Juan, uno de los «hijos del trueno», convertido después en el apóstol del amor, es testigo de la comunión eterna entre el Padre y el Hijo.
Tengo una inspiración del Señor para compartir con ustedes. Veamos allí en la primera epístola del apóstol Juan, los primeros versículos.
El amor y la autoridad de Juan
Cuando uno lee las cartas de Juan, se da cuenta que son líneas llenas de amor, llenas de gracia. Son escritas desde un corazón que ama a los hermanos. Habla uniendo a Dios con la hermandad. Ustedes saben que Juan llega a decir: «Si alguno dice: Yo amo a Dios y aborrece a su hermano, es mentiroso.» Juan llega a evidenciar el amor a Dios en el amar a los hermanos. Si tú no amas a los hermanos, no amas a Dios. Estas declaraciones golpean fuertemente nuestro corazón; son radicales.
Hay varios versículos como éstos en las cartas de Juan. Son abundantes de amor, cargadas de dulzura y ‘pegajosas’ de amor fraternal. Sin embargo, contienen una fuerza y radicalidad impresionantes, por ejemplo: «El que dice que está en luz y aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas» (1 Jn. 1:9). «Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida» (1 Jn. 3:15) «… El que tiene bienes de este mundo y ve su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón ¿cómo mora él amor de Dios en él? (1 Jn. 3:17), «Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni le digáis ¡bienvenido! (2 Jn. 10). Además, 1 Jn. 3:10; 4:7; 4:20; 3 Jn. 9, 10.
Si examinamos los versículos, veremos lo penetrantes, concretos y radicales que son. Ellos manifiestan la personalidad que está detrás.
Juan, un hombre tratado por Dios, manifiesta celo, y da a conocer un aspecto de su personalidad, que no percibimos con facilidad en sus escritos. Tanta es la ternura y el afecto impregnados en sus cartas, que pasamos inadvertidas las amonestaciones, el celo, la fuerza, la autoridad, y la firmeza con la cual habla.
Juan tuvo una personalidad muy especial que Dios tomó e hizo uso de ella. Dios tomó la vida de su Hijo y la puso en Juan. Y tomó todo lo que le servía de Juan redimiéndolo para su propósito. Usó esos rasgos característicos de Juan, propios de su personalidad para su propósito. Y en esa operación, puso a Juan al servicio de las iglesias.
Recuerden el episodio que narra el evangelio de Marcos, en el cual señala que el Señor le puso a Juan y Santiago «Boanerges», los ‘hijos del trueno’. ¿Y por qué les llamó así? Por las características de su personalidad. Recuerden también cuando el Señor quiso entrar a una ciudad de samaritanos y no quisieron recibirle. En ese momento reaccionaron Juan y Santiago, pidiéndole al Señor permiso para hacer caer fuego del cielo y consumir a esos hombres. Si hubiese sido Pedro, no nos extrañaría, pues conocemos la impetuosidad de Pedro. Pero fue Juan y su hermano. ¿Quién haría eso ahora? ¿Alguien se atrevería a pedir algo así? Bueno, el Señor reprendió tal actitud.
Otro detalle de los evangelios, Juan y Santiago se destacan como hijos de Zebedeo. Aquí aparece la figura del padre. Posiblemente alguien importante e influyente no sólo socialmente, sino principalmente en la vida de estos dos hermanos. Podemos deducir de los pasajes, que Juan creció al amparo de un padre dominante y protector; esto, combinado con la preocupación de una madre aprensiva (recuerden que la madre se acerca a Jesús con sus dos hijos pidiendo privilegios para ellos en el reinado del Señor), unido a aspectos individuales, da como resultado una personalidad segura, competente, decisiva y radical.
La imagen que comúnmente tenemos de Juan, es la figura de un joven aprendiz. El menor de los apóstoles, un tanto silencioso, tímido y pasivo. Pero a juzgar por los detalles que comentamos, Juan era un hombre de un fuerte carácter, impetuoso, radical y concreto, que se apegó al Señor como queriendo ser el más cercano a Jesús.
Entonces hermanos, debemos tener mucho cuidado con el deseo de cambiar a los hermanos a un mismo patrón humano de personalidad. Cuidado cuando decimos: «Este hermano tiene que cambiar». La verdad es que no sé si tenga que cambiar. Tal vez es algo que el Señor quiere redimir y usarlo para su gloria. Dios expresa su multiforme gracia, su sabiduría y poder a través de los diversos rasgos y personalidades de los hijos de Dios. Lo hizo con Juan, Santiago, Pedro, Pablo y todos los apóstoles. Y lo hará también con cada hijo de Dios.
Testigo de la comunión del Padre y del Hijo
Juan, por su persistencia, es quien ve la comunión preciosa entre el Padre y el Hijo. Su evangelio comienza con esta comunión. «En el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios». Esta expresión, el «Verbo era con Dios», en el griego da a entender que el Verbo estaba vuelto hacia Dios, mirando cara a cara a Dios, señalándonos cómo era y es la comunión. El Padre y el Hijo se están contemplando, se están mirando, admirando y queriendo. Se están anhelando, conversando. Están teniendo intimidad. El Padre y el Hijo, en una comunión perfecta de amor. Me imagino al Hijo admirando a su Padre, diciendo en su corazón: «Oh, qué maravilloso es mi Padre». Y anhelando estar aún más cerca de su Padre. Mirándolo sin cansarse, contemplándolo y atendiendo a cada una de sus palabras y acciones.
¿Y qué del Padre? Si cuando uno contempla a su hijo, el corazón se enorgullece, ¿cuánto más el Padre, plenamente satisfecho, dialoga con el Hijo de su amor? Imagínese qué comunión más perfecta, más plena, más contundente, más divina la relación del Padre y del Hijo. El Padre amándolo y teniendo contentamiento en su Hijo. El Hijo admirando y anhelando a su Padre. ¡Qué precioso! Pienso que nuestro corazón, y aun nuestro espíritu, no alcanzan a dimensionar la plenitud de lo que significa la relación eterna entre el Padre y el Hijo. Eternamente el Padre, eternamente el Hijo.
Y Juan dice: «Lo que era desde el principio», es decir, la comunión en la eternidad del Padre y el Hijo, «esto os anunciamos». Juan quiere traspasar esta comunión a los hermanos. Entonces nos escribe progresivamente cómo nos ha llegado a la tierra la comunión que nos viene del cielo.
Dice: «lo que hemos oído». La primera acción de la atención es oír. Así, pues, los apóstoles comenzaron a escuchar de esta comunión. Como percibiéndolo desde lejos, acercándose cada vez más para escuchar el diálogo divino. Algo se escucha. Juan quiere capturar todos nuestros sentidos para percibir esta comunión. El que tiene oídos para oír, oiga.
Luego dice: «Lo que hemos visto con nuestros ojos…». Después de haber oído, queremos ver. Rápidamente nuestros ojos buscan el objeto de nuestra atención. La comunión eterna comienza a descender del cielo de Dios. Dice la Escritura: «Dios fue manifestado en carne … visto de los ángeles», como dándonos a entender que los ángeles fueron testigos oculares, al ver descender la comunión del Padre y el Hijo en la persona de Jesucristo. La escalera en la visión de Jacob (Jn. 1:51; Gn. 28:12) estaba dispuesta, y el Hijo comenzaba a descender, y en él la comunión eterna de Dios.
«Lo que hemos contemplado…». Cuando todos nuestros sentidos están orientados hacia un solo punto, luego se produce la contemplación, se aprecian todos los detalles; todo el cuerpo está preparado, atento, a contemplar la hermosura de lo que se nos presenta. Los apóstoles, por tres largos años, contemplaron esta comunión.
Luego nos dice: «Y palparon nuestras manos tocante al Verbo de Vida». Y aquí está la expresión más concreta de Dios. Juan era una persona muy sensorial, muy de piel. Procuró siempre aproximarse lo más cerca al Maestro, al punto de recostar su cabeza en su pecho. Por eso dice, «lo que palparon nuestras manos». Juan sintió al Señor, palpó con sus manos, sintió su aroma, sintió latir el corazón de Jesús. Oyó, vio y palpó la comunión del Padre y él Hijo.
Por eso Juan, con plena propiedad, nos dice: «Esta es la comunión que os anunciamos». Y de aquí en adelante su discurso es en plural. Pues no solamente él fue testigo de esta comunión, sino también todos los discípulos que le siguieron, todos aquellos a quienes Dios el Padre ha revelado este misterio.
En otras palabras, Juan nos quiere decir: «Hermanos, sepan que esta comunión es la misma que el Padre ha tenido con el Hijo, y que el Hijo ha tenido con el Padre. Sepan que cuando nos escuchamos y tocamos, es la comunión que nosotros hemos tenido con el Hijo, y que el Hijo ha tenido con el Padre, que se nos ha manifestado y ha hecho morada en nosotros». Hermano, cuando tocas y amas a tu hermano, tocas y amas la comunión del Padre y el Hijo. Por eso dice: «Porque nuestra comunión verdadera es con el Padre y con su Hijo Jesucristo».
Juan termina diciendo: «Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido». En su segunda carta, versículo 12, dice: «Tengo muchas cosas que escribiros, pero no he querido hacerlo por medio de papel y tinta, pues espero ir a vosotros y hablar cara a cara, para que nuestro gozo sea cumplido». ¿Cuando se completa nuestro gozo? Cuando los hermanos se ven cara a cara. Igual que en el principio, el Verbo era con Dios, el Verbo cara a cara con el Padre. La comunión del Padre y del Hijo se expresa cuando los hermanos se encuentran cara a cara, se miran, se tocan, se aman. Cuando nos miramos cara a cara, allí está la plenitud de Dios y nuestro gozo se ha cumplido.
La dependencia del Hijo al Padre
Ahora, avancemos un poco más en esta comunión. El ejemplo del Hijo es gravitante en nuestro accionar como hijos de Dios. En Juan 5:19-30 se nos muestra la dependencia del Hijo a los dichos y acciones del Padre. «No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el hijo igualmente». Aquí está la definición práctica de lo que es la comunión: «No hacer nada por sí mismo».
Veamos tres ejemplos del Hijo.
El primero está en las bodas de Caná, Juan 2:1-11. En esta situación, las circunstancias ameritaban la urgente movilidad de Jesús a los requerimientos de su madre y entorno. Pues bien, Jesús no era gobernado por las circunstancias y la urgencia, sino por la comunión con su Padre. Y cuando el Padre habló y operó, entonces recién el Hijo habló y ejecutó la operación de Dios. «Que tienes conmigo mujer? Aún no ha venido mi hora». Esta es la comunión de Dios; no hacer nada por sí mismo.
El segundo pasaje se encuentra en Juan 7:1- 9. Los hermanos irónicamente presionan a Jesús para que se manifieste en la fiesta de los tabernáculos (porque ni aún sus hermanos creían en él.) El escenario era propicio para darse a conocer; la presión era fuerte, y el ambiente tenso. Sin embargo, una vez más, el Señor mira a su Padre. Contempla a su Padre y no ve en él ninguna reacción. Por lo tanto, aprendió la sujeción. «No puede el Hijo hacer nada por sí mismo». «Mi tiempo aún no ha llegado, más vuestro tiempo siempre está presto».
Por último, Juan capítulo 11. Los amigos íntimos del Señor le necesitaban. Era algo urgente, de vida o muerte. Las mujeres, desesperadas, solicitaban la presencia del Señor. Pero una vez más, Jesús miró a su Padre y su Padre demoró dos días más en contestar. La historia la conocemos. Jesús, después de tres días, acude al llamado, a riesgo de ser considerado mal amigo, irresponsable e infiel.
Hermanos, con esto quiero decirles que la comunión de Dios es algo concreto. Él nos regula cara a cara. La comunión del Padre y el Hijo se expresa en nuestra comunión. La voluntad de Dios se expresa en su cuerpo que es la iglesia.
¿Cuántas cosas haces por ti mismo? ¿Cuántas cosas vienen de ti, nacen de ti y salen de ti? ¿Cuántas cosas no las conversaste? ¿Cuántas situaciones no consultaste, no las expusiste para que otros también las vieran, para que las hagas en comunión con los demás? ¿Cuántas decisiones has tomado que no tienen la comunión del cuerpo, del Padre y el Hijo? Sí es así, entonces, no te muevas. Entonces, no digas nada. Aprende a callar, no andes por tu propia iniciativa. Si no hay concordancia, si no estás en comunión con los hermanos, con el otro, con el que es distinto a ti, con el que está a tu lado, entonces, detente, porque allí no está expresada la comunión del Padre y del Hijo. Si tú te mueves, corres un gran peligro, el peligro de andar por ti mismo y en tu voluntad, lejos de andar en la comunión del Padre y del Hijo.
El amor es sufrido
Termino con lo siguiente: un versículo que estos días ha golpeado mi corazón. Es una declaración de la amada del Señor. Cantares 1:13. Este libro es el que más nos puede enseñar de lo que es la unión y comunión con el Amado. Aquí hay un principio que está involucrado en la intimidad de la Amada con su Amado.
La iglesia hace suyo este principio. El principio del amor. La iglesia ve a su Amado como un ramito natural de hierbas que reposa sobre su pecho. La mirra –la hierba de la muerte– es la que reposa en el corazón de la iglesia. Al Señor le ofrecieron esta hierba anunciando su muerte; le dieron a beber en la cruz, y luego, como ungüento, participó en su sepultura. Esto nos enseña que la relación de la iglesia con el Hijo pasa por la cruz, por la negación, por la muerte. Pasa por dejar que el otro prevalezca. Pasa por el amor: «El amor no busca lo suyo; el amor es sufrido. El amor todo lo sufre». De manera que nuestras relaciones están gobernadas por este principio.
El Hijo sufrió la separación del Padre; el Padre sufrió la entrega de su amado Hijo. Esta es la comunión que hemos recibido del Padre y del Hijo. El que verdaderamente ama, va a sufrir. Más de alguna vez va a llorar por amor, y eso va a doler. Pero si eso agrada el corazón del Hijo y el Padre, ¡bendito sufrimiento!
Juan sufrió la vejez, sufrió el exilio, la soledad, la apostasía. Sufrió el ser testigo de la decadencia de la iglesia, a la que sirvió por tantos años. «El que ama… ha nacido de Dios, porque Dios es amor».
¡Gracias, Señor!