Los ataques terroristas en Londres han vuelto a reavivar la inquietud de un mundo que ha perdido la seguridad.
Inglaterra parecía inexpugnable hasta el 7 de julio recién pasado. Hasta esa fecha, Scotland Yard, la policía de reconocido prestigio mundial, había logrado conjurar las amenazas de Al-Qaeda en orden a provocar una embestida similar a la de Estados Unidos en septiembre del 2001 y a la de España en marzo de 2004. De hecho, de tiempo en tiempo se daban a conocer noticias de intentos frustrados de ataques terroristas oportunamente desarticulados por Scotland Yard.
Por eso, la luctuosa jornada del 7 de julio provocó más de alguna sorpresa – más allá de la correspondiente conmoción. 56 personas muertas, y centenares de heridos es el saldo mensurable, pero ¿quién puede medir lo otro, el sentido de inseguridad, de impotencia, de una ciudad, y de toda una nación?
El mundo sigue cambiando a pasos agigantados. Se ha dicho que la vida ya no es la misma para los neoyorquinos después del 11-S, que tampoco es la misma para los madrileños después del 11-M. ¿Y qué se puede decir de los londinenses a partir del 7-J?
Surge un nuevo conflicto
El Primer Ministro inglés Tony Blair y su equipo de gobierno han debido elaborar rápidamente estrategias para enfrentar la crisis. Él sabe que debe ser enérgico y eficiente en la toma de medidas capaces de alejar el peligro, y de calmar a una población en extremo grado de nerviosismo. Algunos sectores de la población han reaccionado con especial encono, con ataques verbales y físicos, así como daños a la propiedad, incluyendo templos religiosos como las mezquitas. Según las estadísticas, en los tres días siguientes a las cuatro explosiones del 7 de julio, se produjeron 68 ataques por odio religioso, específicamente contra el Islam. La policía ha señalado que «no hay duda alguna de que los incidentes contra la comunidad musulmana se han incrementado». Muchos de ellos fueron abusos «de bajo nivel» o «asaltos menores», pero están causando un «gran impacto emocional» entre la población musulmana y las comunidades minoritarias que residen en el país.
La misma policía ha sobrerreaccionado. Ante el temor de nuevos ataques, cualquier rostro moreno resulta sospechoso (muchos sudamericanos se han sentido discriminados en estos días en Gran Bretaña y tratados en forma vejatoria, interrogados turistas e inmigrantes). Lamentablemente así ocurrió con el joven brasileño Jean Charles de Menezes, abatido de 8 balazos por la policía el 22 de julio en un subterráneo de Londres por no detenerse ante un mandato de «Alto». El gobierno debió deshacerse en explicaciones.
Nadie está preparado para este nuevo escenario; los nerviosos policías cumplieron órdenes de superiores más nerviosos aún, deseosos de defender su patria, amenazada por atacantes camuflados de ciudadanos comunes.
Un nuevo conflicto surge así entre la seguridad y la libertad. Inglaterra es uno de los países más celosos de las libertades individuales y gran cooperador de los programas de la ONU en materia de refugiados políticos y de derechos humanos. De hecho, según cifras oficiales, Inglaterra es el país europeo que más inmigrantes recibe cada año. Pero ¿cómo dar seguridad sin afectar las libertades individuales?
Blair aseguró que quiere trabajar con la comunidad musulmana, no alienarla, pero sus críticos aseguran que se ha ido demasiado lejos en el difícil equilibrio. El Reino Unido podría pasar por encima de las leyes de derechos humanos si los tribunales bloquean las deportaciones y Londres no consigue garantías de otros países de que no torturarán a los deportados.
El poder judicial ya ha detenido expulsiones gubernamentales, porque según la Convención europea de Derechos Humanos tiene que haber garantías de que el deportado no será maltratado. «Estamos muy orgullosos de nuestro sistema judicial –ha dicho Blair– y muy orgullosos del estilo de vida británico; de que tratamos a la gente de forma justa, que damos la bienvenida a personas que huyen de la persecución. Pero siento que la gente no puede venir aquí y abusar de nuestras buenas intenciones y nuestra tolerancia». «Ahora –señaló– en la clase política y en la sociedad, el clima es diferente … Que nadie tenga ninguna duda de que las reglas del juego han cambiado», añadiendo que países como Polonia o Italia están endureciendo sus leyes a raíz de los atentados de Londres.
Entre las medidas que tiene Blair en cartera, está la presentación de unas nuevas normas antiterroristas que tipificaría como delito el aceptar ‘glorificar’ el terrorismo, dentro o fuera del país. Cualquiera que incurra en este delito no podrá solicitar asilo, y cualquiera que haya participado en actividades peligrosas para el Reino Unido no podrá siquiera entrar en su territorio.
Asimismo, para obtener la nacionalidad británica, los solicitantes deberán hablar inglés y estar integrados. «Venir al Reino Unido es un derecho», manifestó Blair, pero una vez que uno se queda «eso implica deberes», añadió. Así, toda persona nacionalizada británica podrá ser privada de su nacionalidad si se involucra en actividades extremistas. Anunció, además, que el Gobierno elaborará una lista de páginas web y librerías, así como otros centros y redes de acción extremistas, amenazando con la deportación a toda persona que tenga en ellos una «implicación activa».
Las Naciones Unidas, por su parte, han insistido en su voluntad de seguir velando por los derechos humanos cuando se luche contra el terrorismo: «Si bien los autores de actos terroristas suelen ser grupos subna-cionales o transnacionales, en varias oportunidades distintos dirigentes han adoptado también el terror como instrumento de control. La rúbrica del contraterrorismo puede emplearse para justificar actos en favor de programas políticos, como la consolidación del poder político, la eliminación de los adversarios políticos, la inhibición de una oposición legítima y/o la supresión de la resistencia a la ocupación militar. Al ponerle la etiqueta de terroristas a los opositores o adversarios se está empleando una técnica consagrada por el tiempo, que consiste en quitarles legitimidad y presentarlos como seres malignos. Las Naciones Unidas deben estar alertas a no ofrecer, o a no aparecer como si ofrecieran un apoyo incondicional o automático a todas las medidas adoptadas en nombre del contraterrorismo».
Un nuevo escenario mundial
A la desconfianza de Inglaterra para con los extranjeros, se han sumado nuevas amenazas de los grupos reivindicatorios islámicos. El 4 de agosto, el número dos de Al-Qaeda, Ayaman al-Zahwari, advirtió a Inglaterra que podrían venir acciones más sangrientas si las tropas inglesas no abandonan Irak. De paso, advirtió también a Estados Unidos y España, que los ataques anteriores no son nada comparadas con los que podrían sufrir en el futuro si no se repliegan.
Para entender adecuadamente el escenario actual, es preciso recordar que Estados Unidos, España e Inglaterra enfrentaron unidos la invasión a Afganistán y posteriormente a Irak. De manera que estos hechos que hoy lamentamos tienen su raíz en aquellos hechos anteriores. Se trata entonces de reivindicaciones por guerras anteriores consideradas injustas por el mundo islámico. Los grupos «radicales islámicos» han llamado «cruzados» a los invasores de Afganistán e Irak, dándole así una connotación religiosa al conflicto. Así, a unas guerras, suceden otras tanto o más cruentas.
Sin embargo, es la forma de hacer la guerra por parte de los grupos radicales islámicos lo que más ha sorprendido y llenado de horror al mundo. Atrás han quedado los estilos bélicos tradicionales, como los que caracterizaron las dos guerras mundiales, el enfrentamiento de las dos Coreas, India versus Pakistán, etc., por mencionar algunas. En ellas se medían fuerzas y capacidad bélica, y donde con cierta facilidad vencía el más fuerte, o se debía llegar a un acuerdo binacional para el cese del fuego. Eran las llamadas «guerras convencionales».
Toda guerra es cruenta por definición, sólo que en la guerra convencional se sabe muy claramente quién es el enemigo y cuál es el campo de acción. Generalmente se trataba de disputar un territorio, o de defenderse de una ocupación. Entonces, sólo se enfrentaban los ejércitos de las naciones en pugna. Hoy, en cambio, se trata de algo así como del enfrentamiento de dos culturas, casi diríamos, de dos mundos: el mundo islámico y el occidental cristiano. O, para no exagerar, se trata al menos de un sector, el más radical del mundo árabe-islámico contra algunas naciones de las más representativas del mundo occidental. No estamos ante una «guerra mundial» sino ante un «fenómeno global» – pues de todas maneras involucra al mundo entero.
Tal es el nuevo escenario que inquieta, complica y confunde a los países más poderosos del globo. Hoy no son los mas «fuertes» los que ganan fácilmente las guerras, sino que son éstos (los poderosos) los que se ven seriamente amenazados por un problema de muy, pero muy difícil solución. Se ha hablado de que se lucha contra un «enemigo invisible», se ignora cuales son sus canales de apoyo y su financiamiento. Las redes de estos modernos terroristas pueden contar con muchos ciudadanos legales en los mismos países afectados. Desconocidos comandos terroristas bien entrenados y muy bien «adoctrinados», dispuestos a inmolarse, pueden estar en cualquier parte, mimetizados en las grandes ciudades y con sofisticados recursos difíciles de detectar.
Buscando respuestas
Resulta paradójico y desconcertante para el ciudadano común todo este actual escenario mundial.
Cabe preguntarse ¿no habrá habido una política históricamente errática por parte de las potencias occidentales en relación con el mundo árabe y musulmán en particular? ¿No estarán cosechando el mismo odio que alguna vez sembraron? Occidente no puede subsistir sin la gran riqueza energética presente en aquellas regiones de predominio árabe. La lucha por el control de aquella zona ¿no necesitará de variadas excusas? ¿Se habrá atropellado su cultura y su religión en el pasado de tal forma que hoy resulte casi imposible de remediar? Por otro lado, ¿cuánto conocemos de la cultura y religión de aquellos pueblos?
Es cierto que existen muchas naciones que, siendo islámicas por su mayoría religiosa, son consideradas como «moderadas» por los países occidentales, y no representan una amenaza para nadie. Sin embargo, los llamados radicales o integristas han declarado que «no cesarán su lucha (llámese ‘atentados terroristas suicidas’) mientras haya ‘infieles’ pisando sus tierras».
Nuestros jóvenes se están formando para enfrentar los desafíos del presente y del futuro inmediato. Se están educando para administrar empresas productivas, para mejorar la economía de sus países, para desarrollar inno-vadoras tecnologías, en fin, siempre lo mismo, para construir un mundo mejor, más desarrollado, más moderno, con mejores estándares de vida, etc. Seguimos soñando con un mejor mundo para vivir. Pero el clima de inseguridad que se vive hoy en las principales capitales del mundo, pone no sólo una nota de temor por el futuro, sino que se abre una polémica o una inquietud de grado mayor: «Tanto avance, tanto desarrollo del mundo, ¿para terminar en esto?».
Todos los gobiernos del mundo deberán invertir cada vez mayores cantidades de recursos en seguridad; sin embargo, la sensación de inseguridad seguirá creciendo. Los países más seriamente amenazados tendrán que implementar en el futuro controles aun más rigurosos no sólo para turistas e inmigrantes, sino también para el control de sus propios ciudadanos.
Nuestra visión cristiana del mundo nos hace recordar las proféticas palabras de Nuestro Señor Jesucristo hablando del tiempo de su segunda venida: «Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas, desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra; porque las potencias de los cielos serán conmovidas» (Lucas 21:25-26).
La naturaleza ha golpeado con fuerza a las naciones en los últimos tiempos, con terremotos y tsunamis. Esta es la impredecible naturaleza (la ciencia aún no alcanza a anticipar tales fenómenos); sin embargo, hay otra naturaleza peor, la del hombre mismo, más indomable que la primera. Las angustiosas imágenes que nos muestra la televisión tras los atentados terroristas, más las que «logran filtrarse» de las atrocidades de las guerras, sumadas a aquellas que nos hacen volver el rostro de vergüenza y de impotencia –nos referimos a los niños y mujeres muriéndose de hambre en Níger, África– son un fuerte y elocuente cumplimiento de las palabras del Señor Jesucristo, y acusan la indomable naturaleza rebelde del hombre.
Concluimos este comentario citando al salmista David: «Por toda la tierra salió su voz, y hasta el extremo del mundo sus palabras» (Salmos 19:4). ¿Oirá el hombre para buscar a Dios mientras pueda ser hallado? (Isaías 55:6-7).