendo respetados o considerados. Los celos queman como una llama abrasadora si otro es preferido en nuestro lugar en la sociedad. Nuestra naturaleza indisciplinada nos expone a muchas heridas y siempre agrava el dolor. Nuestros sentimientos nos tornan insensatos.
Lo que sucedió a Jesús nos avergüenza de nuestra ira y nuestro resentimiento, cualquiera sea nuestra provocación. Él sufrió un trato brutal, soportó las mayores insolencias concebibles y las más humillantes injurias. «Ellos lo golpearon – le dieron de bofetadas en el rostro». Cada uno de nosotros ha observado suficientemente la naturaleza humana para saber que uno de los primeros impulsos de la carne, cuando es provocada por el procedimiento de alguien, es golpear a esa persona en la cara. En este único acto, el resentimiento de años puede haber encontrado expresión. La emoción llegó a ser incontrolable. El mal genio explotó. La furia se tornó ingobernable. Y, si todo fue el impulso irreflexivo de una hora turbulenta, o el acto calculado de una ofensa agravada, esto expresó, más fuertemente que palabras, una emoción reprimida por mucho tiempo.
Nuestra observación también nos ha enseñado que el primer y habitual impulso del que ha sido herido es retribuir. La ley de la venganza está escrita en nuestra carne. Esta es una ley del maligno. Si refutamos palabras con palabras, insultos con insultos, armas con armas, tocaremos el fondo del abismo antes de terminar. Más de Él está escrito que «cuando le maldecían, no respondía con maldición».
La provocación deshonrosa no se detuvo en los golpes: «Entonces le escupieron en el rostro». Si los golpes expresan resentimiento y cólera, el hecho de escupir exprime la más alta repugnancia y desprecio. Nosotros contemplamos este trato dado a Jesús con el espíritu enmudecido y el corazón pasmado. Quedamos mudos de espanto. Esta es una revelación de las infamias de que la naturaleza humana es capaz. La historia demuestra la capacidad oculta de nuestra naturaleza inclinada a traiciones sombrías y abandonos inhumanos. Los vínculos más cercanos de parentesco son cruelmente violados. Los más bellos afectos humanos son aplastados y pisoteados por la codicia de la carne. Las crueldades infligidas, los crímenes cometidos a sangre fría y revelados en nuestros periódicos, son un índice de la degradación y de las perversas tendencias que se esconden en lo íntimo del hombre.
¿De dónde vienen las guerras, con todas sus horrendas desolaciones? Ellas tienen su origen en el corazón humano: envidia, codicia, ambición, concupiscencia, avaricia, orgullo – estas son las fuentes de discordias y guerra entre hombres y naciones. Con tales males diseminados por la tierra, ¿puede la pureza sentirse protegida, la virtud segura, la honra asegurada? Cuando las pasiones son incendiadas, los hombres echan fuera toda consideración. Nada los detiene, no aceptan ninguna barrera, no reconocen ningún límite. Ellos irán hasta la última afrenta – ellos escupirán en el rostro del Hijo de Dios.
Las bocas de los leones fueron cerradas delante de Daniel, y él salió ileso, aun ante su ferocidad y deseo voraz. Pero las bocas de los hombres no se detuvieron contra el Hijo del Hombre. Con los labios escupieron en el Ungido del Señor. La muerte sería ciertamente más soportable que tal desprecio. El espíritu que está en el hombre se levanta para enfrentar la adversidad. Es una virtud soportar valerosamente el sufrimiento. Las cualidades de resistencia y firmeza son estimuladas y ayudan a resistir la calamidad con bravura. Pero este tipo de humillación es un aguijón envenenado que traspasa más profundamente todavía, y «un espíritu quebrantado, ¿quién lo puede soportar?». Él soportó las provocaciones más violentas jamás lanzadas sobre un hombre. Sus enemigos lanzaron insultos, afrenta, vergüenza y agonía sobre él para ver si podría soportar, o para forzar su espíritu a una vil sumisión. Ser el Salvador significa sufrimiento, y Jesús aceptó eso hasta el final. Él no pidió la suspensión de ninguna penalidad. Su vida fue arrojada contra las piedras.
La mayor paciencia
Él soportó la mayor provocación. Él incluso demostró la mayor paciencia jamás vista entre los hombres. Es errado imaginar que por haber sido hecho en una escala diferente de la nuestra, él no sintió afrenta como nosotros sentimos. La diferencia entre nosotros y él no le hizo vivir de manera desinteresada, poco eficaz e impasible. Él no vivió por encima de nuestra esfera común, fuera del alcance de los dolores y circunstancias humanas. La diferencia lo afectó de manera por completo distinta. Cuando reflexionamos sobre el patrón en que su vida fue edificada, tenemos que pensar en la escala y en la capacidad más amplia de sentimientos por él manifestados en relación a los males y aflicciones del mundo; hemos de considerar su mayor sensibilidad ante los insultos y afrentas.
No se puede tener una tempestad en una charca a la orilla del camino. El tifón necesita del espacio del cielo y del movimiento del mar para formarse. La extensión de la tempestad depende de la capacidad ofrecida.
De la misma manera, el alma de Jesús poseía una escala de sentimientos mucho más amplia que nuestra naturaleza entorpecida e insensible jamás podría aprehender. El prodigio fue todavía mayor por haber él soportado tanto, y tan pacientemente. La suya fue la naturaleza más refinada que jamás vistió la carne humana. Amor, afecto y consideración eran parte de él en el más alto grado.
Para una naturaleza así constituida, el afecto y la consideración eran elementos indispensables. Él no quería quedar solo. Cuando se apartaba de la comunión humana era para encontrarse con Dios. En sus horas más brillantes y en sus horas más sombrías él deseaba la comunión con aquellos en quienes confiaba. Cuando fue transfigurado en el esplendor de la luz celestial, quiso que sus discípulos compartiesen de aquella gloria. Cuando se dispuso a luchar con el sombrío misterio del Getsemaní, nuevamente, y con más urgencia, él quiso tener a sus discípulos cerca. Había sentimiento humano en Jesús, sentimiento en toda su amplitud y capacidad. Él sintió los insultos y ofensas más profunda y dolorosamente de lo que podemos imaginar. Pero soportó con paciencia; ninguno de los agravios de hombres perversos pudo vencerlo.
Jesús no esquivó ni se desvió de ninguna amenaza de injusticia: «Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos». Él aceptó indignidad y deshonra; no como los hombres aceptan lo inevitable, sometiéndose en muda resignación como a un destino ciego, en cuyas manos se sienten indefensos. Él se involucró en la salvación de la humanidad, y fue su voto que lo mantuvo donde se hallaba. Era necesario finalizar su obra a toda costa. Era necesario cumplir su misión cualquiera fuese el peligro, la oposición y la injuria. Pocas pruebas relativas a la vida espiritual del hombre pueden ser más penetrantes y decisivas que la actitud con que él soportó injurias e insultos inmerecidos.
Un gran político escribió a su esposa, confesando su desilusión y amenazando abandonar su carrera: «Más de dos tercios de mi vida están probablemente perdidos, y no pasaré el resto de mis años golpeándome la cabeza contra un muro de piedras. No he recibido ninguna consideración, ninguna tolerancia, ninguna gratitud – nada excepto malevolencia, malicia e injuria. Estoy demasiado cansado y molesto con todo esto, y no continuaré más en la vida política».
La prueba es cuánto el hombre puede aguantar sin abatirse, sin dejarse enredar, y sin resentimientos. ¿Puede él arrostrar duros golpes y levantarse de nuevo con el alma intacta y la fe inquebrantable? ¿Podrá enfrentar el choque de la adversidad y permanecer firme en sus convicciones y propósitos? ¿Puede él soportar el desprecio sin murmuración y el golpe sin amargura?
A la luz de esta explosión humana natural por parte de este líder desalentado, piense en la paciencia, en la fe persistente, en la invencible buena voluntad de Jesús. Él poseía aquella grandeza de corazón que no puede abrigar el resentimiento, que no puede acoger la venganza, que retribuye el mal con el bien, y vence la enemistad con el amor. La grosería de los hombres y sus maneras salvajes no pudieron agotar su paciencia ni destruir la fe que colocara en su obra, o apagar su amor por la raza pecaminosa que vino a redimir.
En una clase de niñas en un internado, el profesor hace esta pregunta: «¿Qué haría usted si una falsa noticia, nada agradable, fuese diseminada acerca de usted?». «Yo la combatiría», dice una. «Yo la negaría», sugirió otra. «Intentaría olvidarla», replicó la tercera. «Cierto», dijo el profesor ante la última respuesta. Esta actitud para con el insulto y la ofensa es noble. Su gran requisito es la paciencia. Nuestro Señor decidió que él iría a olvidar la oposición de los hombres, y con amor paciente vencer su hostilidad. Cuando ellos avanzaron sobre él y lo golpearon y lo injuriaron, él sufrió sin protestar y sin hacer amenazas. Los golpes y el hecho de escupirle no provocaron ninguna actitud de agresión de su parte. «Angustiado él, y afligido, no abrió su boca». Jesús vio que el único medio de ayudar mejor a los hombres sería ponerse en sus manos, a fin de que lo matasen. «Él puede salvar hasta el fin» porque puede sufrir hasta el fin.
Es el hecho de su agonía hasta la muerte que hizo desaparecer la enemistad entre los hombres, y también el alejamiento de los pecados que destruyen sus vidas.
Su compasión por el hombre
Tal sufrimiento requiere explicación. Él debía ser sustentado por una motivación fuerte y permanente. No es raro que los hombres sean pacientes en las pruebas. Elementos de confianza y dominio vienen en su ayuda en ocasiones de tensión y desesperación. Poderes ignorados de resistencia son despertados y llamados a la acción. Ciertos poderes combativos despiertan en su ser íntimo, y él se sostiene en la lucha y en la adversidad mejor de lo que jamás podría haber esperado o supuesto. Motivos saludables de afecto o respeto propio impiden que el individuo se rinda al impacto de la calamidad o se dé por vencido frente a los vientos de la adversidad.
La verdad es que en nuestros conflictos cotidianos, un poco más de perseverancia frecuentemente nos haría vencer la batalla. Los hombres fallan porque se desesperan muy luego, o porque su motivación no es fuerte o lo suficiente para resistir hasta el fin.
El motivo que sustentó a nuestro Señor no fue el miedo. El miedo mantiene el espíritu humillado, retraído y mudo, pero es un sentimiento que provoca mucha agitación para inspirar paciencia. Ni siquiera una vez se da a entender que nuestro Señor tuvo miedo. Él reprobó el miedo dondequiera se encontrase. Los repetidos temores de sus discípulos lo disgustaban. Su comunión con el Padre, su conciencia del cuidado del Padre echaban fuera el miedo. Los terrores desaparecen cuando el alma se envuelve en el manto de Dios para cubrirse.
Nuestro Señor no sufrió callado a causa del miedo. Él era demasiado fuerte para amedrentarse, y tampoco se mantuvo mudo por sentirse desamparado. Su sumisión no se justifica por el hecho de no tener otra opción que no fuera sufrir. No estaba indefenso en manos de aquellos que eran muchos y excesivamente fuertes para él. Jesús no tenía ninguna necesidad de someterse. Él podría haber reivindicado una autoridad superior o convocado en su socorro legiones de ángeles. Él podría haber impuesto su propio poder real, y subyugado a todos sus enemigos, mas rehusó refugiarse o protegerse detrás de cualquier prerrogativa que le perteneciese por derecho. Por el contrario, escogió darse a sí mismo: «Yo pongo mi vida. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo».
No puede su sumisión a la ignominia y al insulto ser explicada por la amarga decepción y la aparente imposibilidad de su misión. La desesperación frecuente hace que los hombres sean víctimas pasivas de las circunstancias. La decepción en general induce al hombre a abandonar la lucha. Cuando la amistad se deshace y el amor no es correspondido, los hombres pierden el ánimo y se someten a su suerte. David luchó contra enemigos valientes y jamás volvió las espaldas ante sus adversarios, mas cuando su propio hijo Absalón se rebeló contra él, no tuvo más ánimo para luchar. «Porque no me afrentó un enemigo, lo cual habría soportado… sino tú, un hombre de mi rango, mi compañero, mi íntimo», y contra la agresión de un amigo él no supo resistir. La decepción lo desarmó.
Cuando los asesinos asaltaron a César él habría luchado contra ellos, pero la puñalada de Bruto lo cogió desprevenido. Después de esto él no podía mostrar ninguna agresividad más, sino que aceptó su propia suerte, y cayó. Los amigos de Jesús fallaron en cuanto a él, abandonándolo, traicionándolo, mas no fue ese abandono el que lo llevó a entregarse a sus enemigos. Fue algo mucho más positivo y fuerte que cualquier cosa que hayamos considerado. Fue su compasión, su amor por los hombres.
Su sufrimiento lleno de mansedumbre reveló la mayor compasión jamás demostrada al hombre. Él se compadeció de su conducta ignorante y desviada. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» es una oración que abarca todo el cruel e insensato trato que Cristo recibió de los hombres. Él se compadeció de su celo mal aplicado, y su amor no se quebrantó ni vaciló debido a los malos tratos por ellos infligidos. Él soportó la deshonra y vergüenza, y su amor soportó los más desatinados abusos.
Como árboles fragantes que bañan con su aroma el hacha que los hiere, o rosas que dejan su olor en los dedos que las aplastan, Jesús volvió del desprecio y de la muerte para decir a los hombres que todavía los amaba.
Es el amor del corazón aplastado de Jesús que aparta a los hombres de sus pecados. Él los hace salir del abismo del lodo y de las tinieblas, hace que vuelvan del distante país donde fueron olvidados por Dios, salvándolos del orgullo que es locura y de la vanidad que es pecado. Su fuerte e invencible amor entró en el mundo para vencer donde la fuerza no predomina y donde las armas de guerra goteando sangre no alcanzan victoria.
Un Cristo sin cicatrices no habría atraído para su séquito el noble ejército de los mártires. Fue su amor envuelto en sufrimiento que constriñó a apóstoles, enviados apostólicos, mártires y misioneros a desafiar todos los peligros por causa de él. Los reinos edificados sobre la violencia, el poder, la conquista, la prosperidad, la fuerza, la expansión territorial y la servidumbre de razas subyugadas pasaron, y siempre pasarán en medio de las perpetuas mudanzas de la tierra, mas el Reino edificado sobre el amor sufriente se torna más fuerte con el paso de los años. El polvo de las eras no puede debilitar su gloria. Las conquistas del amor son para siempre.
Su amor compasivo para con el hombre y su fe inquebrantable en los propósitos de Dios lo sustentaban. Él había puesto su vida a disposición de Dios y sabía que Dios no lo desampararía. Los resultados de un día que se acaba pueden no ser lo que esperamos. A veces parece como si los poderes de las tinieblas estuviesen reinando en toda su plenitud, y la justicia de la tierra fuese a perecer. En estas horas adversas podemos buscar fortaleza en Dios. Nuestra certeza es que «en medio de la oscuridad de aquello que no conocemos, Dios se encuentra, dentro de la sombra, velando por los suyos». La vida que se ocupa en hacer la voluntad de Dios es suficientemente segura. Dios se responsabiliza por esa vida y, pase lo que pase, él no fallará, ni su propósito se verá frustrado. Nuestro Señor «encomendaba la causa al que juzga justamente», y, sea trabajando o sufriendo, él se sentía satisfecho por saber que estaba colaborando con el triunfo de los propósitos del Padre.
Cuando a John Milton se le aconsejó que abandonase su trabajo para salvar lo que le quedaba de su visión, él se rehusó. Según la interpretación de los hechos de su vida, su responsabilidad no era tanto proteger su visión como cumplir con su deber; no era prolongar su vida, sino terminar su trabajo. «En tal situación» afirmó él, «yo no pude oír al médico. No pude sino obedecer aquella dirección interior – no sé bien lo que es, que me habló del cielo». Él aceptó la ceguera, con el permiso de Dios. Esta interpretación del deber puede parecer muy estricta y severa, pero no nos atrevemos a juzgarla. Nuestra época se encuentra totalmente desprovista de ese heroico concepto. Pero todos los que trabajan sin recompensa, que no se dejan desviar por la ingratitud de los hombres, que soportan el desprecio y sufren insultos pacientemente, sin desmayar, en el día de la adversidad – son aquellos que siguen al Cordero, y aquellos que por la fe y la paciencia heredan las promesas.
John MacbeathDel libro The Face of Christ (Á Maturidade).