Sin el cimiento de Dios no hay edificación de Dios.
Quisiera que revisáramos algo acerca de este gran tema que es la restauración del testimonio de Dios. Y quisiera que en esta primera exposición pudiésemos ver algunas cosas referentes a los cimientos de toda obra de Dios.
Toda obra de Dios comienza en Dios
Cumplidos los setenta años del cautiverio en Babilonia, la Palabra dice que Dios despertó el espíritu de Ciro rey de Persia, y despertó el espíritu de los jefes de las casas paternas, para que los judíos subiesen a Jerusalén a restaurar el templo y la ciudad. (Esd. 1:5). Toda obra de Dios comienza en Dios.
Leemos en el profeta Hageo que, después que se había interrumpido la obra de la restauración, de nuevo Dios despierta el espíritu de Zorobabel, de Josué y de todo el pueblo, para que retomasen la obra de la restauración. (1:14). Ahí encontramos de nuevo que Dios toma la iniciativa. Sea para comenzar o sea para retomar la obra de la restauración, Dios es el que inicia y es el que reinicia su obra.
Esto nos indica claramente que ningún hombre, por muy inteligente y muy dotado que sea, puede dar inicio a la obra de Dios. Él determina los tiempos y las sazones; él escoge a los hombres. Así lo hizo en los días de la restauración de Jerusalén, y así lo ha hecho hasta nuestros días.
Y he aquí una cosa maravillosa, algo que nos asombra: Dios está hoy trabajando de nuevo en esta obra de la restauración, y he aquí que él, de nuevo, ha tomado la iniciativa, escogiendo a los hombres para llevarla a cabo.
Restauración del altar y del culto
Cuando aquellos cincuenta mil judíos salieron de Babilonia respondiendo al llamado de Dios, y subieron a Jerusalén, dice Esdras en el capítulo 3, que lo primero que ellos hicieron fue restaurar el altar, e iniciar de esa manera el servicio de los holocaustos, de las ofrendas, que se debían realizar según la ley de Moisés.
Lo primero es el altar, y esto nos indica que lo primero que Dios hace cuando comienza esta obra de la restauración es restaurar la comunión con Dios que estaba rota, porque sin altar no hay comunión con Dios.
En el altar vemos a Jesucristo derramando su sangre en la cruz por nosotros. Y entonces, los que estábamos en Babilonia, redescubrimos el valor de la sangre de Jesús. No es que la hubiésemos ignorado; es un redes-cubrimiento, es un apropiarse con mayor fuerza del poder, de la vigencia que tiene la sangre de Jesús. Y junto con eso, con ver a Jesús en la cruz, y su obra maravillosa a favor de nosotros, escuchar sus palabras cuando dijo: «Consumado es», reconocer que nuestra salvación está consumada, que nuestra comunión ha sido restaurada con Dios. Entonces surge del corazón del creyente una ofrenda de alabanza, de adoración, de acción de gracias.
Por eso aquí, en la versión Reina-Valera, dice como subtítulo del capítulo 3, «Restauración del altar y del culto». Van las dos cosas juntas. Cuando redescubrimos la obra preciosa de Jesús, cuando nos sentimos perdonados, entonces sube la alabanza, la adoración, y se renueva el culto.
Creo que nuestra experiencia en Chile en los últimos treinta años comenzó por allí: restaurar la comunión con Dios. Una comunión viva; no una liturgia, no una mera tradición religiosa. Y luego el culto. No sólo a hacer una reunión de acuerdo a cierto programa, sino dejar que el Espíritu fluya, que el Espíritu dirija y nos eleve hasta el trono de Dios, para ofrecer holocaustos, sacrificios espirituales que glorifican su nombre.
Es precioso el día en que se restaura el altar y el culto en nuestro corazón; es una nueva dimensión de la vida cristiana. Todo es diferente. La presencia de Dios entre nosotros es real. El Espíritu Santo tiene gobierno; comienza la recuperación de Dios. Sin embargo, ese es sólo el comienzo.
Echando los cimientos del templo
En Esdras 3:6 dice: «Desde el primer día del mes séptimo comenzaron a ofrecer holocaustos a Jehová, pero los cimientos del templo de Jehová no se habían echado todavía». Esa frase es muy significativa: el altar está restaurado, los holocaustos suben al cielo, pero el Espíritu Santo hace una observación aquí: «…los cimientos del templo de Jehová no se habían echado todavía». Es decir, la obra de Dios no está terminada, ni mucho menos. Esto está muy bien, pero falta lo principal. Cuando está el altar y el culto restaurado, nosotros ganamos; pero mientras el Señor no tenga su Casa, él no ha ganado.
De tal manera que aquí hay un «pero», y a la luz de esta palabra podemos nosotros examinar nuestro propio camino. Tenemos altar, tenemos culto, pero, ¿y Dios tiene su casa? ¿Está su templo restaurado?
Sin duda, hay muchos movimientos de restauración en el mundo hoy en día, pero probablemente algunos de ellos todavía estén en el plano de la restauración del altar o la restauración del culto. Es necesario hacer notar que, mientras la casa no esté restaurada, entonces el testimonio del Señor sobre la tierra no estará restaurado.
Por eso, muy luego comienzan los preparativos, y en Esdras 3:10 tenemos a los albañiles del templo de Jehová echando los cimientos con gran algarabía. Ellos se vistieron de ropas hermosas, y cantaban de gozo, porque por fin estaban viendo lo que durante setenta años habían echado de menos; entonces se confundían las voces de alegría con el lloro. Fue un día memorable aquel.
El cimiento de la Iglesia
Ahora, amados hermanos y hermanas, quisiera invitarlos a que revisáramos en el Nuevo Testamento cuál es la equivalencia a la colocación de los cimientos del templo en la restauración del testimonio del Señor.
Mateo 16:15 dice: «Él les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella».
Esta escena de Cesarea de Filipo ocurre aproximadamente a los tres años de ministerio del Señor Jesús. Él ha hecho milagros, ha predicado hermosos mensajes, ha hecho muchos bienes; sin embargo, él se aparta con los discípulos para resolver una cuestión fundamental en el corazón de ellos. ¿Qué clase de hombres han estado siguiendo a Jesús? ¿Espectadores de milagros? ¿Hombres que han recibido hermosas enseñanzas? ¿Con qué clase de hombres Dios va a edificar su iglesia?
Entonces, acontece este asunto fundamental: el Padre revela a Jesús al corazón de Pedro. Y lo muestra de estas dos maneras representadas en estas frases: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente», y el Señor aclara que eso no es una invención de Pedro, sino que es una revelación del Padre; que esa revelación es algo maravilloso, porque Pedro es llamado «bienaventurado». Luego el Señor dice que sobre esa roca será edificada su iglesia.
O sea, éste es el cimiento, este es el fundamento de la edificación de Dios. Entonces, esta escena de Cesarea de Filipo es equivalente de alguna manera a Esdras capítulo 3, cuando aquellos judíos, con lloro y con gritos de alegría, pusieron el fundamento del templo; porque el templo representa a la iglesia. En el Nuevo Testamento, el templo de Dios es la iglesia.
«Sobre esta roca edificaré mi iglesia». Esta revelación, que no es de carne ni sangre, sino que es una iluminación divina, es tan firme, es tan sólida en el corazón de un hombre o de una mujer, que ellos están en condiciones de ser edificados en esta casa espiritual que es la iglesia. Ahora, a partir de este momento, faltando unos seis meses para la cruz, comienza a abrirse el misterio que estaba escondido desde los siglos y edades en el corazón de Dios; esta doble revelación acerca de Jesús.
En Lucas 4:41 vemos que este conocimiento acerca de Jesús también había sido notificado al Hades. Dice: «También salían demonios de muchos, dando voces y diciendo: Tú eres el Hijo de Dios. Pero él los reprendía, y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Cristo». Noten ustedes: si podemos unir las dos frases: «Tú eres el Hijo de Dios», decían los demonios, y más abajo dice: «…sabían que él era el Cristo». El Hijo de Dios, el Cristo.
Cuando el Señor Jesús es llevado a juicio ante el Sanedrín, ¿cuál fue la causa por la cual lo juzgaron? Le decían: «Tú te has hecho pasar por Dios, diciendo que eres Hijo de Dios». Y después, cuando está en la cruz, Mateo y Lucas nos muestran que a Jesús lo zaherían, diciéndole: «Tú eres el Cristo». Otros decían: «Tú eres el Hijo de Dios, desciende de ahí». Ahí estaba el punto central de la revelación de Dios acerca de Jesús, confesado por los discípulos, conocido por los demonios, conocido por los sacerdotes, y causa de su persecución y muerte.
En Hechos capítulo 9 tenemos a Pablo que se convierte, y en el versículo 20 dice: «En seguida predicaba a Cristo en las sinagogas, diciendo que éste era el Hijo de Dios». Y en el versículo 22 dice: «Pero Saulo mucho más se esforzaba, y confundía a los judíos que moraban en Damasco, demostrando que Jesús era el Cristo». Si unimos el versículo 20 y el 22, ahí tenemos de nuevo esta doble revelación acerca de Jesús, que era el motivo y el centro de la predicación: El Hijo de Dios, el Cristo.
Cuando Felipe le comparte al etíope, y después lo bautiza, le dice: «Si crees de todo corazón, bien puedes», y el eunuco le dice: «Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios». Y la expresión Jesucristo es una unión de Jesús + Cristo, Jesús el Cristo: Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios.
El ministerio de restauración de Juan
Toda la obra de Dios la encontramos resumida en el Nuevo Testamento en el ministerio de tres apóstoles: el ministerio de Pedro, el que junta las piedras para que luego sean edificadas; el ministerio de Pablo, el perito albañil que edifica la casa; y el de Juan, el restaurador.
Estos tres ministerios representan toda la obra de Dios en el Nuevo Testamento: la predicación del evangelio, la edificación de la casa de Dios, y luego, cuando la iglesia ha decaído, entonces viene la restauración.
Como estamos hablando de la restauración del testimonio del Señor, nos va a preocupar la figura del apóstol Juan. ¿Cuál fue su ministerio? Juan vivió hasta cerca del año 100 de nuestra era. Cuando Juan desarrolla su ministerio ya todos los demás apóstoles habían muerto, y la iglesia otrora gloriosa del libro de los Hechos, había venido a un estado de deterioro. Entonces surge el ministerio de Juan con mucha fuerza, y aunque era un anciano de días, sin embargo era un hombre vigoroso en su espíritu, al cual Dios usa para marcar el camino de la restauración. De manera que Juan es el apóstol de la restauración, y entonces escribe el evangelio de Juan, las tres epístolas de Juan, y el Apocalipsis.
Cuando revisamos el evangelio de Juan, escrito mucho tiempo después que los otros tres evangelios, encontramos cosas asombrosas. En el capítulo 1, se acercan los judíos a Juan el Bautista y le preguntan: «Tú, ¿quién eres?». Él les dice: «Yo no soy el Cristo». Y más abajo dice: «Otro viene después que mí». Es como si dijera: «Yo no soy el Cristo, pero luego viene el Cristo». Cuando ve al Señor dice: «Este es el Cordero de Dios». Y la expresión «el Cordero de Dios» tiene mucha relación con la expresión «Jesús es el Cristo», como vamos a ver.
Cuando Andrés, en el versículo 41, encuentra a Simón, le dice: «Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo)». Y en el versículo 49 Natanael le dice a Jesús: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios».
Así, antes que termine el primer capítulo del evangelio de Juan, ya tenemos un claro testimonio acerca de Jesús como el Cristo y como el Hijo de Dios.
Cuando el Señor se encuentra con la mujer samaritana, ¿cuál es el tema acerca del cual comparte con la mujer y con los samaritanos donde esa mujer vivía? En un momento de la conversación, la mujer le dice al Señor: «Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando él venga nos declarará todas las cosas». Jesús le dijo: «Yo soy, el que habla contigo».
Entonces la mujer va a la ciudad y dice: «Venid, ved a un hombre me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?». Y los hombres vienen, invitan a Jesús y le escuchan, y luego ellos daban testimonio: «Ya no creemos solamente por lo que ella nos dijo, sino nosotros mismos hemos oído y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo». De modo que el tema central del capítulo 4 de Juan es la revelación de Jesús como el Cristo.
Avanzamos al capítulo 9 de este evangelio. Jesús sana a un ciego de nacimiento. Este hombre fue expulsado de la sinagoga, y cuando el Señor lo supo, lo buscó y le hizo una pregunta: «¿Crees tú en el Hijo de Dios?». El hombre le dice: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?». Versículo 37: «Le dijo Jesús: Pues le has visto, y el que habla contigo, él es».
El Señor con la mujer samaritana y el Señor con este hombre, se revela a sí mismo como el Cristo, como el Hijo de Dios. A estas dos personas, que eran como personas de segunda clase en la sociedad, él les da a conocer su verdadera identidad. Nicodemo no lo supo, pero ellos lo supieron.
En dos ocasiones en el evangelio de Juan aparecen personas declarándole al Señor Jesús, cara a cara, la misma confesión de Pedro. Una es Pedro, en el capítulo 6, versículos 68 y 69: «Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». Y la otra es Marta. Capítulo 11: «Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?» (v. 27). Noten ustedes, el Señor está diciendo que él es la resurrección y la vida, y luego le dice a la mujer: «¿Crees esto?». La mujer contesta algo totalmente distinto a lo que el Señor le está preguntando. Ella no dice: «Creo que tú eres la resurrección y la vida». En cambio, dice: «Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo».
Es muy extraño. En ambos casos, Pedro y Marta hacen esta declaración al Señor mientras atraviesan por un momento de crisis. Cuando Pedro hace su declaración, muchos discípulos se están volviendo atrás, y el Señor les dice: «¿Ustedes también se van a ir?». Pedro le dice: «Señor, ¿a quién iremos?», y ahí hace su declaración. Luego, Marta tiene a su hermano Lázaro muerto; y su corazón está atravesado por el dolor.
Es muy interesante que esa declaración aparezca en boca de dos creyentes en momentos como ese. Pedro era uno de los Doce; Marta era uno de esos tres hermanos de la casa en Betania. Eso nos indica entonces que a esta altura del ministerio del Señor, esta revelación no sólo era una gracia concedida a los Doce sino también a ese círculo íntimo de los amigos de Jesús.
En Juan 20:30-31 dice: «Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre». Esto es muy interesante. Los tres evangelistas anteriores ya habían partido, habían dejado sus libros escritos, y Juan aquí nos dice que él escribió su evangelio con este solo objetivo. Es como si Juan nos dijera: «Hermanos, para volver al principio, para que la iglesia sea restaurada, tenemos que volver a Mateo 16, a la revelación que el Padre le dio a Pedro».
Ustedes saben que, si hubiese sido por cercanía, el evangelio de Marcos debió haber sido el evangelio que abundase más en esta revelación, porque Marcos estuvo muy cercano a Pedro en su ministerio. Sin embargo, no fue así; el Espíritu Santo no lo quiso así. No era ese el momento de enfatizar el asunto; era al final, en los días de Juan, los días de la decadencia.
Cuando revisamos los cuatro evangelios y hacemos una pequeña estadística, nos damos cuenta, por ejemplo, que la expresión Hijo de Dios, o el Hijo, refiriéndose al Señor Jesús, es usada por Juan 24 veces, por Marcos apenas 5 veces, y por Lucas 7 veces. De la misma manera, la palabra Padre, refiriéndose a Dios, Juan la utiliza 115 veces, y los otros evangelios apenas veinte, tres y doce veces. Y obviamente, cuando el Señor dice Mi Padre, implícitamente está destacándose su condición de Hijo, Hijo de Dios.
Veamos la primera epístola de Juan. En ella tenemos la misma revelación impregnándolo todo. El modo más usado para referirse a Jesús en esta epístola es la expresión Jesucristo –Jesús Cristo– y también la expresión Hijo de Dios. Las palabras Hijo o Hijo de Dios aparecen más veces en esta epístola de Juan que en ninguna otra epístola. Juan es el único escritor del Nuevo Testamento o de las epístolas que incluye la combinación Jesucristo + Hijo; es decir Jesús + Cristo + Hijo de Dios.
Cuando Juan está terminando su epístola en el capítulo 5, versículo 1, dice: «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios». Y luego, en el versículo 5, dice: «¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?». Juntamos ambos versículos, y tenemos la declaración completa: «El que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; el que cree que Jesús es el Hijo de Dios, vence al mundo».
Dos expresiones llenas de significado
Amados hermanos y hermanas, lo que he estado mostrando hasta aquí son sólo hechos. Están ahí, en la Escritura, son hechos. Pero, ¿cuál es la interpretación de estos hechos? Hay otra cosa interesante, y es que normalmente cuando aparece esta doble expresión, siempre aparece en primer lugar que Jesús es el Cristo, y en segundo lugar, que él es el Hijo de Dios. Y acá, la expresión Jesús es el Cristo, se asocia con el nuevo nacimiento, con el nacer de Dios, y la expresión Jesús es el Hijo de Dios, se asocia con la victoria del cristiano, es decir, con el caminar del cristiano. Tiene que ser en ese orden.
Yo no tengo la respuesta completa acerca de qué significan estas dos expresiones respecto a Jesús –Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios– y por qué esta revelación está en el cimiento de la casa de Dios. Intentaré decir algunas cosas ahora, pero sé que no es eso todo lo que esto significa. Hay un misterio muy grande, que nosotros no acabaremos de entender, creo, mientras estemos aquí.
El hecho de que Jesús sea el Cristo nos lleva al aspecto humano de Jesús. Jesús es el Hijo de Dios nos lleva al aspecto divino de Jesús.
Cuando leemos el Antiguo Testamento, no encontramos en ninguna parte que se haya dicho que el Cristo sería a la vez Hijo de Dios. Lo sorprendente es que el Cristo de Dios, este que estaba anunciado en el Antiguo Testamento, haya sido Dios mismo encarnado. El Cristo pudo haber sido un hombre, nacido de hombre y de mujer. Pero he aquí lo asombroso, cuando juntamos esta doble expresión acerca de Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios, tenemos a Dios manifestado en carne.
La palabra Cristo nos lleva a la cruz; la expresión Hijo de Dios nos lleva un poco más allá de la cruz, nos lleva a la vida divina. La cruz nos habla de perdón, de reconciliación, de restauración de esa enemistad que teníamos con Dios. La cruz tiene que ver con la expiación; el Cristo nos habla de eso. Creer que Jesús es el Cristo es creer en la suficiencia de la obra de la cruz. No hay nada que agregar allí; todo está hecho. Cuando vemos a Jesús como el Cristo, muriendo en la cruz del Calvario, encontramos reposo de nuestras obras, reposo y tranquilidad en nuestra conciencia, porque nuestros pecados realmente han sido perdonados.
Y cuando vemos al Hijo de Dios, a Jesús divino, a Jesús-Dios, le vemos en la eternidad pasada, pero también le vemos dentro de nosotros. El Jesús que nos salvó como el Cristo, hoy vive dentro de nosotros como el Hijo de Dios, y su vida nos sostiene. Hoy caminamos con esa vida dentro de nosotros. Él es el Hijo de Dios; nosotros somos hijos de Dios, participantes de su naturaleza divina.
Cuando nosotros vemos a Jesús como el Cristo, nacemos de nuevo. Pero luego, necesitamos creer también que él es el Hijo de Dios, que él vive en nosotros, y esa vida es la que vence al mundo.
Jesús, como el Cristo, hizo una obra en la cruz. Jesús, como el Hijo de Dios, está haciendo su obra hoy dentro de nosotros. Por eso, a la mujer samaritana, el Señor le habla acerca del Cristo. Ella era una mujer que estaba perdida; necesitaba una transformación. Pero cuando encuentra al ciego de nacimiento, no se revela a él como el Cristo, sino como el Hijo de Dios, porque él ya había hecho una obra en ese hombre, y ahora necesitaba esta revelación nueva para vivir una vida acorde con Cristo.
El firme fundamento de la Iglesia
El cimiento de la restauración de Dios, de la casa de Dios, de la iglesia, es Jesús como el Cristo, como el Hijo del Dios viviente. Tenemos que tener cuidado, sin embargo; no sea que esta frase se transforme en un mero eslogan, algo que podamos repetir de memoria como si fuese una frase mágica.
Creo que de alguna manera esta doble expresión acerca de Jesús son como dos títulos – si pudiéramos decir así – de dos tratados. Uno llamado «Jesús es el Cristo»; y el otro llamado «Jesús es el Hijo de Dios». Esos son los títulos, pero, ¿qué hay dentro? ¿Cuál es el contenido de ellos? Eso es algo muy grande.
El contenido completo de esos tratados no lo conocemos. Hemos compartido algunos atisbos. Tal vez cuando la iglesia esté plenamente restaurada – el conjunto de toda la iglesia – cuando el conjunto de todos los profetas, de todos los apóstoles, de todos los maestros, en conjunto todos tal vez, podrán –teniendo la mente de Cristo– develar en toda su vastedad este maravilloso misterio.
Amados hermanos y hermanas, la restauración debe tener un firme fundamento. La edificación de Dios no puede hacerse sobre arena; no puede hacerse sobre hombres, por grandes que sean; o sobre doctrinas, por buenas que sean. Hay un solo fundamento: Jesucristo, el Hijo de Dios. El Señor, en su gracia, nos permita, en estos días y en los días que vienen, ir descubriendo la profundidad de este conocimiento, para la gloria de Dios y para la edificación de su iglesia.
Una última cosa. Pedro recibió esta revelación por un acto milagroso de Dios. Sin embargo, en el libro de Hechos encontramos que esta revelación venía por la predicación de la Palabra. Pablo predicaba que Jesús era el Cristo … Pablo predicaba que Jesús era el Hijo de Dios. Y detrás de esas dos frases viene todo el contenido; de tal manera que hemos de confiar, hemos de creer, que mientras anunciamos a Jesús, el Padre lo revelará al corazón de los oyentes.
Mientras anunciamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, el Padre, de nuevo, va a intervenir en el corazón de cada uno de los que él ha escogido, para sellar esta verdad, y para que esta verdad –Cristo mismo revelado– llegue a ser el fundamento de sus vidas.
Si hemos recibido esta revelación, sabremos que no hay nada aparte de Cristo que valga la pena. En él estamos completos y perfectos; no necesitamos absolutamente nada más, por bueno que sea, por loable que sea. Todo lo demás es basura. ¡Bendito es Jesús, el Hijo de Dios! ¡Bendito es Jesús, el Cristo de Dios!