La experiencia de Juan en Apocalipsis y su expectación por el retorno del Señor.

A fin de dar testimonio de las cosas venideras, en especial, las relacionadas con el tiempo del fin, el Señor escogió a un siervo especial: Juan, a la sazón, el último de sus apóstoles aun vivo sobre la tierra, aquel que se recostaba en el pecho de su Maestro, y el único que se menciona, junto a Su madre, a los pies de la cruz. Era, sin duda, un instrumento apropiado para tan magnífica tarea.

Advertencias

Era necesario advertir a la iglesia de su estado, dejar al desnudo cuanta irrealidad estaba presente en las asambleas y llamar a sus siervos fieles a un genuino arrepentimiento, a oír al fiel Espíritu Santo y prepararse para Su venida. A las cuatro últimas iglesias, él les menciona su retorno, hecho de extremo significado para los creyentes hoy sobre la tierra, pues se trata de una advertencia profética, plenamente aplicable a nuestro tiempo.

La razón por la que somos constreñidos a atender la voz del Espíritu Santo, es porque se acerca la venida del Señor.

También era necesario revelar lo que sucede en los lugares celestiales; el mensaje de Apocalipsis contiene elementos terrenales y elementos celestiales. Es muy importante que atendamos a las cosas terrenales: el estado de la iglesia como cuerpo, como expresión local, el estado de cada hijo de Dios como individuo, y a la vez que estemos atentos a los acontecimientos ya ocurridos en el cielo: el Cordero entronizado y los sellos que se comienzan a desatar.

Palabras de aliento

Constituye un poderoso aliento para quienes creemos, pues somos bienaventurados de conocer la victoria de nuestro Señor en todos los ámbitos: la soberbia de los hombres será castigada, la serpiente antigua será atada por mil años y finalmente arrojada a un lago de fuego, Babilonia será severamente juzgada; y, por otro lado, la tierra será segada, los ángeles poderosos de Dios cumplirán su tarea, los vencedores serán reconocidos, las bodas del Cordero se cuentan como un hecho consumado, y la alegría celestial es exultante.

El juicio del trono blanco será inapelable, solo se salvan quienes están inscritos en el libro de la vida del Cordero.

Un cielo nuevo y una tierra nueva, mas la Nueva Jerusalén, la desposada, la esposa del Cordero, tomarán su lugar definitivo en la historia de Dios.

Estado del corazón

La obra de Dios avanza inexorablemente hacia una bendita conclusión: el día del Señor viene. Pase lo que pase, niegue quien niegue a nuestro Dios y Salvador, Jesucristo volverá. Más aun, Él mismo anhela regresar, viene por lo que es suyo, por los redimidos por su preciosa sangre. Mientras más consagrados estén nuestros corazones, sentiremos, como Juan, los latidos de su corazón: sentiremos lo mismo que él, un poderoso anhelo de verle regresar. Cada vez que el corazón del creyente se enfría, la venida del Señor parece algo tan lejano. Comenzamos a apegarnos a las cosas terrenas, a sobrevalorar los logros humanos, a codiciar las mismas cosas que el mundo codicia. ¿Para qué esperar algo que tal vez ocurra después de nuestra muerte? Gocemos lo que la tierra nos regala y posterguemos la esperanza celestial… la fe se comienza a enfriar y quedamos a expensas de los mismos cálculos que el resto de los hombres hacen de la vida y de la muerte.

Pero la palabra de Dios viene como una trompeta: Ciertamente vengo en breve, dice nuestro Maestro y Señor. También lo anticipó el Señor Jesús en Lucas 21:34:»…que no se carguen nuestros corazones de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día…». Una buena prueba para conocer el real estado de nuestros corazones hoy, es preguntarnos ¿cuánto nos importa su venida? ¿qué cosas de nuestras vidas revelan que somos discípulos expectantes por su venida? ¿O más bien solo exhibimos un mortal descuido de tal hecho?

Nuestras oraciones suelen revelar nuestra realidad espiritual. Cuando solo oramos por la prosperidad material, por la salud y por la vida natural, porque nos resulten los planes y propósitos terrenales, ¿estamos pensando en la venida del Señor? ¿Cuántos cristianos hoy buscamos al Señor en oración solo cuando estamos afligidos, porque no nos va bien en la vida, porque buscamos un mejor trabajo?, etc. ¿Cuántos, en realidad, buscan el rostro del Señor solo porque le aman, porque Él es digno, y porque anhelan su retorno?

Una conclusión

La historia humana avanza hacia un final inevitable. Las cosas no ocurren porque sí; los cambios políticos, las crisis económicas, los desastres naturales, la maldad de los hombres, la amoralidad donde todo es lícito. Hoy día, en nombre de las «libertades humanas», las leyes divinas más básicas son simplemente violadas, como si nunca los hombres fuesen a enfrentar un severo tribunal. La negación de la existencia de Dios deja al hombre a expensas de su propia bajeza. Pero no será para siempre lo que hoy vemos, hay Alguien que ve todo cuanto acontece y precisamente el libro de Apocalipsis nos ayuda a entender en qué concluirán todas las ambiciones del hombre sin Dios.

De acuerdo con la historia bíblica, el mundo antiguo fue destruido por agua en los días de Noé, y por fuego, las ciudades corruptas de Sodoma y Gomorra. Hoy el pecado es aún mayor, pues Dios visitó la tierra, envió a su amado Hijo a morir por la humanidad; su evangelio ha sido profusamente predicado en toda la tierra, por más de dos mil años. Hoy tan solo unos pocos países, o las tribus más olvidadas, podrían alegar ignorancia de la venida del Hijo de Dios al mundo. Mas, así como los grandes avances tecnológicos son globalmente conocidos, el evangelio de Jesucristo también lo es y más aún, este evangelio ha sobrevivido a los más feroces ataques, y, lejos de extinguirse, se ha propagado con fuerza creciente. Por tanto, la responsabilidad del hombre moderno es mucho mayor que en los días de Noé o de Abraham, pues el pecado actual de la humanidad tiene un terrible agravante, y es que ha sido advertida por Dios acerca de las consecuencias de sus hechos. Hoy la ignorancia es voluntaria; es un ejercicio de la soberbia inherente a la raza caída, y tal actitud de desprecio por la persona y obra de Jesucristo tendrá su hora final. El resultado será la justa condenación de unos, y la maravillosa salvación de quienes hemos recibido al bendito Salvador.

Las profecías de Apocalipsis se cumplirán íntegramente, y los hombres, ni aun así, se arrepentirán de sus malas obras. Al mismo tiempo, tal cumplimiento significa un poderoso consuelo para quienes peregrinamos en el día a día terrenal, muchas veces cansados por las tareas incumplidas, por los constantes fracasos que agobian, por la presión que rodea a los hijos de Dios.

Hemos de saber que todo cuanto es hoy visible a nuestros ojos, pronto será juzgado, pues «el fin de todas las cosas se acerca» (1ª Ped. 4:7).

El corazón de Juan

En el evangelio de Juan, éste, como autor, suele esconderse tras el relato. Por ejemplo él dice: «Andrés… era uno de los dos que habían oído…» (Juan 1:40) y «… pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro…» (Juan 20:4). Pero en Apocalipsis, se identifica constantemente: «Juan a las 7 iglesias que están en Asia», «Yo Juan, vuestro hermano, y copartícipe de la tribulación», «Y yo Juan vi la santa ciudad», «Yo Juan soy el que oyó y vio estas cosas», como queriendo decir: «Miren la misericordia del Señor, ¿quién soy yo?, un simple Juan, y vine a ser testigo de todas estas cosas».

El libro entero está lleno de declaraciones en primera persona: oí, miré, vi, caí como muerto a sus pies, puso su diestra sobre mí, estaba yo, me dijo, y lloraba yo mucho, y fui al ángel y me dijo, toma y cómelo, me postré para adorar…etc.. Juan es participante activo de todo aquello que ve y oye, se le concede escribir y enviar mensaje a las iglesias de su tiempo y también deja para nosotros, privilegiados lectores de los últimos tiempos, todo este magnífico registro.

No podemos sino admirar la experiencia de Juan, nuestro hermano; es bueno reafirmarlo, pues «un hermano nuestro» es quien fue testigo de todas estas cosas tremendas que han ido teniendo un cumplimiento espantoso y a la vez glorioso. Si tan solo meditamos un poco, si procuramos ponernos en la situación de Juan, por ejemplo, cuando atravesó aquella puerta abierta en el cielo (4:1-2) y pudo tener aquella extraordinaria visión del trono de Dios y la adoración celestial de los capítulos 4 y 5. Su llanto como testigo humano en medio de una escena celestial, y el consiguiente consuelo al ver a su Amado, como un Cordero inmolado, mas en pie, vencedor, en medio del trono y de los cuatro seres vivientes.

La escena es tan magnífica que excede toda capacidad imaginativa, sin embargo, ¡nuestra certera esperanza es que la veremos nosotros también! Luego, Juan pasa a ser testigo de la apertura de cada sello de aquel libro y sus consecuencias. Más tarde vendrán las siete trompetas, y finalmente las siete copas de la ira. Ve al «hijo varón que regirá las naciones con vara de hierro que es arrebatado para Dios y para su trono» (12:5, 11). Después, ve una bestia que surge del mar y otra que surge de la tierra, ésta ordena marcar a todos los hombres de tal manera que nadie sin esa marca podrá comprar o vender… El temible 666 aparece en la escena terrena.

Hay multitudes que adoran; la tierra es segada; la gran ramera y Babilonia reciben su castigo y condenación.

Hay una boda en los cielos, con alegría que desborda, el Cordero y su esposa que se ha preparado y vestido de lino fino (¡Cristo y la iglesia!)… ¿podemos pensar por un solo instante cómo palpitaba el corazón de Juan, nuestro hermano, ante tal visión?

El capítulo 19:19 muestra una batalla en la tierra: ¿Quiénes son los contrincantes? ¿Quién triunfa en la batalla? Alégrese leyendo usted mismo en su Biblia.

Últimas palabras

Los tres últimos capítulos del libro que nos ocupa son consuelo tras consuelo para el lector cristiano y en particular para nuestro hermano Juan.

El diablo atado por mil años, todos los muertos de pie ante el trono blanco, escena de salvación y de condenación. Todos los habitantes del mundo deberían temblar ante esa escritura; a los creyentes nos alegra por la salvación que ostentamos y nos entristece por quienes rechazan al Salvador.

El cielo nuevo, la tierra nueva, la Jerusalén celestial y sus bienaventurados habitantes con ropas lavadas y emblanquecidas en la sangre del Cordero, no admiten mayor comentario…Todo es gloria, victoria y consuelo para quienes esperamos el cumplimiento de cada detalle de tan preciosa profecía.

Juan al límite

Pero regresemos, por última vez a Juan, nuestro hermano. En 22:8 ya no soporta más, y muestra su humana debilidad postrándose a los pies del ángel que le mostraba estas cosas… No hay condenación para este siervo, mas bien un nuevo consuelo es añadido: «Mira, no lo hagas; porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios». ¿No sientes que tú también estás incluido en esta lista de hermanos, profetas y consiervos?

Finalmente, al cerrar la profecía, aparece un nombre muy conocido y familiar para todos los santos: «Yo JESÚS he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas en las iglesias. Yo Soy el Alfa y Omega, Yo Soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana». ¡El ángel pasa a segundo plano y JESÚS mismo, en persona, se acerca a hablar con su amado Juan! ¿No esto maravilloso en extremo?

Vengo en breve

Las palabras finales del Señor: «Ciertamente vengo en breve» quedaron retumbando para siempre en el corazón de su siervo Juan. No hubo día, después de oír aquella dulce voz, que él no recordase tales palabras. Nosotros tenemos el registro escrito y el testimonio del Espíritu Santo que nos habita, pero Juan, nuestro hermano, podía saborear la fuerza y, a la vez, la dulzura de esta bendita promesa. Imposible resistirse a responder: «Amén, sí, ven Señor Jesús». Esta vez no se equivocó; no era un ángel, esta vez era el Amado de su corazón. Juan oyó muchas voces, truenos y juicios durante la profecía, pero esta voz era distinta, tenía el tono terrenal que él oyó tantas veces, ahora con mayor dulzura, al alcance de su hermano, amigo y discípulo a quien amaba… «Sí, ven Señor Jesús», es la última oración de la Biblia, y debería ser la diaria y constante oración de quienes hoy sostenemos este glorioso Nombre en nuestros labios y corazón… En realidad, somos sostenidos por él.

A través de los escritos de Juan poseemos la misma visión, somos responsables del mismo testimonio, los demás hombres deben oírnos proclamar este Nombre siempre, en toda circunstancia…

Con esta esperanza vivió Juan hasta el fin de sus días terrenales…. Con estas palabras debemos vivir hoy los cristianos y no temer los juicios que se están comenzando a desencadenar en la tierra, en la sociedad y en la naturaleza…

¡Sí, ven, Señor Jesús!