La obra del tabernáculo en el desierto como alegoría de la edificación de la Iglesia.
Gino Iafrancesco
Las tablas
«Y harás para el tabernáculo tablas de madera de acacia, que estén derechas» (Éx. 26:15). Esto es bien complicado, pues las acacias son bien torcidas – como nosotros. Pero el Señor toma lo torcido, y lo endereza. Gracias a Dios que él no esperó que fuéramos derechos – nos tomó tan torcidos como somos, pero él nos endereza.
«La longitud de cada tabla será de diez codos, y de codo y medio la anchura». Aquí vuelve a aparecer el número 10, que habla de la universalidad. Cada tabla tiene diez codos de largo, y codo y medio de ancho. Todas las tablas son iguales. Dios no hace acepción de personas. No importa la raza, la clase social, la nacionalidad, la cultura. Eso no cuenta para él. Lo que el Señor valora es que le pertenezcan a él. Dios quiso tener toda clase de seres humanos. Para él, cada hombre tiene el mismo valor.
Pero ahora aparece un problema. Dice: «…y de codo y medio la anchura». Vemos que la anchura no es una medida completa. El número ‘uno y medio’ es un número imperfecto. El número de Dios es 3, un número completo, perfecto. Pero ‘uno y medio’ quiere decir que no está completo, que esa tabla tiene que estar con otra tabla. Juntos, tenemos tres.
Esas tablas nos hablan de los creyentes. Los creyentes somos miembros de un cuerpo; no podemos ser completos en nosotros mismos; necesitamos a nuestros hermanos. Por eso, el Señor Jesús dijo: «…donde están dos o tres congregados en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20).
Hay promesas que fueron dadas a la iglesia. Por ejemplo, dice el Señor Jesús: «…las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (Mat. 16:18), contra la iglesia. Si yo, como individuo, según mi pensamiento y ocurrencia, pretendo cobijarme bajo esa promesa, ella no es para mí. Las promesas dadas a las personas, son para las personas; pero las promesas presentadas a la iglesia, es como iglesia que podemos obtenerlas.
Entonces, la promesa de que las puertas del Hades no prevalecerán, es una promesa hecha a la iglesia, como iglesia. Tenemos que tener conciencia de iglesia, es decir, que no eres tú solo, ni yo solo, ni la suma de dos solos, sino Cristo entre los dos. «…si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho» (Mat. 18:19). Tenemos que ponernos de acuerdo, y ese acuerdo es el mismo Señor Jesús, porque él es nuestra paz. Por eso las tablas no tienen la anchura suficiente en sí mismas; tienen una media medida, mostrándonos que tenemos que estar en comunión con el otro, para hacer la medida completa.
Dios quiere que estemos en comunión. Por eso, Eclesiastés 4 nos habla de que «cordón de tres dobleces no se rompe pronto» (v. 12) y que «Mejor son dos que uno; porque tienen mejor paga de su trabajo» (v. 9).
El hermano Watchman Nee nos recordaba este principio en aquel pasaje donde dice que uno perseguirá a mil, y dos perseguirán a diez mil. Si yo, por mi lado, persigo mil, y él, por su lado, persigue mil, se nos escapan ocho mil. Pero si juntos perseguimos al enemigo, ¡vencemos a diez mil! No es uno más uno. No, aquí no es cuestión de sumar.
El hermano Nee también daba un ejemplo: Si usted tiene un vaso, y ese vaso se quiebra en pedazos, y en cada pedacito usted coloca la máxima cantidad de agua posible, al juntar todos los pedacitos, esa cantidad de agua es poca. Pero si todos ellos forman un solo vaso, el vaso puede contener más agua. Por eso, uno perseguirá a mil, pero dos no sólo a dos mil, sino a diez mil. «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo…», dice el Señor. Ese es el principio de la iglesia.
Verso 17: «Dos espigas tendrá cada tabla, para unirlas una con otra; así harás todas las tablas del tabernáculo». Dios quiere que las tablas estén unidas una con la otra. Esos encajes nos hablan de cómo son unidas una tabla con la otra. Cada tabla está sobre basas de plata, y se une mediante una espiga, un ensamble, con la tabla que está a su derecha y con otra espiga a la que está a su izquierda. Las tablas están unidas una con la otra. Somos una misma cosa – somos su Cuerpo.
Continuamos leyendo. Dice el verso 18: «Harás, pues, las tablas del tabernáculo…». Había que prepararlas; eran acacias. Juan el Bautista dijo: «Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto se corta y se echa en el fuego» (Luc. 3:9). O sea, que esos árboles representan a los seres humanos, bien torcidos, como las acacias. Pero dice: «Harás, pues, las tablas para el tabernáculo…». O sea, evangelizarás a las personas, las discipularás y, de esas acacias torcidas, harás tablas para el tabernáculo.
Y ahora, dice lo siguiente: «…veinte tablas al lado del mediodía, al sur. Y harás cuarenta basas de plata debajo de las veinte tablas; dos basas debajo de una tabla para sus dos espigas, y dos basas debajo de otra tabla para sus dos espigas. Y al otro lado del tabernáculo, al lado del norte, veinte tablas, y sus cuarenta basas de plata; dos basas debajo de una tabla, y dos basas debajo de otra tabla». Ya van cuarenta tablas y ochenta basas.
La plata, en la Biblia, representa la redención. El siclo del rescate, la moneda del templo, era de plata. Cada uno debía pagar un siclo de plata por su rescate. Quiere decir que la redención es el precio que pagó el Señor para recuperarnos, y está representada por la plata. Por tanto, una tabla sobre basas de plata quiere decir que son personas redimidas. Y cuando son dos basas, es confirmación, es seguridad, es verdad: esas personas son salvas, y pertenecen a la casa de Dios.
Desde cada basa, hay una espiga a su derecha, y una espiga a la izquierda. Esto quiere decir que tenemos que unirnos no sólo con los de la derecha, sino también con los de la izquierda; con estos hermanos… y con aquellos hermanos. En lo natural, a veces, nosotros, a veces, tenemos preferencias; pero en la comunión nunca deben prevalecer las preferencias humanas.
El ser humano, en sí mismo, tiene simpatías y tiene antipatías; pero, en la casa de Dios, ni las simpatías, ni las antipatías deben tener lugar. En la casa de Dios, la inclusividad de Cristo: todos los que él recibió son nuestros hermanos. Nosotros no podemos escoger hermanos; tenemos que aceptar a los hermanos que nuestro Padre engendró. No somos nosotros los que decimos cuáles hermanos nos gustan; es Dios el que dice quiénes son nuestros hermanos.
Dios quiere que tengamos hermanos con narices largas, que a veces se meten donde uno no quisiera, y también hermanos con narices chatas… Dios ha engendrado toda clase de hijos, y son nuestros hermanos. Por eso, cada tabla debe estar dispuesta a ser unida con las demás tablas, por un lado, y por otro lado.
Yo sé que hacer el ejercicio de estar unido con personas que nos son simpáticas, es fácil. Pero, en Cristo, debemos ejercitarnos en tener comunión con los hermanos que a la carne le resultan antipáticos. Es fácil abrazar a los que nos agradan, pero debemos abrazar a todos, porque a Dios le agrada; debemos tener como hermanos a los que Dios tiene como hijos. A quienes el Señor recibió, nosotros debemos recibirlos.
Nuestra receptividad de los hijos de Dios debe ser la misma de Dios. La iglesia no puede ser menor de lo que es. Tampoco puede ser mayor. Tienen que estar las tablas en basas de plata – tienen que ser personas redimidas. Pero, todos los redimidos, todos los que Su sangre limpió, y los que Su Espíritu regeneró, son nuestros hermanos. Nuestro corazón debe ensancharse para que puedan caber todos los que caben en el corazón del Señor.
Dios ordenó veinte tablas al norte, veinte tablas al sur, seis al occidente y dos tablas en las esquinas. Verso 22: «Y para el lado posterior del tabernáculo…». Posterior, porque el Señor comenzó en oriente, porque el sol sale en oriente. El lado posterior es en occidente, porque el sol circula hacia el occidente. «…harás seis tablas. Harás además dos tablas para las esquinas del tabernáculo en los dos ángulos posteriores…».
En el oriente, Dios no colocó ninguna tabla. En el occidente colocó seis, y en la esquina entre el occidente y el norte, y en la otra esquina entre el occidente y el sur, colocó una tabla y otra tabla. Las tablas del norte y del sur tienen esta dirección, y las del occidente esta otra dirección; pero las tablas de las esquinas no tienen ni la una ni la otra, sino que son oblicuas, pero unen a las dos. 20 + 20 + 6 + 1 + 1 = 48 tablas.
Dios escogió que en su casa hubiese cuarenta y ocho tablas – el cuerpo de Cristo representado en cuarenta y ocho tablas. 48 es el resultado de multiplicar 6×8. El número 6 es el número del hombre, creado al sexto día. Pero el 8 es, después del 7, un nuevo comienzo; representa la resurrección. El hombre fue hecho al sexto día. Después de caer, se convirtió en un viejo hombre. Pero, al ser redimido, resucitado juntamente con Cristo, es un nuevo hombre. Por lo tanto, las 48 tablas representan el nuevo hombre, el cual es el cuerpo de Cristo. (Ver Efesios 2:11-16).
Veamos por qué en el oriente no hay ninguna tabla: porque el Señor es celoso. Por una parte, él dijo: «No tendrás dioses ajenos delante de mí» (Éx. 20:3). Y también el Señor Jesús dijo: «Ni seáis llamados maestros…» (Mat. 23:10). La palabra allí no es didaskalos como aparece en Efesios 4, que se traduce como maestros o tutores. En Mateo 23, donde Reina-Valera dice maestros, la palabra es cateketes, de donde deriva ‘catequista’, que significa modelo. Podemos tener hermanos que nos enseñen, pero no podemos tenerlos como modelos.
Muchos hermanos nos pueden enseñar. Dios quiere que en la iglesia nos enseñemos unos a otros, nos exhortemos unos a otros, y que aquel que tiene ese don de enseñar, enseñe. Puede ser un didaskalos, pero no un cateketes; no un maestro en el sentido de modelo. A ninguno llaméis maestro en el sentido de modelo al cual amoldarse, porque uno es vuestro cateketes, uno es vuestro catequista, uno es vuestro modelo, el Cristo.
Por eso, en el oriente no puede haber ninguna tabla, porque no hay otro mediador entre Dios y los hombres. Todas las tablas están alrededor, todos juntos le hacemos recepción al Señor, todos miramos al oriente. Nos orientamos por el oriente, y el Sol de justicia es el Hijo de Dios. Sale por el oriente, tiene entrada directa, sin mediadores, en el cuerpo de Cristo. En la puerta del oriente, sólo podía entrar Dios. El príncipe entraba por un costado. Hoy en día, la puerta del oriente está cerrada. Nadie puede entrar por ella, sólo el Mesías.
Al lado de la puerta del oriente, hay una puerta angosta por donde el príncipe –por representar autoridad– tiene que pasar con cuidado; porque por la puerta del oriente sólo puede entrar el Señor. Por eso dice: «Porque hay … un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (1ª Tim. 2:5). «…nadie viene al Padre, sino por mí» (Jn. 14:6).
Todas las tablas tienen la misma medida, y están a los pies del Señor, rodeándolo a él; pero ninguno puede ponerse en ese lugar. El que se pone como cabeza, se queda sin cabeza. «Y también a aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos delante de mí», dice el Señor (Luc. 19:27). Todos los que nos ponemos por cabeza, nos quedamos sin cabeza.
Las tablas esquineras
Veamos otros detalles de estas tablas que rodean al Señor. Verso 22: «Y para el lado posterior del tabernáculo, al occidente, harás seis tablas». Entonces, aquí son veinte; por este otro lado, veinte, y por allá, seis. Pero el número 20 es un número incompleto. Si fuera 21, o sea, 3×7, entonces es algo bonito. Y si fuera 7… Dios completa su obra en siete, pero no en seis. Pero él completa este seis, y completa estos veinte, colocando tablas esquineras.
Note que, en el pueblo de Dios, a veces, unos hijos de Dios llevan una dirección. Por ejemplo, los calvinistas tienen una dirección, y los arminianos tienen otra; a veces los pentecostales tienen una dirección y los no pentecostales tienen otra. Y, si continúan así, chocan. Entonces, el Señor tiene que tener algunos hijos que son como catalizadores.
Ustedes saben lo que, en química, es un catalizador. Por ejemplo, un elemento que, por sí solo, no se puede mezclar con otro elemento. No se soportan, se rechazan; puede haber una explosión. Pero, entonces, hay un tercer elemento que sí puede tener comunión con este elemento y sí puede tener comunión con este otro elemento, y así permite que los otros dos elementos, que no se pueden ver ni pintados, estén juntos.
En la casa de Dios se necesita esa clase de hermanos pacificadores, que procuran que los hermanos no se vayan a los extremos, sino que completan los veinte para que sean veintiuno, y completan los seis para que sean siete. ¡Las tablas esquineras! «Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mat. 5:9). En la casa de Dios se necesita hermanos conciliadores, hermanos que busquen evitar los extremos, que busquen ver lo bueno de cada uno y puedan así estar juntos.
El 6 se completa por un lado: 7; por el otro lado: 8. Números de Dios. Y el 20 se completa con el 21. A veces, nosotros somos un poco cuadriculados, a veces no aceptamos otro tipo de pensamiento un poco diferente al nuestro y, si seguimos en esa dirección, vamos a chocar constantemente con nuestros hermanos.
Estamos analizando las cosas; no hemos llegado al fin. Cada uno tiene derecho a procurar entender lo mejor que pueda, y puede contarle a los otros qué le parece estar viendo; pero nada de eso es definitivo, nada de eso es dogmático. Tenemos que seguir entendiendo juntos, porque la palabra del Señor dice «comprendiendo con todos los santos» las riquezas de Cristo. Lo que a mí me falta, tú lo tienes; lo que tú no tienes, otro lo tiene, y, entre todos, tenemos todo.
El cuerpo tiene que ser como una pijama grande. Un hermano gordo tiene que tener una pijama grande, porque si se va a poner la pijama de un niño, no le cabe el pie. Necesita una que sea como para él. Así también, el Señor Jesús es muy grande, y su plenitud necesita una pijama grande, que es el cuerpo de Cristo. Nuestra estrechez denominacional o de escuela no permite que quepa la pierna del Señor. Él tiene que caber en la plenitud de los hermanos.
La inclusividad del cuerpo de Cristo significa, mínimo, tres cosas. Primero, el cuerpo debe recibir todo lo que es de Cristo, todas las riquezas de Cristo. Puede ser que a alguno no le gusten esas lenguas tan raras, que algunos interpretan; pero el Señor ha dado el don de lenguas también. Entonces, todos los dones, todos los ministerios, toda la Palabra, todos los aspectos de la Palabra; claro, cada cosa con su peso.
Los instrumentos del ministerio tienen, cada uno, su peso. Hay cucharas pequeñas, hay garfios, hay rejas para asar carne… No vamos a poner la cuchara en el lugar del arca. No, ella tiene su lugar. Es necesario poner cada cosa en su lugar, dar a cada cosa su medida: lo que es primero, primero; lo que es segundo, segundo, y lo que es tercero, tercero. La palabra de Dios dice: Primero, segundo, tercero. El Señor dice lo que es mayor y lo que es menor.
A veces, hermanos, en el pueblo de Dios, tenemos desordenada la jerarquía de valores. Entonces, los hermanos que llevan esta línea chocan con aquellos que llevan aquella otra línea, y Dios tiene que poner amortiguadores, en las esquinas y decir: «Espere, hermano. Sí, sí, claro que el hermano es post-tribulacionista, o pre, ¡pero es hermano! Claro que aquél duda de las lenguas, y dice que eso era para el tiempo de los apóstoles, ¡pero es hermano!
Hay cosas que son primero, que son mayores, que son más importantes, ¡que son camellos! Y hay cosas que son mosquitos. Cuando tenemos la conciencia distorsionada, colamos el mosquito, y tragamos el camello. Entonces, hermanos, necesitamos el cuerpo de Cristo – hermanos que nos ayuden para darle a cada cosa su lugar.
A veces, nosotros, que estamos entendiendo la iglesia, ponemos el candelero en el Lugar Santísimo. Y viene por ahí alguno presentando a otro Jesús. Pero, como dice que él también entiende la iglesia, entonces, metemos en la olla sapos y culebras. ¿Se dan cuenta, hermanos? Primero es el arca. Si no presenta al mismo Jesús de los apóstoles, Dios y Hombre verdadero, el Hijo de Dios… Eso es lo que está primero, el arca.
La primera cosa fundamental es el mismo Señor. Dios trino. El Hijo, Dios con el Padre, y Hombre verdadero, tentado en todo, semejante a nosotros; en el propiciatorio, muerto por nuestros pecados, para que seamos justificados por la fe. La esencia del evangelio, lo primero que Pablo predicó: que Cristo –el arca– murió por nuestros pecados. «…primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras» (1ª Cor. 15:3-4).
Ese es el fundamento, es lo principal. A eso se refiere el arca, a eso se refiere el propiciatorio: a la persona y obra del Señor Jesús, la esencia del evangelio, que es acerca del Hijo, que murió por nuestros pecados. «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1ª Tim. 1:15). Lo primero es primero. Cuando comenzamos a poner orden en nuestra escala de valores, comenzamos a ver lo precioso de los hermanos, y podemos pasar por alto los mosquitos.
Necesitamos tablas esquineras, hermanos que ayuden a la pacificación, a la reconciliación, a calmar los ánimos; catalizadores, pacificadores.
Los goznes
Éxodo 26:24: «…las cuales –las tablas– se unirán desde abajo…». Es decir, se edifica desde abajo para arriba. «…y asimismo se juntarán por su alto con un gozne». El gozne está arriba, o sea, que Dios ejerce cierta presión para que mantengamos nuestro lugar en correspondencia con las demás tablas. No podemos irnos hacia allá o hacia acá; necesitamos una presión divina. Es como si fuera otra especie de esos corchetes de oro que trataban las telas del interior, y los corchetes de bronce que trataban la cobertura de pelo de cabra.
El amor de Cristo nos constriñe, pero la disciplina está representada en el bronce. Entonces, vemos también la mano correctora de Dios. Y ahora vemos también otra especie de corchete, pero que es un gozne. Que ya no es para cortinas, sino para las tablas, para retenerlas en su puesto, para que no se adelanten, ni se atrasen, ni se tuerzan para un lado ni para el otro.
Por ejemplo, una vez, Pablo estaba en una ciudad; se le abrió puerta allí, pero no tuvo descanso en su espíritu, por no haber hallado a su hermano Tito. Hay cosas que se tienen que hacer con otros, y si no está el otro, la cosa queda torcida. Necesitamos tener sensibilidad en el espíritu, para saber que debemos estar con un hermano. A veces, habla Pedro, y los Once lo respaldan; a veces, habla Juan; a veces, Pablo. Cualquiera sea el que hable, los Once están detrás. Se levantó Pedro con los Once, o sea, ellos tenían conciencia de cuerpo, conciencia de colegio.
Vamos a ver esa conciencia en Hechos 1, desde el 15 en adelante. Aquí están los apóstoles en el aposento alto, orando para que venga el Espíritu Santo. Ellos son la iglesia, ellos son como el tabernáculo. Y el día de Pentecostés, la nube de gloria va a descender sobre el tabernáculo y lo va a llenar. Pero entonces, el tabernáculo tiene que estar listo. Pero por allá hay algo que falta.
Entonces dice: «En aquellos días Pedro se levantó en medio de los hermanos (y los reunidos eran como ciento veinte en número) –como los ciento veinte sacerdotes que tocaban trompetas cuando Salomón inauguró el templo, cuando se colocó el arca en el Santísimo – y dijo: Varones hermanos, era necesario que se cumpliese la Escritura en que el Espíritu Santo habló antes por boca de David acerca de Judas, que fue guía de los que prendieron a Jesús…». Y miren el verso 17, cómo habla Pedro: «…y era contado con nosotros, y tenía parte en este ministerio…». Mire la conciencia de Pedro: ellos contaban el uno con el otro. No era Andrés solo, no era Jacobo solo, no era Pedro solo. Pedro contaba con ellos, y ellos eran contados uno con el otro.
Cuando uno veía a Pedro, se acordaba que Juan estaba asociado con él, y lo completaba, lo protegía, lo ayudaba. Y también se cuidaban mutuamente. Era conciencia de colegio, conciencia de equipo.
En otro capítulo, dice que hay diversidad de ministerios; cada cual tiene su propio servicio. Eso, por un lado. Pero, por otra parte, todos juntos tienen el ministerio de la Palabra del Nuevo Pacto, del Espíritu, de la justificación, de la reconciliación.
Ellos eran muchos, pero el Nuevo Pacto es uno solo, la Palabra es una sola, el Espíritu es el mismo, la justificación que todos anuncian es la misma, la reconciliación que todos promueven es la misma. O sea, que el ministerio del Nuevo Testamento es una torta completa. Pero Pedro tenía un pedazo, Juan otro, Jacobo otro, Andrés otro, Bartolomé otro.
Ahí tenemos la plenitud de Cristo en el cuerpo: todo lo que es de Cristo, en todos los hermanos, y cada hermano funcionando en la plenitud de su función. Porque a veces, bueno, al principio, ¡ay!, Saúl dice: «¡Este David! La gente está diciendo que David mató diez miles y que Saúl sólo mil. ¡Voy a clavarle una lanza! Me molesta David».
Pero, cuando has visto el cuerpo, tú sabes que todo lo que tienes de Cristo es sólo una parte, y que necesitas todo lo que todos tienen de Cristo, para que, como iglesia, tengamos la pijama grande, para que el Señor quepa. Porque si el Señor va a poner su pie en esta pijama mía, no le alcanza. Él es muy grande y muy rico; cabe la samaritana por acá, Nicodemo también, y el zelote, y el publicano; todos caben.
«Judas», dice Pedro, «tenía parte en este ministerio». Cuando él dice: «…este ministerio», y luego dice en el verso 23 de la misma manera: «Y señalaron a dos: a José, llamado Barsabás, que tenía por sobrenombre Justo, y a Matías. Y orando, dijeron: Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has escogido, para que tome la parte de este ministerio y apostolado…». El ministerio, el apostolado, es la torta completa. Y Judas tenía una parte, de la que cayó, y entonces la llenó Matías.
Pero, note la conciencia colegiada que tenía Pedro: «…y era contado con nosotros, y tenía parte en este ministerio». Mire cómo también Pablo hablaba, en 2ª Corintios 4:1. En el capítulo 3, había hablado ya de el ministerio de la justificación, y en el capítulo 5, va a hablar sobre el ministerio de la reconciliación. Ése, el ministerio de la justificación, el de la reconciliación, el del Espíritu, el de la Palabra, el del Nuevo Pacto, es la torta completa.
«Por lo cual, teniendo nosotros este ministerio, según la misericordia que hemos recibido, no desmayamos». «Teniendo nosotros este…». No tú el tuyo y yo el mío, que, por otra parte, también es cierto, pero no lo podemos llevar al extremo del individualismo. Tu pedazo y mi pedazo, y el pedazo de todos, es este ministerio que nosotros tenemos. Por eso, las tablas tienen que estar una con la otra, unidas por espigas, pero también por goznes y por barras. Y todas las barras llevan la misma dirección, y todas mantienen ajustado y perfeccionado el mismo tabernáculo.
Las barras
Éxodo 26:26. «Harás también cinco barras de madera de acacia, para las tablas de un lado del tabernáculo». O sea que por aquí, por el sur, operan los cinco ministerios. También son de madera de acacia; son seres humanos. Pero Dios las diseñó para que, en comunión con las otras barras, mantengan estas tablas en orden. O sea que hay tres maneras de mantener las tablas en orden: por abajo, a través de las espigas; por arriba, a través de los goznes, y por el medio, a través de las cinco barras.
«Y él mismo constituyó a unos, apóstoles…», que es la barra del medio, que va de un extremo al otro. Esos son los apóstoles. Y hay también profetas, evangelistas, pastores y maestros. Cinco barras, también de madera; también hay que cubrirlas de oro, como las tablas. Entonces, dice así: «Harás también cinco barras de madera de acacia, para las tablas». Las barras son para las tablas: el ministerio es para la edificación del cuerpo de Cristo, para perfeccionar a los santos para la obra del ministerio.
«…y cinco barras para las tablas del otro lado del tabernáculo, y cinco barras para las tablas del lado posterior del tabernáculo, al occidente». Por el sur, están los cinco ministerios, por el norte también, por el occidente también. En el oriente, está sólo el Señor, porque el que nos orienta a todos es la Cabeza.
Pero el Señor quiso que su Casa fuera perfeccionada, edificada, por los ministros que él le dio a la iglesia. Entonces, dice en el verso 28: «Y la barra de en medio pasará por en medio de las tablas, de un extremo al otro». De las cinco barras, resaltó ésta, porque dice la Palabra: «…primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan, los que ayudan, los que administran…» (1ª Cor. 12:28).
Verso 29: «Y cubrirás de oro las tablas…». Hay que cubrir las tablas con oro y también las barras. No se tiene que ver la tabla, sólo el oro que la cubre. Revestidos de Cristo, escondidos en él. La barra no se ve, la tabla no se ve; se ve el oro. Dios nos esconde, para que nosotros no aparezcamos, sino que aparezca solamente el oro.
«Y cubrirás de oro las tablas, y harás sus anillos de oro para meter por ellos las barras; también cubrirás de oro las barras». Note que dice que las tablas tienen sus anillos. A cada tabla le corresponden cinco anillos de oro. Claro que a la madera no le brotan anillos; es al oro al que le brotan anillos. Y, ¿para qué son los anillos? Para meter las barras por ellos, es decir, para asentar, apoyar y sostener el ministerio.
Cada tabla, junto con la del lado y la del otro lado, todas las veinte de aquí, reciben las cinco barras. Cada barra recibe la plenitud del ministerio. No hay tabla que tenga un solo anillo, o sólo dos anillos; todas tienen cinco anillos, porque el Señor quiere que recibamos toda la torta.
Los velos
Verso 30: «Y alzarás el tabernáculo conforme al modelo que te fue mostrado en el monte». Vamos a detenernos en esta última frase. No podemos edificar la iglesia como a nosotros se nos ocurre, como nos parece – como hacían los israelitas en el tiempo de los Jueces, en que no había rey en Israel, y cada uno hacía lo que bien le parecía. Debemos edificar la casa conforme al modelo.
Si Dios fue tan minucioso con la tipología, con Moisés, y Moisés fue fiel, hizo todas las cosas como le había mandado el Señor; entonces no podemos cooperar con la casa de Dios sin tener en cuenta el modelo de Dios. Si la tipología fue minuciosa, y se encargó con cuidado, ¿cuánto más la realidad?
Después nos habla de dos velos. Ahora vemos que esa casa tiene varias instancias: tiene un atrio, un Lugar Santo y un Lugar Santísimo. Y hay un velo para entrar, tanto a la casa en general, como un velo para pasar del Lugar Santo al Santísimo, y aquí se describen los dos velos.
En el atrio, se está en contacto con el mundo. El mundo llega hasta el atrio. En el atrio estaban aquellas cortinas de lino blanco torcido. La Palabra dice que el lino fino son las acciones justas de los santos, y la gente del mundo, cuando mira al tabernáculo, lo único que ve son las buenas obras del pueblo de Dios. «…para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos». Ellos no ven el arca, no ven nada de adentro. Lo que el mundo ve por fuera es el lino torcido, las buenas obras de un pueblo celoso de buenas obras.
Después, se pasa del Santo al Santísimo. Aquí describe primero el velo más interior. Este velo, esta puerta, se refiere al Señor Jesús. Por medio del Señor Jesús, salimos del mundo y entramos a la casa de Dios. De perdidos, a salvos. Pero también los salvos tienen que entrar de la vida natural a la vida en el Espíritu. Uno puede ser salvo y no ser espiritual. Usted, si está perdido, será salvo, entrando por la primera puerta. Y si es salvo, sea prudente, y entre a la vida del Espíritu.
O sea, hay un velo que nos hace pasar de la perdición a la salvación, y otro velo que, a los salvos, los hace pasar de la vida natural a la vida en el Espíritu. Los dos velos son dos aspectos de la puerta que es Cristo. Cristo es el que nos salva, y también el que nos perfecciona. Nos hace salvos, y nos hace vencedores.
«También harás un velo de azul –que se refiere a la divinidad, a lo celestial. Juan nos mostró al Verbo de Dios como el Hijo de Dios– púrpura –Mateo nos presentó al Señor como el Rey– carmesí –Lucas presentó al Hijo del Hombre, en su humanidad, cómo él se encarnó para derramar su sangre– y lino torcido…» –Marcos lo presentó como el siervo: la actividad, los milagros del Señor Jesús. Aquí tenemos el testimonio de los cuatro evangelistas acerca de un solo velo que es el Señor Jesús.
Y dice: «…será hecho de obra primorosa, con querubines…», porque aquella casa, el tabernáculo, está destinado a la reunión con el cielo. Ángeles suben y descienden. Entonces, está este campamento, que somos nosotros aquí, y está por aquí mismo el otro campamento. Cuando Jacob salió de su campamento, a dar una vuelta por el lado, Dios le abrió los ojos, y vio el otro campamento. Y dijo: «Este lugar será llamado Mahanaim – Dos campamentos».
Pero también: «El ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen» (Sal. 34:7). Eliseo lo veía; Giezi, no. Pero Eliseo oró para que Dios le abriera los ojos a Giezi, y él viera los carros de fuego rodeando aquel campamento. Por eso, por todo el templo, aparecen querubines: en el velo, adentro y en las puertas, porque esta casa es de reunión del cielo con la tierra, y estos seres angelicales son ministradores para los herederos de salud.
Verso 32: «…y lo pondrás sobre cuatro columnas de madera de acacia cubiertas de oro; sus capiteles de oro, sobre basas de plata». Cuatro columnas aparecen aquí; más afuera aparecen cinco. Ahora, de adentro para afuera, aparecen cuatro. Por fuera es más ancho, por dentro es más estrecho; en la medida que se avanza, es más estrecho. Esas cuatro columnas, que eran de madera, representan la Humanidad, y estaban sobre basas de plata. Afuera, estaban sobre basas de bronce; pero adentro, sobre basas de plata, porque hay una jerarquía. Bronce, plata y oro. El oro nos habla de la naturaleza divina; la plata, de la redención, y el bronce, del juicio de Dios.
«Y pondrás el velo debajo de los corchetes, y meterás allí, del velo adentro, el arca del testimonio; y aquel velo os hará separación entre el lugar santo y el santísimo» (v. 33). Dios quiere marcar muy bien la separación entre el Lugar Santísimo y el Lugar Santo. Por eso, en Hebreos dice que: «la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir –separar– el alma y el espíritu» (Heb. 4:12).
O sea, que en el Lugar Santísimo está el Señor, y se refiere al espíritu. El alma es el Lugar Santo, y entre el espíritu y el alma tiene que haber una separación. Cuando estamos afuera, no entendemos esto, pero cuando vamos avanzando más, dice: «Esto, todavía es de tu alma; tienes ahora que pasar del alma al espíritu».
Delante del velo estaba el altar de oro, con un incensario. El altar de oro estaba en el Lugar Santo, frente al velo del Santísimo. Hebreos dice que el incensario pertenecía al Santísimo, porque, aunque estaba en el altar de oro, comenzaba el trabajo en el Lugar Santo, empezaba el incienso a subir. El Lugar Santísimo es el lugar propio del incensario. Él descansa en el altar de oro, en el Santo, pero allí, apenas se enciende, luego en el ministerio, en la liturgia sacerdotal, es conducido por el sacerdote del Santo al Santísimo.
A veces comenzamos a orar, y estamos en nosotros mismos tratando de invocar al Señor. Pero, con la ayuda de nuestro Sumo sacerdote –porque no sabemos orar como conviene– su Espíritu nos ayuda y nos introduce al espíritu. Comenzamos en la carne, o en el alma, confundidos, no sabemos qué hacer; pero, a medida que oramos, con el socorro del Señor, el incensario es trasladado del Lugar Santo al Lugar Santísimo.
En Éxodo aparece el incensario en el Santo, pero en Hebreos 9 aparece como si perteneciera al Santísimo, porque realmente pertenece a los dos. El sacerdote, en el Santo, lo enciende y lo introduce. Quiere decir que nosotros somos trasladados de nosotros mismos, de nuestra alma, de nuestros propios pensamientos y sentimientos, a través del velo rasgado, a través de la muerte juntamente con Cristo, a la vida en el espíritu, a la revelación.
«Y pondrás el velo debajo de los corchetes, y meterás allí, del velo adentro, el arca del testimonio…». El arca tiene que ser entronizada. Primero tenemos un conocimiento exterior del Señor. Como dice, antes conocimos al Señor según la carne; pero ahora ya no le conocemos así, ahora tenemos el testimonio en nosotros mismos. El arca es introducida en el Santísimo, Cristo es formado en nosotros, conocemos al Señor por revelación. Al principio no es así. Estamos en lo natural, y somos trasladados a lo espiritual.
Otros detalles del tabernáculo
«Pondrás el propiciatorio sobre el arca del testimonio en el lugar santísimo» (v.34). La sangre, que era derramada en el atrio, debe ser introducida al Lugar Santísimo. De lo objetivo, de lo histórico, tiene que pasar a la experiencia espiritual subjetiva. La persona tiene que estar en la presencia misma del Señor, presentando la sangre del Cordero, y tener en su espíritu el testimonio de que es un hijo de Dios. «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Rom. 8:16).
La sangre de Jesucristo nos limpia de toda mala conciencia. La conciencia es una función de nuestro espíritu. Lo dice la Biblia, pero también lo dice el Espíritu a nuestro espíritu. Y la sangre ha sido introducida desde el altar de bronce del atrio hasta lo más íntimo de la casa de Dios – el Lugar Santísimo, nuestro espíritu.
«Y pondrás la mesa fuera del velo, y el candelero enfrente de la mesa al lado sur del tabernáculo…». Una vez que tenemos la prioridad con Cristo, acerca de quien es la doctrina de los apóstoles, entonces viene la comunión unos con otros y el partimiento del pan; tenemos la mesa y el candelero, y después vienen las oraciones.
En Hechos 2 dice: «Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles…», que es acerca de Jesucristo. No cesaban de enseñar y de predicar a Jesucristo; no se predicaban a sí mismos, sino a Jesucristo como Señor. Primeramente Cristo, el arca, muerto por nuestros pecados. Ahí está el arca. «…en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan…». Esas dos cosas estaban una frente a la otra, equivalentes, una al norte y otra al sur. La mesa de los panes de la proposición y el candelero. Y por último dice: «Y perseveraban … en las oraciones». O sea, en el incensario, la mesa del altar de oro, donde el incienso se preparaba, se encendía y se introducía.
«Harás para la puerta del tabernáculo una cortina de azul, púrpura, carmesí y lino torcido, obra de recamador» (v. 36). Ese es también el Señor Jesús, y el recamador es el Padre, que hace obra primorosa a través del Señor Jesús.
«Y harás para la cortina cinco columnas de madera de acacia, las cuales cubrirás de oro, con sus capiteles de oro; y fundirás cinco basas de bronce para ellas» (v. 37). El velo interior, que separa el Lugar Santo del Santísimo, tenía cuatro columnas. Por lo tanto, entre la columna 1 y 2 hay un espacio, entre la columna 2 y 3 hay otro espacio, y entre la columna 3 y 4, otro espacio. Son cuatro columnas, que hacen tres secciones, porque la casa de Dios es la del Padre, la del Hijo y la del Espíritu Santo. Por lo tanto, ese velo contiene la divinidad completa, la Trinidad.
Jesús dijo: «El Padre que mora en mí» (Juan 14:10). Pero también Pedro dice que el Hijo de Dios fue un varón lleno del Espíritu Santo. Por lo tanto, el velo cubre una Trinidad, porque el Padre está en el Hijo, y el Espíritu Santo también ungió al Hijo con poder, e hizo maravillas.
La sección del medio, entre la segunda y la tercera columna, era donde estaba abierto el velo. Se entraba por el espacio del medio, porque no fue el Padre ni el Espíritu Santo el que murió por nosotros, sino el Señor Jesús. Cuando el Hijo de Dios murió, la sección del medio del velo fue rasgada.
Pero ahora, la puerta de afuera tiene cinco columnas, o sea, cuatro espacios. Es decir, ahora tenemos que caber también nosotros ahí. El número 5 es número de la gracia y el 4 es el número de la creación. Si aquí tiene cuatro y acá cinco, afuera es más ancho y adentro es más estrecho. «Seguid el camino estrecho». Cada vez que avanzamos, se hace más estrecho, hasta que no quepa sino solamente el Señor Jesús.
Síntesis de un mensaje impartido en Rucacura (Chile), enero de 2006.