Reflexiones acerca de la naturaleza y alcances de la visión celestial.
Lecturas: Isaías 55:8, Romanos 11:33.
La expresión ‘visión celestial’ es muy significativa, porque la palabra ‘visión’ tiene que ver con ‘ver’, y nosotros sabemos que el hombre, por naturaleza, es ciego. El ciego de Juan capítulo 9 nos representa espiritualmente a todos nosotros en nuestra condición natural.
Y luego, si a ese sustantivo le agregamos el adjetivo ‘celestial’, entonces hacemos aun más difíciles las cosas, porque el que no tiene visión espiritual, ¿cómo podría tener, más encima, una visión celestial? Así que, cuando hablamos de la visión celestial, estamos hablando de cosas que están fuera de nuestro alcance.
Algo superior a la carne y la sangre
¿Y cómo es que hombres y mujeres pecadores pueden decir que han visto algo celestial?
El propósito de Dios, y la visión celestial, es muy anterior a nosotros. Dios se forjó un propósito antes de la creación del hombre. Dios trazó un plan, y él lo ha estado realizando en forma concienzuda y precisa. Él ha trazado los tiempos, los tramos, las épocas, en el desarrollo de este propósito. Antes de nosotros hubo muchos hombres y mujeres que, en su tiempo, corrieron el tramo de su carrera, y que fueron fieles a la visión.
Santiago dice que somos como una niebla; Pedro dice que somos como la hierba; Job dice que somos como una sombra que pasa. Eso es el hombre. Entonces, hablar de la visión celestial significa hablar de cosas tan grandes y tan altas, que nosotros no debemos presumir de ellas.
Cuando leemos a los hermanos que fueron antes que nosotros, nos damos cuenta de que ellos vieron bastante más. Y nosotros leemos sus escritos, y a veces predicamos inspirados por lo que ellos escribieron, y pareciera que con sólo leerlos, y luego predicar, ya la visión está. Pero olvidamos cuánto ellos sufrieron, cuánto tuvieron que morir a sí mismos, cuántos quebrantos tuvieron que experimentar por causa de la visión.
La visión celestial no es simplemente algo que nosotros leemos a través de los escritos de otros, o que escuchamos del testimonio de otros. Es algo que hemos visto de Dios y que se escribe a fuego en nuestro corazón; es algo que se prueba en el día difícil; es algo que está sometido a muchas contradicciones. De manera que tenemos que mantener siempre una actitud muy humilde delante del Señor, para que en su gracia él nos conceda ver realmente su propósito.
La visión celestial trae pérdida en el plano terrenal
Ahora bien, cuando Dios decide otorgar su visión –la visión celestial– a los hombres, primero tiene que limpiar. Y en esa limpieza que él hace, en ese barrido, arranca varias cosas que a nosotros nos parecían preciosas, de tal manera que no quede vestigio de lo que antes hubo.
Cuando miramos la vida de Moisés, o la vida de Pablo, nos damos cuenta cuán profundo fue el barrido que Dios hizo. Moisés había sido criado en toda la sabiduría de los egipcios, poseía la mejor enseñanza de su tiempo. Una muestra de la sabiduría de los egipcios son esas pirámides que están en pie hasta el día de hoy. Es muy probable que Moisés, por ser «hijo de la hija de Faraón», tuviera acceso al conocimiento secreto, al conocimiento de elite.
Pero, ¿se imaginan ustedes que a la hora de construir el tabernáculo en el desierto, Moisés le hubiese dicho al Señor: «Señor, ¿por qué no hacemos el tabernáculo en forma de pirámide?».
¿Qué diremos de Pablo? Pablo había sido enseñado a los pies de Gamaliel, uno de los principales rabinos de su época. Sin embargo, fue necesario que Pablo llegara a estimar todas esas cosas como basura, por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús.
Ustedes que han visto algo de esta visión celestial, ¿cuánta pérdida les ha traído? ¿Cuántas cosas Dios ha tenido que barrer en ustedes? Ahora, si es que no se ha barrido nada, si es que usted no ha perdido nada, tal vez signifique que usted no ha recibido mucho de esta visión celestial. Porque la visión celestial es incompatible con las visiones terrenas.
La visión celestial trae pérdida en el plano terrenal. Cuando usted ha visto algo, por gracia, allá en los cielos, entonces las cosas de la tierra empiezan a perder su brillo. Entonces quedan de lado profesiones, títulos, negocios. Si no estamos dispuestos a perder, no podremos ganar en Dios.
Esta visión celestial nos cautiva, nos atrapa. Esta visión nos caza, como la presa es atrapada por el cazador. Dios nos ha cazado con una flecha que es como un arpón, porque nos deja atados a él. Esta visión que él ha puesto en tu corazón nunca te va a dejar en paz para dedicarte libremente a otras cosas. El Señor te dio con su flecha, y él no te soltará más.
Esta es una visión que nos cala profundo, que se mete en nuestros huesos, hasta los tuétanos. Después que hemos visto a Jesús, ¿podríamos aceptar un sustituto? Después que hemos visto algo acerca de la iglesia, ¿podemos aceptar un remedo de ella? Si fuera algo nuestro, entonces podríamos reemplazar esta visión por otra, ¡pero es la visión celestial!
La visión celestial trae implícito un llamamiento
La visión trae, implícito, un llamamiento. Cuando Dios llamó a Moisés desde la zarza ardiente, él le dijo que lo necesitaba para hacer una obra. Cuando el Señor llamó a Pablo, camino a Damasco, él le dijo también que lo necesitaba para algo. La contemplación de esta visión no nos deja de brazos cruzados. Ella nos mueve a la acción, nos muestra una tarea que hay que realizar.
La visión nos llama, nos convoca, y nos hace responsables por ella. Cuanto más vemos, más responsables. Si nosotros no viésemos nada, Dios no nos pediría nada. Una de las cosas que siempre me hace temblar es este pensamiento: «Soy responsable por lo que veo».
¿Cómo invertiremos nuestros días de aquí hasta que muramos? ¿Cómo usaremos nuestras fuerzas, nuestra inteligencia? ¿Qué uso haremos de la experiencia que tenemos, de los años que hemos recorrido con el Señor? ¿Qué uso estamos haciendo de los recursos que manejamos?
A juzgar por la manera como manejamos nuestros recursos, a veces da la impresión de que la visión celestial no nos ha cautivado lo suficiente. El uso que hacemos de nuestros recursos no es proporcional a la visión celestial. ¿Cuán responsables estamos siendo nosotros por lo que vemos?
Esta visión que el Señor nos ha dado está llegando a muchos hermanos de otros lugares, pero creo que no estamos todavía haciendo lo suficiente para que esta visión se divulgue más, para que esta palabra corra por otros lugares y alcance otras zonas que aún no han sido alcanzadas.
Que el Señor nos ayude, porque necesitamos hacer un esfuerzo unánime para poder ir más allá. Donde no esté la visión, tenemos que compartirla; donde ya está, tenemos que confirmarla en el corazón de nuestros hermanos. Si es que están cansados, si es que están atribulados, si es que han estado siendo probados, ellos necesitan –como nosotros también necesitamos– de que un hermano esté al lado para decirles: «Sí, hermano, estás creyendo lo correcto. ¡Sigue adelante!». Varios hermanos de otros países han venido a nosotros a decirnos eso. Y nosotros también tenemos que ir a ellos para decirles lo mismo. Necesitamos reforzar esta visión, y alentarnos unos a otros; necesitamos actuar con responsabilidad.
Hay muchos lugares que reclaman nuestra atención y nuestra presencia. ¿Qué haremos? ¿Qué es lo que hace el Señor Jesús como sumo sacerdote? Hagamos lo mismo nosotros como sacerdotes de Dios. Tomemos todos estos lugares, todas estas personas, sobre nuestro corazón y sobre nuestros hombros, para interceder por ellos, para que el Señor nos conceda en su gracia llegar hasta ellos y compartir lo que de él hemos recibido.
Cuando el Señor le muestra la visión a Isaías, el profeta ve toda su defección, su pecado. Pero luego que él es purificado, entonces, el Señor dice: «¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?». E Isaías dice: «Heme aquí, envíame a mí». Aquí hay un llamamiento y hay una respuesta. Isaías responde, y entonces el Señor le encomienda la misión.
Isaías no dice: «Yo voy», sino «Envíame». Y eso significa ponerse a disposición de Dios para que él diga «ahora», o diga «mañana», o «al año siguiente»; «de esta manera» o «de esta otra manera». No significa salir corriendo a hacer lo que uno piensa que Dios quiere que haga, sino ponerse a su disposición. Así que tiene que haber ese sentido de responsabilidad ante el llamamiento, y la disposición para ser enviado.
Hermano, quisiéramos desafiar tu corazón, para que esta noche respondas al Señor: «Envíame a mí». El Señor nos está llamando, nos está mostrando una visión de su gloria, de su propósito. Nos está mostrando los campos blancos para la siega. Dios necesita enviar; ¿podremos nosotros decir: «Envíame a mí»?
Ahora, tal vez tú digas: «Yo no he sentido que Dios me envíe a hacer la obra». ¿Pero, sabes? El Señor puede hacer que tú seas uno que ‘sostenga la cuerda’. Ustedes conocen la historia de Guillermo Carey. Él sintió el llamado para ir a la India. Cierta vez, en una conversación con otros pastores y ministros, él les dijo: «Si ustedes sostienen la cuerda, yo bajo al pozo». Y el Señor le dio a Carey hombres idóneos que sostuvieron la cuerda por veinte o treinta años, mientras él servía en la India.
Entonces, todos podemos decir: «Envíame a mí»; todos nos podemos disponer; unos para ir, y otros para sostener la cuerda. Nosotros creemos y afirmamos la unidad del cuerpo de Cristo, que somos uno en el Señor. Por tanto, si en este hombre corporativo, unos van y otros sujetan la cuerda, es que todos vamos.
Ustedes se acuerdan del principio que estableció David en las guerras de Israel. Antes, sólo los que iban a la batalla tomaban parte en el botín; los que se quedaban con el bagaje no tocaban nada. Pero David dijo: «La misma parte del botín les pertenece a los que van a la batalla y a los que se quedan cuidando el bagaje». Y eso se convirtió en ley en Israel. De aquí se deriva un principio espiritual que tiene vigencia hoy. En las batallas de Dios, reciben la misma recompensa los que van al frente y los que se quedan apoyando desde atrás. Los que sujetan la cuerda reciben la misma recompensa que los que bajan al pozo.
Todos somos responsables, y todos tenemos que hacer la mejor inversión.
La obediencia permite ir ampliando la visión
Cuando nosotros obedecemos, la visión celestial se amplía cada vez más. Cuando Abraham salió de Ur de los caldeos, no tenía la visión muy clara. Lo sabemos, porque él se quedó en un lugar llamado Harán. Pensó que esa era la buena tierra a la cual Dios lo llamaba. Y pensó, además, que podía llevar consigo a su familia, cuando Dios lo llamaba a dejar su tierra y su parentela. Por eso Dios tuvo que llamarlo de nuevo en Harán, y decirle: «Abraham, todavía no has llegado; hay un tramo más».
Yo quisiera decirles a ustedes, de parte del Señor: «Hermanos, todavía no han llegado; falta un poquito aún». Esto a lo que hemos arribado no es el todo. Tenemos que seguir avanzando; la visión es más amplia de lo que hoy estamos realizando.
Lo mismo pasa con Moisés. Dios lo llamó de la zarza con el objetivo de sacar al pueblo de Israel de Egipto. Sin embargo, a medida que leemos el libro de Éxodo, nos damos cuenta que Dios tenía otro propósito más amplio aún; porque no sólo quería sacar a su pueblo de Egipto, sino que quería llevarlo a una realidad más alta. Sacarlo de Egipto podría significar meramente que ellos pasaran de ser un pueblo de esclavos a un pueblo itinerante. Entonces, cuando lo lleva al monte, Dios le dice a Moisés que él quería habitar en medio de su pueblo, y le muestra el tabernáculo. Cuando Moisés vio la zarza ardiendo, no supo todo a lo que Dios lo estaba llamando. Vio una parte del todo, pero no el todo.
Hermanos, ¿cuántas cosas tendrá el Señor preparadas para nosotros todavía? ¿Cuál era nuestra visión hace diez o veinte años atrás? ¿Se fijan que era muy pequeña? No digo que hoy esté completa, pero al menos ha aumentado un poco. Y todavía queda mucho más.
La obediencia amplía la visión. Veamos por un momento a José, y veamos los alcances que puede tener la visión. Su vida es un ejemplo de esto. Cuando José llegó a Egipto, pasó por muchas dificultades, pero llegó a ser gobernador en Egipto. José recibió toda la honra y la gloria que un hombre quisiera en el mundo. Sin embargo, cuando él estaba muriendo, dijo a sus hijos: «Dios ciertamente os visitará, y entonces llevaréis mis huesos de aquí a la tierra que Dios os dará».
José era grande, rico, y poderoso en Egipto. Sin embargo, él tenía la mirada más allá, en las cosas eternas. Él tenía puesta la mirada en la buena tierra. ¡Qué amplia era la visión de José! Así también, nuestra mirada, nuestra visión, es celestial, y está puesta mucho más allá de las cosas que nos rodean.
La visión nos sostiene
Estos días, alguien de nosotros dijo: «Tenemos que levantar el estandarte y sostener la visión». Siendo verdad eso, yo quisiera decir algo que pudiera parecer contradictorio, pero que no lo es. Es sólo una paradoja, de esas muchas paradojas que tiene el evangelio: La visión es la que nos sostiene a nosotros, y no nosotros a la visión.
Cuántas veces en nuestro corazón hemos sido como Juan Marcos, desertores; como Demas, amadores del mundo; como Diótrefes, amando el primer lugar; o como Saúl, pecando de obstinación y de rebeldía. El Señor nos ha perdonado y la visión nos ha sostenido. No podemos nosotros presumir de hacer la gran proeza de sostener la visión de Dios. Dios es muy persistente; él llevará adelante su obra. El Señor es el que nos sostiene.
Ustedes han leído que cuando Pablo, luego de su conversión, intentó predicar en Damasco y en Jerusalén, los hermanos lo llevaron de vuelta a Tarso, su tierra, como diciendo: «Mira, Pablo, es mejor que te vayas a Tarso, porque estás causando muchos problemas aquí». Seguramente, Pablo se sintió bastante mal, y tal vez haya dudado de su llamamiento, porque fue como ponerlo en silencio. Pero más adelante Bernabé lo fue a buscar para que sirviera en Antioquía. El Señor, que lo había llamado, que le había mostrado su visión, a su tiempo, lo vuelve a traer.
Algunas veces nosotros también hemos sido llevados al silencio, y hemos estado a punto de sucumbir. Porque esto es demasiado grande para nosotros. A veces la carga se hace demasiado pesada. A veces nuestra alma se muestra tan dura, tan complicada, que llegamos a pensar: «No serviré; hasta aquí no más llego». Sin embargo, cuando llegamos a ese punto, nos damos cuenta que es Dios quien nos está sosteniendo, que es la visión la que nos sostiene y no nosotros quienes sostenemos la visión.
Miremos a David. Es muy emocionante el momento en que David fue ungido rey. Era un jovencito. Pero uno no lo encuentra reinando de inmediato, sino que aparece tocando el arpa para Saúl. Y después está en el campo, cuidando las ovejas de su padre. Entonces, uno se pregunta: ¿Qué sentido tuvo que Samuel fuera a ungirlo como rey, si el rey está cuidando las ovejas? David pudo haberse preguntado legítimamente: «Tal vez fue todo una broma. Soy rey, pero estoy aquí cuidando las ovejas de mi padre, mientras mis hermanos están en la guerra. Yo estoy aquí como el más pequeño de todos…». A veces parece que Dios se olvida de nosotros, que nos abandona, parece que todo es mentira. Sin embargo, Dios es muy persistente. Entonces, Dios nos trae de nuevo, nos coge, nos levanta, y nos vuelve al camino.
Hay una frase en 1ª Timoteo 1:11 que me ha alentado muchas veces: «…Según el glorioso evangelio del Dios bendito, que a mí me ha sido encomendado». Noten la frase: «…que a mí me ha sido encomendado». Otra versión de la Escritura dice: «…al cual yo fui confiado». La frase completa podría traducirse así: «…según el glorioso evangelio del Dios bendito, al cual yo fui confiado».
¿Quién sostiene a quién? ¿Es Pablo que sostiene el evangelio, o es el evangelio que lo sostiene a él? Nosotros fuimos confiados al evangelio. Es él el que nos sostiene. ¡Bendito es el Señor!
Toda visión celestial apunta a Cristo y la Iglesia
Para terminar, quisiera decir que toda visión apunta a Cristo y la iglesia.
Cuando Abel recibió la revelación acerca de la ofrenda que debía ofrecer, él estaba anticipadamente hablando, sin saberlo quizás, acerca de Cristo en su perfecta ofrenda expiatoria en la cruz. Cuando Noé recibió la visión acerca del arca que tenía que construir, él tal vez sin saberlo, estaba prefigurando a Cristo, porque sólo en Cristo nosotros escapamos de los juicios que vienen sobre el mundo. Cuando Abraham fue llamado a la tierra de Canaán, él no sabía –aunque es posible que lo haya sabido– que esa buena tierra hablaba de Cristo. Y por eso él no podía quedarse en Harán, porque él tenía que avanzar hasta Cristo.
Moisés no sólo fue llamado para sacar a Israel de Egipto, sino para edificar el tabernáculo, el cual es Cristo y su iglesia. David no sólo fue llamado para vencer, para establecer un reino, para crear canciones e inventar muchos instrumentos musicales. Fue llamado para recibir el diseño del templo, y entregárselo a su hijo Salomón; y en el diseño de ese templo, David nos está hablando de Cristo y de la iglesia.
Isaías, cuando vio la gloria de Dios, tal vez no sabía, pero a quien él vio fue a Cristo. (Jn.12:41). Cuando Pedro vio la visión del lienzo, él vio a los judíos y a los gentiles siendo uno solo en la iglesia, y por eso pudo entrar a la casa de Cornelio, y después ir a Antioquía.
La visión de Dios siempre tiene como objetivo mostrar algo acerca de Cristo y de la iglesia. Cuando Pablo vio al Señor Jesús, vio al Hombre celestial. A Jesús exaltado, glorificado –la Cabeza– y luego en Ananías él tocó al cuerpo de Cristo.
Y cuando el Señor le muestra a Juan la revelación del Apocalipsis, ¿qué le muestra, sino a Cristo, siendo recibido arriba en gloria, recibiendo el lugar de preeminencia, la autoridad para abrir el libro y desatar sus sellos, y para que en ese acto de desatar los sellos de ese libro pudiera conocerse el fin de la historia humana? Nosotros conocemos cuál es el fin de la historia humana. Cualquiera sea la circunstancia presente en este mundo, sabemos que Dios llevará adelante su propósito, y que el Señor Jesucristo reinará con su iglesia.
Que el Señor nos permita volver de aquí con el corazón más aclarado, con los ojos espirituales más abiertos, con la visión más definida en nuestro corazón, con una rendición del corazón mucho mayor; de modo que el Señor pueda llevar adelante, en nuestros días, lo que él se ha propuesto. Amén.