El evangelio no ha sido enviado al mundo como una recompensa para las personas buenas o excelentes.
Nuestra misión es mostrar que el evangelio está dirigido a los pecadores, y tiene puestos sus ojos en los culpables; que no ha sido enviado al mundo como una recompensa para las personas buenas o excelentes, o para aquellos que piensan que tienen ciertas cualidades o que están preparados para el favor divino; sino que está destinado a los que quebrantan la ley, a los indignos, a los impíos, a quienes se han extraviado como ovejas perdidas, o han abandonado la casa de su padre como el hijo pródigo.
I. Primero, aun una mirada superficial a la misión de nuestro Señor basta para mostrar que su obra fue para el pecador. La venida del Hijo de Dios a este mundo como Salvador significó que los hombres necesitaban ser liberados de un mal muy grande por medio de una mano divina. La venida de un Salvador que mediante su muerte proporcionaría el perdón para el pecado del hombre, significó que los hombres eran sumamente culpables, e incapaces de procurarse el perdón por medio de sus propias obras.
¿Qué justifica la encarnación sino la ruina del hombre? ¿Qué puede explicar la vida de sufrimiento de nuestro Señor sino la culpa del hombre? Sobre todo, ¿qué explica su muerte y la nube bajo la cual murió sino el pecado del hombre? «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas. Pero Dios cargó en él el pecado de todos nosotros». Ésa es la respuesta a un enigma que, de cualquier otra manera, no tendría respuesta.
Si damos una mirada al pacto bajo el cual vino nuestro Señor, pronto notamos que su orientación es hacia los hombres culpables. Si hubiera existido una salvación por obras hubiera sido por medio de la ley, ya que la ley es íntegra y justa y buena; pero el nuevo pacto evidentemente trata con pecadores, porque no habla de recompensa al mérito, sino que, promete sin condiciones: «Seré misericordioso en cuanto a sus injusticias y jamás me acordaré de sus pecados».
Moisés viene para mostrarnos cómo se debe comportar el hombre santo, pero Jesús viene para revelar cómo puede ser limpiado el impuro.
Siempre que oímos acerca de la misión de Cristo, es descrita como una misión de misericordia y gracia. En la redención que es en Cristo Jesús, es la misericordia de Dios la que siempre es exaltada.
Pero, hermanos, la misericordia implica pecado: no se puede reservar ninguna misericordia para los justos, porque es la justicia misma quien les otorga todo lo bueno. Asimismo la gracia sólo puede otorgarse a los pecadores. ¿Qué gracia necesitan aquellos que han guardado la ley, y merecen el bien de las manos de Jehová? Para ellos la vida eterna sería más bien una deuda, una recompensa muy bien ganada; pero si se toca el tema de la gracia, de inmediato hay que eliminar la idea de mérito y hay que introducir otro principio. Sólo se puede practicar la misericordia allí donde hay pecado, y la gracia no se puede otorgar sino a quienes no tienen ningún mérito.
El evangelio lanza sus invitaciones; pero estas invitaciones están dirigidas a quienes están cargados con el peso del pecado, y están fatigados tratando de escapar de sus consecuencias. Llama a aquellos que están necesitados, sedientos, pobres y desnudos y todas estas condiciones son figuras de estados equivalentes producidos por el pecado.
Los propios dones del evangelio implican pecado; la vida es para los muertos, la vista es para los ciegos, la libertad es para los cautivos, la limpieza es para los sucios, el perdón es para los pecadores.
Las descripciones que hace el evangelio de sí mismo usualmente apuntan hacia el pecador. El gran rey que hace una fiesta y no encuentra a ningún invitado que se siente a la mesa entre aquellos que naturalmente se esperaba que llegaran, pero que obliga a los hombres que van por los caminos y por los callejones a entrar a su fiesta. Si el evangelio se describe él mismo como una fiesta, es una gran fiesta para los ciegos, para los cojos, y para los lisiados; si se describe a sí mismo como una fuente, es una fuente abierta para limpiar el pecado y las impurezas. En todas partes, en todo lo que hace y dice y da a los hombres, el evangelio se manifiesta como el amigo del pecador.
El evangelio es un hospital para los enfermos, nadie sino el culpable aceptará sus beneficios; es medicina para los enfermos, los sanos y los que creen en su propia justicia nunca podrán gustar sus sorbos salvadores. El evangelio siempre ha encontrado sus más grandes trofeos entre los más grandes pecadores: alista a sus mejores soldados no solo de las filas de los culpables sino de los rangos de los más culpables. El evangelio se basa sobre el principio de quien ha tenido mucho que perdonársele, ése amará más, y así su Señor misericordioso se deleita buscando a los más culpables y manifestándose a ellos con amor abundante y sobreabundante, diciendo: «He borrado como niebla tus rebeliones, y como nube tus pecados». Hay otra reflexión que está muy cerca de la superficie, es decir, que si el evangelio no mira hacia los pecadores, ¿a quién más podría mirar?
Sepan, oh hombres, que no vive en la faz de la tierra un hombre a quien Dios pueda mirar con placer si considerara a ese hombre a la luz de Su ley. Ningún corazón por naturaleza es sano o justo ante Dios, ninguna vida es pura o limpia cuando el Señor viene para examinarla con sus ojos que todo lo ven. Estamos encerrados en la misma prisión con todos los culpables; si no somos igualmente culpables, sí somos culpables en la medida de nuestra luz y de nuestro conocimiento, y cada uno es condenado justamente, porque nos hemos descarriado en nuestro corazón y no hemos amado al Señor. ¿A quién, entonces, podría mirar el evangelio si no dirigiera sus ojos hacia el pecador?
II. En segundo lugar, si hubiera algo bueno en nosotros sería puesto por la gracia de Dios, y ciertamente no estaba ahí cuando, en el principio, las entrañas del amor de Dios comenzaron a moverse hacia nosotros. Si toman la primera señal distintiva de salvación que fue realmente visible en la tierra, es decir, la venida de Cristo, se nos dice que: «Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros». Este fue el fruto del gran amor del Padre «que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados».
Cuando tu corazón era duro, cuando no te querías arrepentir ni someterte a Dios sino que te rebelabas más y más, él te amó con afecto supremo. ¿Por qué una gracia tal? ¿Por qué habría de ser, sino es porque su naturaleza está llena de bondad y él se deleita en la misericordia?
Miren aún más detalladamente. ¿Qué vino a hacer nuestro Señor al mundo? Aquí está la respuesta. Él vino para ser quien cargara con el pecado: ¿y creen ustedes que vino para cargar sólo con los pecados pequeños, los pecados sin importancia del mejor tipo de hombres, si existen tales pecados? ¿Suponen que es un pequeño Salvador, que vino para salvarnos de las pequeñas ofensas?
Si no hay pecado, entonces la cruz es una equivocación, entonces el lama sabactani fue sólo una queja contra una crueldad innecesaria. La existencia de un gran pecado está implícita en la venida de Cristo, y esa venida fue hecha necesaria por el pecado, contra el cual Jesús viene como nuestro libertador.
Hermanos, todos los dones que Jesucristo vino a dar, o la mayor parte de ellos, implican que hay pecado. ¿Cuál es su primer don sino el perdón? ¿Cómo puede perdonar a un hombre que no ha transgredido? Hablo con toda reverencia, no puede haber una cosa tal como perdón donde no hay ofensa cometida.
Nuestro Señor Jesucristo vino ceñido también con poder divino. «El Espíritu del Señor está sobre mí». ¿Con qué fin fue cubierto con poder divino a menos que el pecado hubiera tomado todo el poder y la fuerza del hombre, y que el hombre estuviera en una condición de la cual no podía ser levantado excepto por la energía del Espíritu eterno? ¿Y qué implica esto sino que la misión de Cristo se dirige a aquellos que a través del pecado están sin fuerza y sin mérito ante Dios?
El Espíritu Santo es dado porque el espíritu del hombre ha fallado: porque el pecado ha quitado la vida al hombre, y lo ha dejado muerto en transgresiones y pecados. Por tanto viene el Espíritu Santo para reanimarlo dándole una nueva vida, y ese Espíritu viene por Jesucristo. Por consiguiente la misión de Jesucristo es claramente para el culpable.
Vuélvanse a contemplar el llamamiento eficaz, y vean cuán delicioso es verlo como una llamada que vivifica a los muertos, y llama a las cosas que no existen como si existieran, como una llamada a los condenados para darles perdón y favor.
Vuélvanse a continuación hacia la adopción. ¿Cuál es la gloria de la adopción, sino que Dios ha adoptado a aquellos que eran extraños y rebeldes para hacerlos sus hijos?
III. Ahora, en tercer lugar, es evidente que es nuestra sabiduría aceptar la situación. Sé que para muchos esta es una doctrina de amargo sabor. Bien amigo, es mejor que cambies tu paladar, porque nunca serás capaz de alterar esa doctrina.
Hay quienes objetan: «No admiro este sistema. ¿Voy a ser salvo de la misma manera que un ladrón moribundo?». Precisamente así es, a menos que sucediera que te sea dada mayor gracia a ti que a él.
Oh, hijos de padres piadosos, ustedes jóvenes de excelente moral y conciencias delicadas, a ustedes les hablo. Alégrense de sus privilegios, pero no se jacten de ellos, porque ustedes también han pecado, han pecado contra la luz y el conocimiento, ustedes lo saben. Si no han caído en los pecados más terribles, sin embargo en el deseo y en la imaginación ya se han extraviado lo suficiente, y en muchas cosas han ofendido terriblemente a Dios. Si, con estas consideraciones ante ustedes, toman su lugar como pecadores no serán deshonrados, sino que simplemente estarán en donde deben estar.
Ahora pues, pobre alma, siéntate ante el Señor y di: «Señor, ¿vino tu Hijo a salvar a los culpables? Yo lo soy y confío en él para que me salve. ¿Murió él por los impíos? Yo soy uno, Señor, confío en que su sangre me limpie. ¿Su muerte fue por los pecadores? Señor, asumo esa posición. Me confieso culpable. Acepto la sentencia de tu ley como justa, pero sálvame, Señor, pues Jesús murió».
IV. Ahora, concluyendo, esta doctrina tiene una gran influencia santificadora. «Eso», dice alguien, «no lo puedo creer. Seguramente has estado otorgando un valor al pecado al decir que Cristo vino a salvar solo a los pecadores, y no llama al arrepentimiento sino a los pecadores».
La opinión que la gracia inmerecida se opone a la moralidad, no tiene ningún fundamento. Ellos sueñan que la doctrina de la justificación por la fe conducirá al pecado, pero se puede demostrar por la historia que, cada vez que esta doctrina ha sido fielmente predicada, los hombres han sido más santos, y cada vez que esta verdad ha sido oscurecida, ha abundado todo tipo de corrupción.
Veamos el poder santificante de este evangelio. Su primera operación en esa dirección es ésta: cuando el Espíritu Santo hace penetrar la verdad del perdón inmerecido en un hombre, éste cambia completamente sus pensamientos en lo que concierne a Dios. «¿Qué?», dice él, «¿me ha perdonado gratuitamente Dios de todas mis ofensas por causa de Cristo? ¿Y me ama a pesar de todo mi pecado? ¡Yo no sabía que él fuera así, tan bueno y lleno de gracia! Pensé que él era duro; pero, ¿así siente él por mí?». «Entonces», dice el alma, «entonces yo lo amo por eso». Hay un cambio radical de sentimientos en el hombre, un giro completo, cuando él entiende la gracia redentora y el amor hasta la muerte. Al contemplar la gracia se produce la conversión.
Le hablaste al pecador acerca de hacer el bien, de lo justo, de la justicia, de la recompensa y del castigo, y él oyó todo eso que pudo haber tenido una cierta influencia sobre él, pero no lo sintió profundamente.
Una enseñanza así es demasiado fría para encender el corazón. Pero la verdad que llega al corazón del hombre sí le parece nueva y excitante. «Dios por su pura misericordia, perdona al culpable, y él te ha perdonado a ti». Entonces, esto lo despierta y mueve todo su ser. Posiblemente, cuando oye el evangelio por primera vez, no le preocupa y hasta lo odia, pero cuando le llega con poder, cuando recibe su mensaje como realmente dirigido a él, entonces una cálida emoción, un amor tierno, un humilde deseo y un sagrado anhelo por el Señor se agitan en su seno.
Además, cuando esta verdad entra en el corazón, ella golpea duramente la arrogancia del hombre, para quitarle la confianza en su propia bondad, y hace que él sienta su culpa; y al hacer eso arranca el gran mal del orgullo.
Además, cuando se recibe esta verdad es seguro que brota en el alma un sentimiento de gratitud. El hombre a quien se le ha perdonado mucho con toda seguridad amará mucho a cambio. La gratitud hacia Dios es el resorte que mueve a la acción santa.
El hombre que hace lo justo no por el cielo o por el infierno, sino porque Dios lo ha salvado, y ama a Dios que lo salvó, es verdaderamente el hombre que ama lo justo. El que ama lo justo porque Dios lo ama, se ha levantado del pantano del egoísmo, y tiene en él una fuente viva que fluirá y se desbordará en una vida santa.
¿Alguna vez vibraste ante un discurso frío sobre la excelencia de la moralidad, sobre las recompensas de la virtud o sobre los castigos de la ley? De ninguna manera; pero prediquen la doctrina de la gracia, exalten el favor soberano de Dios, y observen las consecuencias.
A veces, la predicación ha sido mal presentada, con un lenguaje sin educación, y sin embargo esta doctrina siempre ha movido a la gente. Hay algo en el alma del hombre que busca al evangelio de la gracia, y cuando viene, hay hambre para oírlo.
Hay una dulzura acerca de la misericordia divina, graciosamente dada, que captura el corazón del hombre. Si hay cristianos serios, llenos de amor a Dios y al hombre, son aquellos que saben lo que la gracia ha hecho por ellos. Quienes permanecen fieles ante el reproche y llenos de gozo ante las penalidades son aquellos que están conscientes de su deuda hacia el amor divino. Si hay quienes se deleitan en Dios mientras viven, y descansan en él cuando mueren, son los hombres que saben que son justificados por la fe en Jesucristo que justifica al impío.
El Señor nos permite conocer el poder del evangelio sobre nuestro yo pecador. El Señor nos hace querer el nombre, la obra, y la persona del Amigo del pecador. Ojalá que nunca olvidemos el pozo del que fuimos sacados, ni la mano que nos rescató, ni la inmerecida bondad que movió a esa mano.
Gloria a ti, oh Señor Jesús, siempre lleno de compasión. Amén.
Resumen de un sermón predicado en marzo de 1877, en Newington, Inglaterra.http://www.spurgeongems.org.