Algunas preciosas consecuencias de la obra de la Cruz.
El anticipado y determinado consejo de Dios
La muerte de Cristo obedece al «anticipado y determinado consejo de Dios» (Hechos 2:23). No fue un accidente en la historia; sino un acuerdo tomado en aquel consejo eterno de la Deidad, formado por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La Deidad, reunida en aquel consejo en la eternidad pasada, decidió crear al hombre (Génesis 1:26) Allí también se supo que el hombre al tener libre albedrío –una cualidad de Dios– podría caer en pecado; se previó la caída y se dispuso la solución, y ésta fue que la segunda persona de la Deidad, el Verbo de Dios, iría al sacrificio para rescatar al hombre de su caída. Por esto es que Pedro dice: «el cordero sin mancha y sin contaminación… destinado desde antes de la fundación del mundo» (1ª Pedro 1:20) .
La muerte de Cristo, en primer lugar, implica la satisfacción de la justicia divina
Satisfacer la demanda de la justicia divina: ¿Qué significa esto? Que Dios fue ofendido en su autoridad y en su carácter santo, que una vez más una criatura se rebelaba contra los designios de Dios. El pecado del hombre, así como el de Satanás, es un pecado contra la autoridad de Dios antes que contra la santidad de Dios. Pecar contra la autoridad de Dios es más grave que pecar contra su santidad. Éste es un asunto de moralidad, pero aquél es un asunto que desafía el trono de Dios.
Dios es justo y su justicia demanda el castigo por el pecado. El pecado provocó un caos en el orden de Dios. Esto interfería con la voluntad de Dios, con lo que Dios se había propuesto hacer: Dios estaba ofendido. Su justicia demandaba el castigo por el pecado. Debía haber algo en el universo que pudiera satisfacer las demandas de la justicia divina. ¿Qué sería aquello? Por cierto, no el oro, ni la plata, ni alguna otra cosa, por preciosa que sea. Nada, en todo el universo, podía ser suficiente como para detener el justo juicio de Dios. Entonces aparece la ofrenda del cuerpo de Cristo, ofrenda como de un cordero sin mancha, una víctima inocente que derramaría su sangre primeramente para Dios.
La muerte de Cristo está representada en el libro de Levítico en lo que se conoce como la ofrenda de holocausto. El holocausto es una ofrenda voluntaria que no tiene nada que ver con el pecado. El oferente ofrece a Dios un presente de pura gratitud y adoración, tan sólo porque desea agradar a Dios. En este sentido, el sacrificio de Cristo no obedece a ninguna presión, ni del cielo ni de la tierra. Él, por el conocimiento que tuvo siempre del corazón de Dios, supo cómo podía agradarlo. Jesús, cual cordero, se ofreció a Dios en ofrenda de holocausto. Su sangre no la ofreció en primera instancia a los hombres, sino primeramente a Dios, con el objeto de satisfacer la justicia divina. El Padre estimó que este sacrificio fue suficiente para detener el justo juicio que los pecadores se merecían. En virtud de la perfecta ofrenda del cuerpo de Cristo, la justicia divina quedó completamente satisfecha.
En segundo lugar, la muerte de Cristo implica la redención del hombre
Una vez satisfecha la justicia divina, Dios acepta el sacrificio de Cristo como pago por el rescate del hombre.
La palabra «redención» significa rescate. La deuda del hombre respecto a Dios era impagable. Nadie ha podido calcular jamás cuál sea el monto de la deuda de cada ser humano con Dios. Sin embargo, una cosa es segura, y es que Dios aceptó el sacrificio de Cristo y ha dado por cancelada la deuda de todos los pecadores, siempre y cuando éstos crean y acepten los términos en que se cancela la deuda. Dios atribuye a la sangre de Cristo el precio suficiente, el valor más alto; quien se acoja por fe a esta ofrenda del amor de Dios, recibe efectivamente el rescate de la condición de deudor y perdido.
Redimir implica, a lo menos, cuatro cosas:
Nº 1: Sustitución. Esto significa que otro se pone en mi lugar, que en el lugar que yo merecía estar, en la condenación, para pagar por mi culpa, otro tomó mi lugar y me reemplazó. En este sentido, Cristo murió por nosotros. En este sentido, la muerte de Cristo es una muerte exclusiva porque sólo él estaba preparado para ofrecer un sacrificio santo. Como nuestro sustituto, Jesús muere solo en la cruz.
Nº 2: Propiciación. Esto significa que alguien propicie entre Dios y los hombres; que haga de mediador, que sirva de punto de encuentro. En el culto hebreo, había un lugar en el arca del testimonio, llamado el «propiciatorio», era el lugar donde el Sumo Sacerdote colocaba la sangre del cordero una vez al año para perdón de los pecados.
En ese lugar, Dios descendía al pecador para perdonarlo y recibirlo limpio de todo pecado, purificado a través de la propiciación hecha en la sangre del cordero. Cristo fue sacerdote y víctima al mismo tiempo «y él es nuestra propiciación por nuestros pecados» (1ª Juan 2:1). En este punto, la santidad de Dios no destruye al pecador porque es visto a través de la sangre que está en el propiciatorio, y entonces, puede acercarse a Dios para experimentar el alivio que otorga el perdón y el gozo de adorar a Dios sin temor a ser rechazado.
Nº 3: Reconciliación. Estábamos enemistados con Dios, su santidad nos rechazaba al punto de separarnos infinitamente de su presencia. Nosotros vivíamos –cuando no le conocíamos– sin esperanza y sin Dios, vagando en el mundo sin saber para dónde íbamos, caminando sin destino, perdidos, errantes; no queríamos buscar a Dios porque lo ignorábamos. Entonces Dios, movido por su amor, estando nosotros muertos en pecados, nos envió en Cristo un poderoso Salvador, para que hiciera la paz entre él y nosotros.
El pecado era lo que nos separaba de Dios, pero Cristo con su sacrificio en la cruz, clavó el acta de los decretos que había en contra de nosotros y logró establecer un puente entre Dios y los hombres, para que los que estábamos lejos de Dios pudiésemos transitar hacia el regreso, hacia la reconciliación con Dios. De este modo fuimos reunidos a Dios para ser sus hijos y para que se cumpliese en nosotros la voluntad de Dios, la cual es que seamos configurados a la imagen de Cristo.
Nº 4: Rescate. Dios nos había destituido de su gloria, a causa de nuestro pecado, pues le habíamos ofendido gravemente. La justicia de Dios demandaba que se pagara por esa ofensa, demandaba el castigo del pecador. Como éste no podía pagar, a Dios no le quedaba más que condenarnos, pero Dios, en su amor, vino en la persona de Cristo y pagó el precio de nuestro rescate, ¿Cuánto sumaba la deuda? Nadie lo sabe, sólo Dios, que atribuyó a la sangre de Cristo un valor que sólo él conoce, dentro de lo que son los parámetros de la justicia divina. Fuimos rescatados de las garras del enemigo, de la muerte y el Hades, de una eterna condenación, de una separación eterna de Dios. Fuimos rescatados de nuestra vana manera de vivir, rescatados del mundo yermo y de una vida sin propósito; de la potestad de las tinieblas al reino de la luz del amado Hijo de Dios.
En tercer lugar, la muerte de Cristo implica el fin de la Antigua Creación y el comienzo de la Nueva Creación
Existe el Primer Adán y el Postrer Adán. La antigua creación, se alinea con el primer Adán y termina en el postrer Adán. A partir de Cristo, quien es el Segundo Hombre, ha comenzado una nueva creación. La resurrección de Cristo sacó a luz una nueva creación.
La antigua creación está asociada a lo que en la Escritura se conoce como el Viejo Hombre, y la nueva creación está asociada con lo que en el Nuevo Testamento se conoce como El Nuevo Hombre. El viejo hombre es Adán con todos sus descendientes, y el nuevo hombre es Cristo y su cuerpo que es la iglesia. «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura (creación) es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2ª Cor. 5:17). «Porque en Cristo Jesús, ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino, una nueva creación» (Gál. 6:15). «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras…» (Ef. 2:10a) «Para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre» (Ef. 2:15b). «Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él… Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él» (Rom. 6:6, 8).
Uno de los pasajes más significativos al respecto, es el que nos relata Lucas (2:21-38) en la presentación de Jesús en el templo. Allí tenemos a un anciano y a un bebé; símbolos de lo viejo y lo nuevo, de lo antiguo y de lo reciente. Simeón declara: «Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra, porque han visto mis ojos tu salvación» (vs. 29, 30).
El anciano se despide como representando el antiguo régimen, el de la ley, el de las obras, la carne, el viejo hombre, la antigua creación. Todo lo viejo queda atrás y da paso a lo nuevo: La salvación por medio de Jesucristo, el Nuevo Hombre, la nueva creación, el nuevo régimen.
Pablo, en la epístola a los Colosenses 3:9-10 dice: «No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos y revestido del nuevo (hombre) el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno». En estos pasajes se da por hecho que el viejo hombre, perteneciente a la antigua creación, está muerto, crucificado juntamente con Cristo. La antigua creación fue juzgada en la cruz y terminó con el postrer Adán. La muerte de Cristo, en este sentido, fue una muerte inclusiva, pues llevó con él a toda la raza de Adán.
Cuando Cristo resucitó, sacó a luz la vida y la inmortalidad, levantó con él una nueva creación. Él fue el grano de trigo que cayó en tierra, que murió y resucitó, y levantó conjuntamente con él una gavilla. Este es el fruto de la aflicción del alma de Cristo, la iglesia.
La vida cristiana es de fe y para fe
Muchas veces, el cristiano va a dudar si está vivo o está muerto al pecado, y teme que el viejo hombre se levante nuevamente. Aprenderemos que la vida cristiana es asunto de fe y para fe, comienza con fe y se mantiene por la fe. La experiencia de lo que pasa a diario con nosotros pudiera hacernos tropezar, pero la fe no mira la experiencia, sino la revelación de lo que Dios dice en su Palabra. El creyente le cree a Dios contra todo lo que se opone a lo que Dios dice.
La palabra de Dios dice que estamos muertos y el creyente lo da por hecho. Va a ser probado muchas veces en su fe, pero el creyente ha de perseverar en su fe siempre. Si cae, Dios lo levanta. Dios tiene la solución cuando un justo tropieza. No somos impecables, pero tampoco andamos cayéndonos a cada momento. Ahora tenemos la vida de Cristo que nos libra del dominio del pecado. No estás obligado a pecar, pero si llegaras a pecar, recuerda que la sangre de Cristo nos limpia de todo pecado. La confesión del pecado trae el perdón y la paz al corazón.
En cuarto lugar, la muerte de Cristo destruyó la muerte y al que tenía el imperio de la muerte
Satanás tenía las llaves de la muerte y del Hades, tenía y ejercía un derecho a condenar, reinaba en las mansiones de la muerte, ejerciendo un derecho de matar y destruir a todo pecador, pues Dios mismo, de acuerdo con el derecho divino, había decretado: «Cada cual morirá por su propia maldad» (Jer. 31:30).
Satanás, conociendo que Dios no puede volverse de su palabra, ejercía ese dominio en las cavidades de la muerte. Nadie había podido escapar de ese lugar a causa del pecado que era el común denominador en toda la raza de Adán. Pero Cristo vivió una vida santa, y en él se cumplió una profecía que decía: «Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh Seol» (Oseas 13:14). (Ver Hb. 2:14).
La muerte sujeta o retiene solamente a los pecadores; como Cristo no tuvo pecado porque el es el Segundo Hombre, que es del cielo. Cristo no heredó el estigma pecaminoso de la raza de Adán, porque él fue concebido por la obra y la gracia del Espíritu Santo en el vientre de María. Y aunque fue tentado en todo, y tuvo la posibilidad de hacer su propia voluntad, se negó a sí mismo para agradar al Padre que le había enviado para deshacer las obras del diablo, para ejecutar juicio contra la criatura rebelde y destruir por medio de la muerte al diablo, en el sitio mismo de su imperio: «Y despojando a los principados y potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz» (Col. 2:15).
Jesús despojó a Satanás de sus derechos, le quitó el poder legal que tenía para condenar. Ahora el diablo no tiene ningún poder para acusar a los escogidos de Dios, ni para procesarlos, ni menos para dictar sentencia, porque ahora las llaves de la muerte y del Hades las tiene Cristo. Dios lo levantó de los dolores de la muerte, y lo ha exaltado a su diestra y lo ha coronado de honra y de gloria, y lo ha declarado Señor y Cristo. El diablo fue avergonzado públicamente en los cielos. Su derrota fue exhibida en toda la corte celestial. Ahora sabe que Cristo le venció y es por esta razón que huye al nombre de Jesús.
Había una ceremonia en los días del Imperio Romano, que refleja muy bien lo que aconteció con la victoria de Cristo sobre la muerte y su emperador. El general romano entraba a Roma por la vía Apia con su ejército vencedor y era aclamado por el pueblo con vítores, por la hazaña de ganar la batalla. Dicha ceremonia se denominaba «el Triunfo». El general exhibía a sus enemigos derrotados tras el desfile de sus tropas. Los reyes vencidos venían con vestiduras viles, atados por cadenas, humillados y avergonzados.
Ahora, cuando Jesús ascendió a los cielos, fue recibido arriba con aclamaciones, y recibió la corona de la honra y la gloria de manos de su Padre. Llevó tras sí al diablo y sus ángeles caídos, y exhibió a sus enemigos derrotados ante la corte celestial.
En quinto lugar, la muerte de Cristo implica el fin del sistema sacrificial judío correspondiente al Antiguo Pacto (Antiguo Testamento), y la inauguración del Nuevo Pacto (Nuevo Testamento)
El Antiguo Pacto fue un régimen establecido por Dios, a través de Moisés, con el pueblo de Israel. A ellos Dios les dio sus leyes, para que le fueran testigos entre todas las naciones. Les dio promesas y privilegios, pero también un régimen de exigencias a través de la Ley. Había leyes morales y leyes ceremoniales, dentro de estas últimas estaba la reglamentación para el ejercicio del culto a Dios a través de ceremonias, rituales y símbolos – todo lo cual era una sombra de lo que se iba a manifestar venido el Nuevo Pacto hecho en Jesús.
El sistema de la ley ceremonial le permitía al pueblo acercarse a Dios a pesar de sus muchas faltas y de su indignidad. Ellos nunca pudieron cumplir la ley moral, pero estaba la ley ceremonial para cubrir sus faltas. La ley moral puso a prueba la naturaleza humana. ¿Qué propósito tuvo Dios al poner a prueba con la ley a este pueblo? He aquí las razones: «Cuidaréis de poner por obra todo mandamiento que yo os ordeno hoy, para que viváis… y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años, para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos» (Deut. 8:1-2).
Dios tiene como objetivo que el hombre viva. Eso significa que el hombre no está vivo al momento de darle la ley. Dios lo sabe, pero el hombre no lo sabe. Dios le ofrece la ley para que viva. Note que el hombre está caído, separado de Dios, pero Dios quiere acercarlo, que venga a Dios para tener comunión con él, para que viva. El pueblo se compromete neciamente diciendo: «Todo lo que Jehová ha dicho, haremos» (Ex. 19:8)
Ellos se comprometen a cumplir con todos los requerimiento de Dios expresados en la ley; pero no sabían que jamás los cumplirían. No sabían que «los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden» (Rom. 8:7). Es por esto que Dios los lleva por el desierto, para llevarlos al límite sus fuerzas y para que aprendan la lección de que ellos, como todos los hombres son insolventes moral y espiritualmente ante los requerimientos de Dios.
Corresponde inclinarse ante Dios y llegar ante él con esta conclusión: «Señor Dios, lo que tú pides, es santo y justo, pero nosotros no estamos a la altura de vivir de acuerdo a tus leyes; no somos capaces de cumplir; nos hemos comprometido neciamente en obedecer todo lo que tu dices, pero ya vez te hemos fallado una y otra vez». De alguna manera, esto lo hacían los sacerdotes al oficiar los ceremoniales sacrificiales, y los profetas cuando llamaban al pueblo al arrepentimiento. Pero nunca se dieron cuenta que bajo el régimen de la ley jamás alcanzarían la justicia: «¿Qué pues diremos? Que los gentiles, que no iban tras la justicia, han alcanzado la justicia, es decir, la justicia que es por fe; mas Israel, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó ¿Por qué? Porque iban tras ella no por fe, sino como por obras de la ley» (Rom. 9:30-32)
La ley pone a prueba a la carne (la naturaleza humana), para que ésta se dé cuenta que en sí misma no puede agradar a Dios, por más esfuerzos que haga. Pablo dice: «Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios, ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado»(Rom. 3:19-20) Bajo la ley recibimos un tapabocas; el mundo entero queda bajo el juicio de Dios porque no hay entre los hombres quien pueda obedecer la ley de Dios y vivir por ella. Finalmente, sólo por medio de la ley nos damos cuenta qué es pecado y qué no lo es. El drama es que, sabiendo lo que es bueno, no tenemos la capacidad de hacerlo, y sabiendo el mal no podemos evitarlo.
La ley no ayuda al hombre, al contrario lo aplasta, lo condena, lo exige, lo esclaviza, lo mata. No lo reforma, no lo salva, no lo convierte, ni lo saca de la impotencia moral; sólo le demuestra lo incapaz que éste es. El último y más grande, el más austero de todos los profetas bajo el régimen de la ley, no logró regenerar a ni uno de sus discípulos: ¿Por qué? Porque aún no había entrado en vigencia el nuevo Pacto.
Bajo la ley, entonces, quedó demostrado que el hombre es absolutamente incapaz de justificarse ante Dios. Por esta razón, Dios establece un cambio de régimen para que los hombres se relacionen con él, y este es el régimen del Espíritu. El anterior fue el régimen de la carne, puesto que la ley puso a prueba la carne del hombre. Éste es el régimen del Espíritu, porque Dios ha enviado el Espíritu Santo al corazón de los que han creído en el Hijo de Dios, para que por su Espíritu seamos introducidos en la vida de Cristo, que es también la vida de Dios. En este régimen, la vida se nos regala, se nos da por la gracia de Dios, contrariamente al régimen de la ley, en que la vida se nos ofrecía a cambio de nuestras obras.
La ley pide, exige y demanda al hombre; la gracia otorga, ayuda, favorece y capacita al hombre; ante la ley el hombre está solo, bajo la gracia el hombre es socorrido por Dios.
Recuerde siempre que hay tres categorías de palabras que siempre andarán juntas, serán inseparables: Ley/Gracia; Carne/Espíritu; Obras/Fe. Las primeras palabras de cada par corresponden al régimen de la letra de la ley, y por lo tanto, son propias del Antiguo Pacto. Las segundas palabras corresponden al régimen del Espíritu, y por lo tanto, son propias del Nuevo Pacto.
La muerte de Cristo acabó con el sacrificio de animales para la expiación de los pecados: «Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios» (Heb. 10:12). Ya no es necesaria la ley ceremonial, porque ya está presente Cristo con un más amplio y más perfecto sacrificio. La ley moral no ha caducado, porque esta es el carácter mismo de Dios; pero sí acabó el régimen de la letra de la ley, porque ahora, en el régimen del Espíritu, la ley se ha metido dentro de nosotros, está impresa en el carácter de Cristo que nos mora, y el Espíritu reproduce en nosotros la ley de Dios en Cristo Jesús. La ley para los cristianos no está fuera, sino dentro, en el corazón y en la mente de los que aman al Señor.
Vida después de la muerte, es la vida de resurrección con que Cristo ha establecido el Nuevo Pacto, dejando atrás el Antiguo Pacto.