El mantener una buena conciencia hacia Dios día a día es esencial para la vida de la fe.
«Verdad digo en Cristo, no miento, y mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo … El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios».
– Rom. 9:1; 8:16.
La gloria más excelsa de Dios es su santidad, en virtud de la cual él aborrece y destruye al mal, y ama y obra el bien. En el hombre, la conciencia tiene el mismo trabajo: condenar el pecado y aprobar lo recto. La conciencia es lo que permanece de la imagen de Dios en el hombre, el rasgo más cercano de lo divino en éste, el guardián del honor de Dios en medio de la ruina causada por la caída. Por consiguiente, la obra redentora de Dios debe comenzar siempre con la conciencia.
El Espíritu de Dios es el Espíritu de Su santidad; la conciencia es una chispa de la santidad divina. La armonía entre la obra del Espíritu Santo, de renovar y santificar al hombre, y el trabajo de la conciencia, es la más íntima y esencial.
El creyente que será lleno del Espíritu Santo y experimentará al máximo las bendiciones que Él tiene para entregar, debe en primer lugar procurar dar a la conciencia el lugar que a ella le pertenece. La fidelidad a la conciencia es el primer paso en el camino de la restauración de la santidad de Dios. Una conciencia seria será el cimiento y la característica de la verdadera espiritualidad.
Puesto que el trabajo de la conciencia es dar testimonio de nuestro recta conducta de acuerdo con nuestro sentido del deber y hacia Dios, y la obra del Espíritu es testificar agradando a Dios de nuestra fe en Cristo y nuestra obediencia a él, ambos testimonios, del Espíritu y de la conciencia, llegarán a ser cada vez más idénticos a medida que la vida cristiana progresa. Sentiremos la necesidad y la dicha de decir con Pablo, con respecto a toda nuestra conducta: «Mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo».
La conciencia se puede comparar a la ventana de un cuarto, a través de la cual brilla la luz del cielo, y por la cual podemos mirar fuera y ver el cielo con toda su luz brillando. El corazón es la recámara en la cual mora nuestra vida, nuestro ego o nuestra alma, con sus poderes y afectos. En las paredes de esa cámara está escrita la ley de Dios. Aun en el incrédulo, ella es legible en parte, aunque tristemente obscurecida y desfigurada. En el creyente, la ley es escrita de nuevo por el Espíritu Santo, en letras de luz, que a menudo al comienzo son débiles, pero crecen en claridad y resplandecen con mayor brillo a medida que son expuestas libremente a la acción de la luz.
En cada pecado que cometemos, aquella luz que brilla lo manifiesta y condena. Si el pecado no es confesado y abandonado, la mancha permanece, y la conciencia es contaminada, porque la mente rechazó la enseñanza de la luz (Tit. 1:15). Y así, con un pecado tras otro, la ventana se vuelve más oscura, hasta que la luz puede apenas brillar, y el cristiano puede pecar sin ser perturbado, con una conciencia cegada en gran parte y sin sensibilidad. En su obra renovadora, el Espíritu Santo no crea nuevas facultades: él renueva y santifica aquellas que ya existen.
La conciencia es la obra del Espíritu del Dios creador; el primer cuidado del Espíritu de Dios el Redentor es restaurar lo que el pecado ha contaminado. Es solo restaurando la conciencia a la acción completa, y revelando en ella la gracia maravillosa de Cristo, ‘el Espíritu dando testimonio a nuestro Espíritu’, que él capacita al creyente para vivir una vida en la luz plena del favor de Dios. Es cuando la ventana del corazón que mira hacia el cielo es despejada y mantenida limpia, que podemos andar en la luz.
La obra del Espíritu en la conciencia es triple. A través de la conciencia, el Espíritu permite que la luz de la santa ley de Dios brille en el corazón. Un cuarto podría tener sus cortinas, y aun sus visillos cerrados, pero esto no puede impedir al relámpago brillar de vez en cuando en la oscuridad.
La conciencia podría estar tan manchada y cauterizada por el pecado que el hombre fuerte podría morar en ella sin ser molestado. Cuando el resplandor desde el Sinaí brilla en el corazón, la conciencia se despierta, y está de inmediato dispuesta a confesar y soportar la condenación. Ambas, la ley y el evangelio, con su llamado al arrepentimiento y su convicción de pecado, apelan a la conciencia. Y no es sino hasta que la conciencia ha aceptado el cargo de transgresión e incredulidad que la liberación puede llegar verdaderamente.
De la misma manera, es por la conciencia que el Espíritu hace brillar la luz de la misericordia. Cuando las ventanas de una casa están sucias, necesitan ser lavadas. «¿Cuánto más la sangre de Cristo … limpiará vuestras conciencias?» (Heb. 9:14).
El objetivo completo de la preciosa sangre de Cristo es llegar hasta la conciencia, silenciar sus acusaciones, y limpiarla, hasta que pueda testificar que toda mancha es removida y que el amor del Padre fluye en Cristo en un resplandor sin nubes dentro del alma. «…purificados los corazones de mala conciencia» (Heb. 10:22), éste debe ser el privilegio de todo creyente, y llega a serlo cuando la conciencia aprende a decir Amén al mensaje divino del poder de la sangre de Jesús.
La conciencia que ha sido limpiada en la sangre, debe ser conservada limpia por el caminar en la obediencia de la fe, con la luz del favor de Dios brillando en ella. La conciencia también debe decir Amén a la promesa del Espíritu que habita en el interior, y a su compromiso de conducir en toda la voluntad de Dios, y testificar que Él lo hace.
El creyente es llamado a caminar en humilde ternura y vigilancia, no sea que en cualquier cosa, incluso pequeña, la conciencia le acuse por no haber hecho lo que él sabía que era lo correcto, o hacer aquello que no provenía de la fe. Él no debería alegrarse con nada menos que el testimonio gozoso de Pablo: «Porque nuestra gloria es esta: el testimonio de nuestra conciencia, que con sencillez y sinceridad de Dios, no con sabiduría humana, sino con la gracia de Dios, nos hemos conducido en el mundo» (2ª Cor. 1:12. Comparar con Hch. 23:1, 24:16; 2ª Tim. 1:3).
Noten bien estas palabras: «Nuestra gloria es ésta: el testimonio de nuestra conciencia». Cuando la ventana es mantenida limpia y brillante mediante nuestro morar en la luz, podemos tener comunión con el Padre y el Hijo, el amor del cielo brilla despejado, y nuestro amor crece con la confianza de un niño. «Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él» (1ª Juan 3:21, 22).
El mantener una buena conciencia hacia Dios día a día es esencial para la vida de la fe. El creyente debe tener esto como objetivo, y no debe estar satisfecho con nada menos que esto. Él debería asegurarse de que esto esté dentro de su alcance.
Por la fe, los creyentes en el Antiguo Testamento tuvieron testimonio de haber agradado a Dios (Hebreos cap. 11). En el Nuevo Testamento, esto es puesto ante nosotros, no sólo como un mandamiento a ser obedecido, sino también como una gracia a ser forjada por Dios mismo. «…para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios; fortalecidos con todo poder» (Col. 1:10). «…os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él» (Heb. 13:21).
Cuanto más buscamos este testimonio de la conciencia de que estamos haciendo lo que agrada a Dios, más sentiremos libertad, con cada falla que nos sorprenda, de mirar de inmediato a la sangre que limpia siempre, y más fuerte será nuestra seguridad de que los pecados que moran en nosotros, junto con todas sus obras que son aún nos son desconocidas, son cubiertos también por esa Sangre.
La sangre que ha rociado la conciencia habita y actúa allí en el poder de la vida eterna que no conoce ninguna interrupción, y del sacerdocio inmutable que salva totalmente. «Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (1ª Juan 1:7).
La causa de la debilidad de nuestra fe se debe en gran parte a la falta de una conciencia limpia. Identifiquemos bien con cuanta cercanía Pablo las conecta en 1ª Timoteo: «…el amor nacido de corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida» (1:5). «…manteniendo la fe y buena conciencia, desechando la cual naufragaron en cuanto a la fe algunos» (1:19). Y especialmente 3:9): «que guarden el misterio de la fe con limpia conciencia».
La conciencia es el asiento de la fe. Aquel que crece fuerte en la fe, y tiene confianza en Dios, debe saber que está agradando al Padre (1ª Juan 3:21, 22). Jesús dijo claramente que es para quienes le aman y guardan sus mandamientos que está guardada la promesa del Espíritu, con el Padre y el Hijo morando en su interior, el habitar en su amor, y el poder en la oración.
¿Cómo podemos proclamar confiadamente estas promesas, a menos que con una simplicidad infantil nuestra conciencia pueda testificar que cumplimos con las condiciones? Oh, aquí la iglesia puede levantarse a la altura de su llamamiento santo como intercesora, y apelar a estas promesas ilimitadas que están realmente a su alcance. Los creyentes tendrán que acercarse al Padre, glorificándole, como Pablo, en el testimonio de su conciencia, pues, por la gracia de Dios, ellos están caminando en santidad y sinceridad.
Deberá ser evidente que esta es la humildad más profunda, y traerá mayor gloria a la gratuita gracia de Dios abandonar la idea humana de lo que nosotros podemos lograr, y aceptar la declaración de Dios, de lo que él desea y promete, como el único estándar de lo que debemos ser.
¿Y cómo alcanzar esta vida bendecida, en la cual es posible a diario apelar a Dios y a los hombres como Pablo: «Verdad digo en Cristo, no miento, y mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo»? El primer paso es: Inclínate muy bajo delante lo que la conciencia reprueba. No te conformes con una confesión general, porque hay muchas cosas que están incorrectas.
No confundas la transgresión real con los actos involuntarios de la naturaleza pecaminosa. Si ésta última va a ser conquistada y muerta por el morar interior del Espíritu, deberías antes tratar con la primera. Comienza con algún pecado individual, y dale tiempo a la conciencia en sumisión silenciosa y humillación para reprobar y condenar. Di a tu Padre que en esto, por Su gracia, vas a obedecer.
Acepta de nuevo la oferta maravillosa de Cristo para tomar plena posesión de tu corazón, para habitar en ti como Señor y Guardador. Confía en él por su Espíritu Santo para hacer esto, aún cuando te sientas débil y desamparado. Recuerda que la obediencia, el tomar y guardar las palabras de Cristo en tu voluntad y vida, es la única manera de probar la realidad de tu entrega a él, o tu interés en su trabajo y su gracia. Y sométete en fe, que por la gracia de Dios serás ejercitado siempre para tener una conciencia libre de ofensa hacia Dios y hacia el hombre.
Cuando hayas iniciado esto con un pecado, procede con otros, paso a paso. Si eres fiel en mantener una conciencia pura, la luz brillará con más resplandor del cielo en el corazón, descubriendo pecados que no habías notado antes, trayendo hacia fuera claramente la ley escrita por el Espíritu que no habías sido capaz de leer. Anhela ser enseñado; confiando en que el Espíritu enseñará. Cada esfuerzo honesto de mantener la conciencia limpia por la sangre, en la luz de Dios, será resuelto con la ayuda del Espíritu. Solo apóyate con todo tu corazón y enteramente a la voluntad de Dios y al poder de su Espíritu Santo.
Si te inclinas de esta forma ante la reprensión de la conciencia, y te entregas por completo a la voluntad de Dios, tu valor se fortalecerá y te será posible tener tu conciencia limpia de ofensas. El testimonio de la conciencia, en cuanto a lo que estás haciendo y lo que harás por gracia, será completado por el testimonio del Espíritu en cuanto a lo que Cristo está haciendo y hará.
Con simplicidad infantil buscarás comenzar cada día con una simple oración: ‘Padre, ahora no hay separación entre tú y yo y tu Hijo. Mi conciencia, divinamente limpiada en la sangre, me da testimonio. No permitas siquiera que la sombra de una nube empañe este día. En todo haga yo tu voluntad; tu Espíritu, que mora en mí, me guíe y me haga fuerte en Cristo’. Y entrarás en esa vida que se gloría en la libre gracia solo cuando digas al final de cada día: «Nuestro gloriarnos sea éste, el testimonio de nuestra conciencia, que en santidad y sinceridad divina, por la gracia de Dios, nos hemos conducido en el mundo … Mi conciencia me es testigo en el Espíritu Santo». Amén.