La mayor necesidad de este tiempo es de visión espiritual.
Lecturas: Núm. 22:31; 24:3b y 4b; Mr. 10:46,51,52; Mr. 8:23-25; Jn. 9:1,7,25; Ef. 1:1 7,18; Apoc.3:18; Hech. 26:18.
Cuando contemplamos el estado de cosas en el mundo de hoy, nos impresiona y nos oprime profundamente la persistente enfermedad de la ceguera espiritual. Es la enfermedad esencial de nuestro tiempo. No andaremos muy descaminados si decimos que la mayoría de los problemas que padece el mundo, si no todos, pueden trazarse hasta la misma raíz: ceguera1. Las masas están ciegas; no hay duda de ello. En días que se suponen de iluminación sin igual, las masas están ciegas. Los dirigentes están ciegos, ciegos guías de ciegos. Pero en gran medida lo mismo es cierto en relación al pueblo de Dios. Generalmente hablando, los cristianos en el día de hoy están muy ciegos.
Un examen general del terreno de la ceguera espiritual
Los textos que acabamos de leer cubren una buena medida, sino todo el terreno de la ceguera espiritual. Comenzamos con aquellos que nunca han visto, los que han nacido ciegos.
Luego están aquellos que han recibido visión, pero no ven ni demasiado ni con mucha claridad – «Hombres como árboles que andan» – pero que llegarán a ver más perfectamente mediante una posterior obra de gracia.
Luego están los que tienen una clara y verdadera visión, pero para quienes aún queda una gran región de los pensamientos y propósitos de Dios en la oscuridad, esperando una obra más completa del Espíritu Santo. «Para que os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos…» Estas palabras se dirigen a personas que tienen la facultad de la visión, pero para quienes la mencionada región de significado divino aún espera una obra más completa del Espíritu Santo en el ámbito de la visión espiritual.
Después, de nuevo, tenemos a los que han visto y han seguido, pero que han perdido visión espiritual. Visión que una vez poseyeron pero que ahora perdieron, y con un fatal factor añadido: creen que ven y están ciegos a su propia ceguera. Esta era la tragedia de Laodicea.
La ceguera causada por la búsqueda de ganancia personal
Luego están esas dos clases representadas por Balaam y Saulo de Tarso, que hemos citado. Balaam cegado por la ganancia o la perspectiva de ganancia. Estando tan poseído con la cuestión de ganancias y pérdidas como para estar ciego en cuanto a los grandes pensamientos y propósitos de Dios, sin ver al Señor mismo en el camino y llegando casi al punto de quedar postrado en él. El texto es muy claro en este punto. Balaam no vio al Señor hasta que el mismo Señor abrió sus ojos y entonces le vio. «El ángel del Señor». Esta es la manera en que el texto lo expresa. No tengo apenas dudas de que se trata del mismo Señor. Después vio. Más tarde Balaam hizo esta doble declaración sobre el asunto – «El hombre de ojos abiertos, caído pero abiertos sus ojos».
Este es Balaam, un hombre cegado por consideraciones de carácter personal, de naturaleza personal, consideraciones sobre cómo le afectarían a él las cosas. Y qué cegadoras son este tipo de consideraciones cuando tratamos con asuntos espirituales. En el momento en que tú o yo nos detengamos en esta pregunta (¿cómo me afectaría a mí tal o cual cosa?) estamos en un grave peligro. Si alguna vez, por un momento permitimos que nos influyan cuestiones como: ¿Cómo me afectará tal cosa? o ¿Cuánto me costará esto? ¿Qué voy a ganar o perder a través de esto? Este es un momento en que la oscuridad puede muy bien tomar posesión de nuestros corazones, y andaremos en el camino de Balaam.
La ceguera causada por el celo religioso
Por otra parte tenemos a Saulo de Tarso. No hay ninguna duda sobre su ceguera. La suya era la ceguera de su mismo celo religioso, su celo por Dios, su celo por la tradición, su celo por la religión histórica, su celo por lo establecido y aceptado en el mundo religioso. Era un celo ciego acerca de lo cual más adelante tuvo que decir: «Yo ciertamente había creído mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret» (Hch. 26:9). «Había creído mi deber.» Que tremendo giro tuvo lugar cuando descubrió que lo que había creído y considerado apasionadamente que era su deber para agradar a Dios y satisfacer su propia conciencia, era completa y diametralmente opuesto a Dios y el camino correcto de la verdad. ¡Qué ceguera!
Ciertamente Saulo está ahí como una permanente advertencia para todos nosotros de que tener celo por algo no prueba necesariamente que ese algo sea correcto ni de que estemos en el buen camino. Nuestro celo puede ser en sí mismo algo que nos ciega, nuestra devoción a la tradición puede ser nuestra ceguera.
Creo que los ojos ocupan un lugar muy importante en la vida de Pablo. Cuando sus ojos fueron espiritualmente abiertos, sus ojos naturales fueron cegados y podemos usar esto como una metáfora. En las cosas de Dios el uso excesivo de los ojos naturales puede ser una indicación de cuán ciegos estamos, y puede ser que cuando estos ojos naturales sean cerrados en lo religioso sea entonces y sólo entonces que veamos algo. Lo que en el caso de mucha gente obstaculiza el que puedan ver realmente, es que ven demasiado y lo ven en una dirección equivocada. Están viendo con los sentidos naturales, las facultades naturales de la razón, el intelecto y la educación, y todo esto es un obstáculo. El ejemplo de Pablo nos dice que a veces para poder ver realmente es necesario ser cegado. De manera evidente, esto dejó su marca en él del mismo modo que el dedo del Señor la dejó sobre Jacob para el resto de sus días.
Pablo fue a Galacia y más tarde les escribió a los gálatas; y les dijo: «Porque yo os doy testimonio de que si hubieseis podido os hubieseis sacado vuestros ojos para dármelos.» Quería decir que los gálatas notaron su aflicción, se dieron cuenta de aquella marca que tenía desde el camino de Damasco, de modo que sentían que si hubieran podido, de algún modo, se hubieran sacado sus mismos ojos para él. Pero es maravilloso que la comisión que recibió cuando fue cegado físicamente en el camino a Damasco, estaba toda relacionada con los ojos. El estaba ciego y le llevaron de la mano hasta Damasco. Pero el Señor le había dicho en aquella hora: «… a quienes ahora te envío para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz y de la potestad de Satanás a Dios.»
Estos pasajes tienen su mensaje para nosotros, pero cubren el terreno de la vista espiritual de modo muy general. Existen por supuesto muchos detalles pero en este momento no nos proponemos buscarlos. Vamos a seguir con esta consideración general.
La vista espiritual es siempre un milagro
Cuando hayamos cubierto todo el terreno de manera general, regresaremos para notar un rasgo particular y peculiar en cada caso, y es que la visión espiritual es siempre un milagro. Este hecho lleva consigo todo el significado de la venida a este mundo del Hijo de Dios. La misma justificación para la venida del Señor Jesucristo a este mundo se encuentra en lo que la Palabra de Dios da por sentado; porque es un hecho establecido por el mismo Dios: que el hombre ahora nace ciego. «Yo la luz he venido al mundo» (Jn. 12:46); «…luz soy del mundo» (Jn. 9:5). Como bien sabemos, esta declaración es hecha en la sección del evangelio de Juan donde el Señor Jesucristo está tratando con el tema de la ceguera. «Mientras estoy en el mundo, Luz soy del mundo» y lo ilustra al tratar con el ciego de nacimiento.
De modo que la visión espiritual es siempre un milagro del cielo. Ello significa que aquel que en verdad ve espiritualmente ha experimentado un milagro justo en el fundamento de su vida. Toda su vida espiritual brota de un milagro: el milagro de habérsele impartido vida a ojos que nunca han visto. Es justamente aquí donde comienza la vida espiritual: viendo.
Y cualquiera que predica ha de tener este milagro registrado en su historia personal. Él mismo depende por completo del hecho de que este mismo milagro se produzca en todo aquel que le escucha a él. Es ahí donde está tan indefenso y también donde es tan «necio.» Quizá sea aquí donde, en un sentido, encontramos la «locura de la predicación». Un hombre puede haber visto y puede estar predicando lo que ha visto, pero nadie de quienes le escuchan ha visto o ve. De modo que está diciendo a los ciegos: «¡Ved!», y no ven. Está dependiendo por completo de que el Espíritu de Dios venga y lleve a cabo un milagro en ese momento y lugar.
A no ser que este milagro se lleve a cabo, su predicación será vana en cuanto al deseado efecto se refiere. No sé lo que dices cuando llegas a una reunión e inclinas tu cabeza en oración, pero déjame hacerte una sugerencia. Puede que el que vaya a dar la predicación o la enseñanza haya recibido su mensaje como fruto del milagro de la iluminación, y aún así puede que tú te lo pierdas todo. La sugerencia es que siempre, en todo momento, le pidas al Espíritu Santo que obre en ti este milagro nuevamente en esta hora precisa, para que puedas ver.
Pero vayamos más allá. Cada porción de nueva visión es una obra del cielo. No es algo que se hace por completo de una vez por todas. Es posible para nosotros seguir viendo y viendo, y aún viendo más completamente, pero con cada nuevo fragmento de verdad, esta obra que no está en nuestro poder, debe ser hecha de nuevo. La vida espiritual no es un milagro solamente en su comienzo; en este sentido que estamos hablando es un milagro continuado hasta el final. Esto es lo que surge de los pasajes que hemos leído. Puede que un hombre haya recibido un toque y, habiendo sido antes ciego, ahora ve. Sin embargo, sólo ve un poco tanto en medida como en alcance, y ve de manera imperfecta. Existe todavía una cierta cantidad de distorsión en su visión.
Se requiere otro toque del cielo para que pueda verlo todo correctamente, perfectamente. Pero incluso entonces no se acaba el proceso, porque aquellos que están viendo las cosas correctamente, perfectamente tienen todavía posibilidades en Dios para ver dentro de esta medida, alcances inmensos. Sin embargo, sigue siendo necesario el espíritu de sabiduría y revelación para conseguirlo. Todo el recorrido del camino se lleva a cabo desde el cielo. ¿Y quién lo conseguirá de otro modo? Porque, ¿no es la permanencia para siempre de este elemento milagroso lo que da a la verdadera vida espiritual su verdadero valor?
El efecto de la pérdida de la visión espiritual
Llegamos entonces a esta palabra final. Perder visión espiritual es perder el rasgo sobrenatural de la vida espiritual y ello produce el estado ‘laodicense’. Si deseas llegar al corazón de este asunto, es decir, de este estado representado por Laodicea, ni frío ni caliente, este estado que provocan las palabras del Señor: «Te vomitaré de mi boca». Si deseas llegar al meollo y decir: ¿Por qué sucede esto? ¿Qué es lo que hay detrás de ello? Hay una cosa que lo explica: es simplemente esto, que ha perdido su rasgo sobrenatural, ha descendido a la tierra; es algo religioso pero ha salido de su esfera celestial.
Y después tenemos el rebote correspondiente a los vencedores en Laodicea. «Al que venciere le daré que se siente conmigo en mi trono». Habéis descendido un largo trecho hasta la tierra, habéis perdido vuestro rasgo celestial. Sin embargo, para los vencedores en medio de tales condiciones existe todavía un lugar arriba, mostrando el pensamiento del Señor en contra de esta condición. Perder visión espiritual es perder el rasgo sobrenatural de la vida espiritual. Cuando este rasgo ha desaparecido, puedes ser todo lo religioso que quieras, el Señor tiene sólo una palabra: «Compra colirio (para que veas)». Ésta es tu necesidad.
La necesidad de este tiempo
Esto nos lleva entonces a la necesidad de este tiempo, la necesidad que, por supuesto es la necesidad de siempre, de cada hora, de cada día, de cada época. Pero en nuestro tiempo somos hechos cada vez más conscientes de esta necesidad. En un sentido, podemos decir que nunca hubo un tiempo en que se necesitaran más personas que puedan decir: «¡Veo!» Esta es la necesidad en este preciso momento. Es una necesidad grande y terrible y no habrá ninguna esperanza hasta tanto no se supla esta necesidad. La esperanza pende de este hecho, de que se levanten personas en este mundo, este mundo oscuro, confuso, caótico, trágico y contradictorio, personas que puedan decir: «¡Veo!».
Si se levantara un hombre hoy que tuviera una posición influyente, que fuera tenido en consideración, un hombre que viera, ¡Qué nueva esperanza se levantaría con él! ¡Qué nueva perspectiva! Esta es la necesidad. No sé si esta necesidad será satisfecha de una manera pública, nacional o internacional, pero esta necesidad ha de ser satisfecha por personas sobre esta tierra que estén en esta posición y puedan decir realmente: «¡Veo!»
La cristiandad se ha convertido mayoritariamente en una tradición. La verdad se ha resuelto en verdades y se ha puesto en un Libro Azul, el Libro Azul de la Doctrina Evangélica, algo establecido y acotado. Estas son las doctrinas evangélicas. Ellas establecen los límites del cristianismo evangélico en predicación y enseñanza. Sí, son presentadas en muchas y variadas maneras. Se sirven con interesantes y atractivas anécdotas e ilustraciones, y con estudiada originalidad y unicidad de modo que las viejas verdades no sean demasiado obvias. Tienen ciertas posibilidades de hacerse entendibles por los ropajes con que son vestidas.
Mucho depende también de la habilidad y personalidad del predicador o maestro. La gente dice: «¡Me gusta su estilo, su manera de ser y de decir las cosas!» – y mucho depende de estas cosas. Sin embargo, cuando hemos quitado el ropaje, las historias, las anécdotas, las ilustraciones, y la personalidad y habilidad del predicador o maestro, cuando todo esto ha desaparecido, tenemos sencillamente las mismas cosas de antes. Algunos de nosotros también venimos y superamos al último predicador en la manera de presentarlas para que estas cosas ganen alguna aceptación, causen alguna impresión. No creo que esto sea criticismo negativo, porque esto es sencillamente la realidad. Que nadie piense que estoy abogando por cambiar o por desechar las antiguas verdades.
Pero a lo que quiero llegar es a esto: no son nuevas verdades, no es el cambio de la verdad, sino es que hayan hombres que al presentar la verdad puedan ser reconocidos como hombres que han visto. Esto marca la diferencia. No son hombres que hayan leído y estudiado y preparado, sino hombres que han visto, en los cuales se pueda encontrar este elemento de asombro que encontramos en el hombre en Juan 9: «Si es pecador o no, no lo sé, una cosa sé, que antes era ciego y ahora veo». Tú sabes si una persona ha visto o no, tú sabes de dónde viene y cómo ha venido. Esta es la necesidad: ese «algo», ese indefinible «algo» que da como resultado asombro y te lleva a decir: «¡Este hombre ha visto algo o esta mujer ha visto algo!». Es este factor de ver el que establece toda la diferencia.
Oh sí, es algo mucho más grande de lo que tú o yo hayamos podido todavía apreciar. Déjame decirte de inmediato que todo el infierno se une contra esto, y el hombre cuyos ojos han sido abiertos va a encontrarse con el infierno. Este hombre en Juan 9 tuvo que encararlo de inmediato. Le expulsaron, e incluso sus propios padres tenían temor de ponerse de su lado por razón del costo que ello implicaba. «Edad tiene, preguntadle a él.» «Sí, es nuestro hijo, pero no nos presionéis demasiado, no nos metáis en esto, id a él y aclararos con él, a nosotros dejadnos.» Vieron una luz roja de peligro, de modo que trataron de evitar el asunto. Ver tiene un costo, y puede llegar a costar todo. Esto es así por el inmenso valor de ver para el Señor y en contra de Satán, el dios de este siglo que ha cegado los ojos de los incrédulos. Esto es deshacer su obra. «Te envío para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios.» Satán no va a soportar eso ni en el principio ni en ninguna medida. Ver es algo tremendo.
Pero, ¡qué gran necesidad tenemos hoy de hombres y mujeres que puedan afirmarse en la posición en que estaba este hombre y puedan decir: «Una cosa sé, que habiendo sido ciego ¡ahora veo!» Es algo grande estar ahí. No sé cuánto veo, pero una cosa tengo muy clara, y es que veo. Es algo que no había sucedido antes. Con tal experiencia hay un impacto, una certificación. En la Palabra de Dios, la vida y la luz van siempre juntas. Si alguien realmente ve, hay vida y hay edificación. Si te está dando algo de segunda mano, estudiado, leído, preparado, no hay más edificación en ello que, quizás, esa edificación temporal de la curiosidad, una fascinación pasajera. Pero no se encuentra esa vida real que hace que la gente viva.
De modo que no estoy abogando por cambiar la verdad o para que introduzcamos nuevas verdades, sino para que haya visión espiritual dentro de la verdad. «El Señor tiene todavía mucha luz y verdad que impartir desde su Palabra.» Esto es verdad. Permítanme en este punto aclarar algo que se dice de nosotros. No estamos buscando nueva revelación, ni tampoco decimos ni sugerimos ni insinuamos que podamos tener nada aparte de la Palabra de Dios. Sin embargo, sí declaramos que hay muchísimo en la Palabra que nunca hemos visto y que podemos ver. Ciertamente todo el mundo está de acuerdo con esto y es simplemente esto: necesitamos ver, y cuanto más vemos, vemos de verdad, más desbordados nos sentimos en cuanto al todo.
Nos sentimos así porque nos damos cuenta de que estamos en la frontera de la tierra de distancias inmensas, que se extiende mucho más allá del poder de la experiencia de una corta vida humana.
Para terminar, quiero repetir que, en cada etapa, desde su inicio hasta su consumación, la vida espiritual lleva consigo este secreto: ¡Veo! Justo al principio, cuando nacemos de nuevo, esta debería ser nuestra espontánea expresión, la exclamación de vida. Nuestra vida cristiana ha de empezar ahí. Pero a lo largo de todo el camino, hasta su consumación final debe seguir siendo esto mismo, la constante experiencia de este milagro, de modo que tú y yo nos mantengamos en esta esfera de asombro. Este elemento de asombro repitiéndose una y otra vez, como si nunca hubiéramos visto nada de nada. Lo hemos oído expresado del siguiente modo: «Lo que ha ocurrido ahora, por la gracia de Dios, ha eclipsado todo lo que ha acontecido hasta aquí, y es más grande incluso que mi propia conversión.» Hemos oído esta manera de expresarlo, y no de boca de personas normales. Lo hemos oído de boca de líderes. ¡Hemos llegado a ver en una forma nueva! Ha de ser así.
Pero he de decir a la vez que, normalmente, a una nueva entrada del Espíritu de este modo, le sigue el eclipse de todo lo que le ha precedido. Parece que el Señor ha de llevamos a este punto en que nos sea necesario clamar: «¡ A no ser que el Señor muestre, a no ser que él revele, a no ser que haga algo nuevo, todo lo que ha sido hasta ahora es como si nada, todo lo del pasado no me salvará ahora!» . De modo que nos dirige a un lugar oscuro, un tiempo oscuro. Sentimos que lo que queda en el pasado ha perdido la capacidad que tuvo en su día de hacernos optimistas, triunfantes. Esta es la manera que tiene el Señor de mantenernos avanzando. Si se nos permitiera estar perfectamente satisfechos con lo que hemos conseguido en cualquier etapa, sin sentir la absoluta necesidad de algo que nunca hemos experimentado ¿avanzaríamos? ¡Por supuesto que no!
Para mantenernos en marcha, el Señor ha de producir experiencias en las que nos sea absolutamente necesario verle y conocerle de una manera nueva, y ha de ser así a lo largo de todo el camino, hasta el fin. Puede que en el proceso en que el Señor abre nuestros ojos haya una serie de crisis en las que veamos y volvamos a ver una y otra vez hasta que podamos decir como nunca antes: «¡Veo!» De modo que lo que cuenta no es nuestro estudio, nuestro aprendizaje, nuestro conocimiento de libros, sino un espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, siendo iluminados los ojos de nuestros corazones. Es este «ver» lo que trae consigo la tan necesitada nota de autoridad. Este es el elemento, el rasgo que se necesita hoy. No es simplemente el ver por ver, sino ver para introducir una nueva nota de autoridad.
¿Dónde está hoy la voz de autoridad? ¿Dónde están quienes hablan con verdadera autoridad? En cada esfera de la vida estamos languideciendo de manera terrible por falta de esta voz de autoridad. La iglesia languidece por falta de voces de autoridad espiritual, por falta de esa nota profética: ¡Así dice el Señor! El mundo languidece por falta de autoridad, y esta autoridad acompaña sólo a quienes han visto. Hay mucha más autoridad en el testimonio del ciego de nacimiento cuando dijo: «Una cosa sé, que antes era ciego y ahora veo», que la que había en todo Israel con toda su tradición y conocimiento. ¿No será esto mismo lo que había en Jesús que daba tanto peso a sus palabras? «Porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mt. 7:29). Esto es lo que despierta el odio. Los escribas eran la autoridad. Si alguien quería una interpretación de la Ley, iba a los escribas. Si querían saber cual era la posición autorizada respecto a algo, iban a los escribas. Pero él hablaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. ¿De dónde emanaba esta autoridad? Simplemente que en todo el podía decir: «¡Lo sé!» No es lo que he leído, lo que se me ha dicho, lo que he estudiado sino esto: «¡Lo sé! ¡He visto!»
El Señor haga que todos seamos de aquellos que tienen ojos abiertos.
Tomado de «Visión Espiritual».