Con su peculiar estilo ameno, el célebre evangelista norteamericano nos desafía a vivir en unidad.
Una de las cosas más tristes en los días presentes es la división de la Iglesia de Dios. Notamos que cuando el poder de Dios vino sobre la iglesia primitiva fue cuando estaban de común acuerdo. Creo que la bendición de Pentecostés no habría sido concedida de no haber sido por el espíritu de unidad.
Si hubieran estado divididos, altercando entre sí, ¿es posible creer que el Espíritu Santo hubiera venido y que se hubieran convertido las personas por miles? He notado en nuestra obra que si vamos a una ciudad en que hay tres iglesias que se han unido tenemos mucha más bendición que si hay tres iglesias pero sólo una simpatiza con las reuniones de avivamiento. Y si hay doce iglesias unidas, la bendición se multiplica por cuatro; siempre ha sido en proporción al espíritu de unidad que se ha manifestado. Donde hay rencillas y divisiones, y donde hay ausencia de espíritu de unidad, allí hay poca bendición y alabanza.
El doctor Guthrie da esta ilustración del hecho: «Separa los átomos que constituyen el martillo, y cada uno puede caer sobre la piedra como un copo de nieve; pero cuando están unidos, y manejados por la mano fuerte del obrero en la cantera, sus golpes separan las piedras. Dividid las aguas del Niágara en gotas separadas e individuales y parecerá lluvia, pero unidas en masa tienen una fuerza imponente, que podrían apagar un volcán».
La historia nos cuenta que cuando los romanos y los albanos en guerra decidieron que harían depender la victoria final de esta guerra de un combate que tendría lugar entre soldados de ambos bandos: dos grupos de tres hermanos cada uno, los hijos de Curacio y los de Horacio.
En el combate, los curacios fueron heridos los tres, pero consiguieron matar a dos de los horacios. Viendo el tercer horacio, ileso, que no podía luchar contra los tres, aunque estuvieran heridos, echó a correr, escapándose. Perseguido por los curacios, cuando vio que uno de ellos, aunque herido, se había destacado de los demás en la persecución, se volvió y sin dificultad lo mató. Echó a correr otra vez, y con la misma estratagema eliminó al segundo curacio. Luego le fue fácil terminar con el tercero. Esta es la astucia del diablo que nos separa para podernos destruir fácilmente.
Tendríamos que aguantar mucho y sacrificarnos mucho antes de permitir que la discordia y la división prevalecieran en nuestros corazones.
Martín Lutero cuenta lo siguiente: «Supongamos dos cabras que se encontraran frente a frente en medio de un puente estrecho que uniera un torrente impetuoso, ¿cómo se comportarían? Ninguna de las dos querría retroceder ni dejar pasar a la otra, suponiendo que el puente fuera estrecho. Lo más probable es que se embistieran y las dos fueran a parar al agua y se ahogaran. La naturaleza, sin embargo, nos enseña que si la una se tendiera en el suelo y dejara pasar a la otra, las dos saldrían sin daño, sanas. La gente ganaría también, muchas veces, si dejara que los otros pasaran por encima de ellos en vez de enzarzarse en debates y discordias».
Cawdray dice: «Así como en la música, si la armonía de los tonos no es completa, es ofensiva para el oído cultivado; cuando los cristianos están en desacuerdo, no son aceptables a Dios».
Hay diversidad de dones, según se nos enseña claramente, pero el Espíritu es solamente uno. Si todos hemos sido redimidos por la misma sangre, tendríamos que ver las cosas espirituales al unísono. Pablo escribe: «Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo» (1 Corintios 12:4-5).
Donde hay unidad no creo que ningún poder de la tierra o del infierno pueda sostenerse ante la obra. Cuando la iglesia, el púlpito y los bancos están los tres unidos, o sea, que el pueblo de Dios es de un mismo parecer, el Cristianismo es como una bola de fuego rodando sobre la tierra, y todas las huestes de la muerte y del infierno no pueden prevalecer contra ella.
Creo que si fuera así, los hombres acudirían en manadas al Reino, cientos y miles. «En esto», dice Cristo, «conocerán los hombres que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros». Si tenemos amor y oramos unos por otros, triunfaremos. Dios no nos va a dejar decepcionados.
No puede haber una separación o división real en la verdadera Iglesia de Cristo; todos son redimidos por un precio, y revestidos por un Espíritu. Si pertenezco a la familia de Dios, he sido comprado por la misma sangre aunque no pertenezca a la misma denominación. Lo que queremos es terminar con estas desgraciadas murallas de sectarismo. Nuestra debilidad han sido nuestras divisiones; y lo que necesitamos es que no haya cismas o divisiones entre los que aman al Señor Jesucristo.
En la Primera Epístola a los Corintios leemos los primeros síntomas del sectarismo que penetran en la iglesia primitiva: «Os ruego, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer. Porque he sido informado acerca de vosotros, hermanos míos, por los de Cloé, que hay entre vosotros contiendas. Quiero decir, que cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas; y yo de Cristo. ¿Acaso está dividido Cristo? ¿Fue crucificado Pablo por vosotros? ¿O fuisteis bautizados en el nombre de Pablo?» (1ª Corintios 1:10-13).
Nótese cómo el uno dice: «Yo soy de Pablo», y otro: «Yo soy de Apolos», y otro: «Yo soy de Cefas». Apolos era un joven orador, y el pueblo había sido atraído por su elocuencia. Algunos decían que Cefas, o sea Pedro, era miembro de la línea apostólica regular, porque había estado con Cristo, pero Pablo no. De modo que se dividieron y Pablo escribió esta carta a fin de resolver la cuestión.
Jenkyn, en su comentario a la Epístola de Judas, dice: «Los participantes de una «salvación común», que aquí están de acuerdo en un camino hacia el cielo y que esperan estar más tarde en un cielo, deberían tener un solo corazón. Ésta es la inferencia del apóstol en Efesios. ¡Qué penosa calamidad es que estén de acuerdo en una fe común, pero se endurezcan como enemigos comunes! ¡Que los cristianos vivan como si la fe hubiera extirpado al amor! Esta fe común debería ceder y templar nuestros espíritus en todas nuestras diferencias. Debería moderar nuestra mente, aunque haya diferencias en nuestras relaciones terrenas. ¡Qué motivo tan poderoso fue para José, en la concesión de su perdón, el que los ofensores fueran sus hermanos y el que fueran todos ellos siervos del Dios de sus padres! ¡Si nuestro propio aliento carece de fuerza para apagar la vela de las rencillas, que las extinga por lo menos la sangre de Cristo!».
Deplorando la división de la Iglesia
¡Qué estado de cosas más extraño encontrarían Pablo, Cefas y Apolo si regresaran al mundo hoy. El pequeño arbolito que echó raíces en Corinto se ha vuelto como el árbol de Nabucodonosor, con ramas abundantes en las que anidan las aves de los cielos. Supongamos que Pablo y Cefas regresaran hoy: oirían al punto hablar de disidentes.
– Un disidente – exclamaría Pablo –, ¿qué es esto?
– Tenemos una iglesia anglicana, y hay otros que disienten de esta iglesia.
– ¡Ah, ya entiendo! Hay, pues, dos clases de cristianos hoy, ¿no?
– ¡No, no! Hay muchas más divisiones – me sabe mal tener que confesarlo. Los disidentes están también divididos entre sí. Hay metodistas, bautistas, presbiterianos, y otros más; todos están, a su vez, divididos.
– ¿Es posible, dice Pablo, que haya tantas divisiones?
– Sí. La Iglesia de Inglaterra está también dividida entre sí. Hay varias ramas, la Amplia, la Alta, la Baja y aún más. Luego tenemos la Iglesia luterana. Y en Rusia tenemos la iglesia griega y otras más.
No sé de cierto qué pensarían Pablo y Cefas, pero creo que si regresaran al mundo encontrarían este estado de cosas asombroso. Es una de las cosas más humillantes de nuestros días el ver a la familia de Dios tan dividida. Si amamos al Señor Jesucristo, debería pesar en nuestros corazones el deseo de que Dios nos volviera unir, de modo que pudiéramos amarnos unos a otros y elevarnos por encima de los sentimientos partidistas.
Al hacer reparaciones en una capilla, de uno de los barrios de Boston, se cubrió un versículo que había inscrito en la pared detrás del púlpito. El primer domingo después de terminada la reparación, un niño de cinco años murmuró a su madre: «Ya sé por qué Dios les dijo a los pintores que taparan este versículo que había aquí. Fue porque la gente no se amaba». La inscripción decía: «Un nuevo mandamiento os doy, que os améis los unos a los otros».
Un pastor de Boston dijo que una vez había predicado sobre: «Reconocimiento de los amigos en el futuro», y al terminar el servicio, un oyente le dijo que sería mucho mejor que hubiera predicado sobre el reconocimiento de los amigos aquí, puesto que él hacía veinte años que iba a aquella iglesia y todavía no conocía a ninguno de los miembros.
Estuve predicando en un pueblo hace tiempo, cuando una noche, al salir de una reunión, vi que de otro edificio salía gente. Pregunté a un amigo:
– ¿Hay dos iglesias aquí?
– ¡Oh sí!
– ¿Cómo os lleváis con ellos?
– ¡Muy bien! – me contestó.
– Estoy contento de saberlo – le dije. Entonces le pregunté:
– ¿Ha venido el otro pastor a alguna de nuestras reuniones?
– ¡Oh no, esto no! No tenemos nada que ver con ellos. Hemos decidido que esto es lo mejor.
Yo pensé: ‘¡Menos mal que se llevan muy bien!’. ¡Oh, si Dios nos uniera a todos de corazón y de parecer! Que nuestros corazones fueran como gotas de agua unidas. La unidad entre el pueblo de Dios es una especie de anticipo del cielo. Allí no habrá bautistas, metodistas, congregacionalistas o episcopales; todos seremos uno en Cristo. Los nombres de las denominaciones los dejaremos todos en la tierra.
¡Oh, si el Espíritu de Dios derribara estas miserables paredes que nosotros hemos edificado!
¿Habéis notado que la última oración que Jesucristo hizo sobre la tierra, antes de ir al Calvario, fue para pedir que sus discípulos fueran uno? Podía ver a lo largo del corredor del tiempo, en el futuro, las divisiones que Satanás introduciría en el rebaño de Dios. Nada pondría en silencio a los infieles tan rápidamente como el que los cristianos se unieran. Entonces nuestro testimonio tendría peso entre los infieles y los que viven descuidados. Pero cuando ven que los cristianos estamos divididos no creen nuestro testimonio. El Espíritu Santo es agraviado; y hay poco poder en nosotros porque no hay unidad.
Si yo supiera que había una gota de sectarismo en mis venas, me sangraría hoy antes de ir a la cama; si hubiera un pelo sectario en mi cabeza, me lo arrancaría al instante. Pongamos nuestro corazón afinado al de Jesucristo; y entonces nuestras oraciones serán aceptables a Dios y habrá lluvias de bendiciones que descenderán del cielo.
La unidad
Que desaparezcan los nombres de los partidos entre los redimidos;
de aquellos que dicen pertenecer a Cristo; si es que son de él.
Como hay un solo Señor y una sola Cabeza, hay un solo corazón;
hemos de cantar juntos sólo una salvación, y formar parte de ella.
Tan sólo un pan, una sola familia y una Roca;
un edificio único, de amor;
un solo aprisco, un Pastor, una sola grey, tal como en el cielo.
¡Esto quiere el Señor!
(J. Irons).
Tomado de «La oración que prevalece».