La gloria de la presencia de Cristo en nosotros es el vínculo que hace posible la unidad.
Y ya no estoy en el mundo, mas éstos están en el mundo y yo voy a ti. Padre Santo, a los que me has dado guárdalos en tu nombre para que sean uno así como nosotros» (). «Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste y que los has amado a ellos como también a mí me has amado».
– Juan 17:11, 23.
Podemos observar que la intención del Señor es la misma en ambos versículos citados. Los «para» son los mismos: en el v. 11 «para que sean uno» y en el v. 23 «para que sean perfectos en unidad»; sin embargo, hay una diferencia en la posición del Señor en uno y otro. En el v. 11 el Señor dice: «ya no estoy en el mundo», «y yo voy a ti», entonces su posición es celestial, mientras que su posición en el v. 23 nos es muy cercana, pues dice «yo en ellos», y «ellos» somos nosotros, y nosotros estamos aquí en la tierra.
¡Gloria al Señor por su posición celestial! Resucitado de entre los muertos, fue recibido arriba en gloria; allá está hoy, a la diestra del Padre, poderoso, gobernándolo todo, pues toda potestad le ha sido dada en los cielos y en la tierra; a él están sujetos ángeles, principados y potestades. ¡Cuán bendito, cuán precioso es el Señor Jesús glorificado en las alturas!
En los cielos y en nosotros
Ahora bien, hermanos, si nosotros nos quedamos tan sólo con esa visión celestial del Señor Jesús, y si toda nuestra fe la ejercemos hacia allá arriba, a un Señor que se nos fue, y si nuestra esperanza es siempre recibir algo del cielo, entonces estaríamos muy cerca de tener una fe al estilo del Antiguo Testamento. Judíos como Nehe-mías decían: «oré al Dios de los cielos» (Neh. 2:4), o Isaías: «Oh, si rompieses los cielos, y descendieras, y a tu presencia se escurriesen los montes» (Is. 64:1). Ellos esperaban siempre que algún poder bajase del cielo para arreglar las cosas aquí en la tierra. Veamos como ejemplo el Salmo 103:2: «Bendice alma mía a Jehová y no olvides ninguno de sus beneficios», y nuestra atención se centra de inmediato en «los beneficios» que obtenemos del Dios que está en los cielos.
Hermanos, ¿cuánto de nuestro cristianismo, cuánto de nuestro servicio al Señor, tiene esa marca? Vivimos rodeados de estas bendiciones y pedimos más y más favores; pero, de esta manera, toda nuestra atención sigue estando en el Señor que está arriba en los cielos. Sin embargo, esto todavía no llena la medida plena de nuestra fe, pues de esta manera el creyente se mantiene siempre en el plano terrenal y el Señor siempre en el celestial.
Siendo verdadero y legítimo nuestro servicio y adoración al Señor que está en los cielos, tendríamos una gran pérdida si tan sólo le tuviésemos allá. Entonces, cabe preguntarse: ¿Y qué pasa con nosotros aquí?
Él dijo: «Todavía un poco y el mundo no me verá más, en aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Juan 14:19-20). El Señor está en los cielos, sí, pero él dijo que estaría también «en» nosotros. Sigamos leyendo, ahora en Juan 14:21: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama y el que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él». Entonces Judas pregunta: «Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros y no al mundo?»; su mente se resiste a esta posibilidad, pues para los discípulos no podía ser posible que el Señor se manifestase a unos y no a otros.
Sin embargo, este es un lenguaje del cielo pronunciado en la tierra: «El que me ama, mi palabra guardará y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada con él». Estas palabras deberíamos memorizarlas todas y meditarlas pidiéndole al Señor que podamos conocer por experiencia el poder de ellas: «Vendremos a él y haremos morada con él». ¿Qué te parece, hermano? ¿Es esto una promesa o una realidad para ti?
Hermanos, si lo que vamos a obtener es la morada de Dios mismo por el Espíritu Santo dentro de nosotros, ¡cómo no vamos a guardar su Palabra! Lo que está contenido aquí es tan valioso. ¡Que el bendito Espíritu Santo nos socorra poderosamente para asimilar esta inmensa riqueza!
Hermanos, los judíos tuvieron la otra parte, al Señor que está en los cielos, pero sólo tuvieron eso. Ahora bien, tú y yo tenemos un doble privilegio: junto con tenerle en los cielos, tenemos también esta gracia bendita: al Señor mismo viniendo a morar en nuestros corazones: «¡Yo en ellos!» ¡Aleluya! Esto era algo absolutamente extraño para los hombres antes de la venida de nuestro Señor Jesucristo a la tierra. Los profetas y reyes del Antiguo Testamento sólo tuvieron al Espíritu Santo morando temporalmente en ellos, pero en la persona de nuestro Señor Jesucristo se cumple esto: «¿No crees que yo soy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí él es quien hace las obras» (Juan 14:10). Miremos al Señor Jesucristo. Su experiencia era que el Padre moraba en él, y era quien hacía las obras. Él desea que tú y yo también vivamos esto.
¿Cómo es posible que el Señor esté en los cielos y al mismo tiempo esté con nosotros aquí? ¿Cómo es posible que el Padre que estaba en los cielos, al mismo tiempo estuviese morando en su Hijo que estaba en la tierra? Esto no lo podremos entender mentalmente y no hay ciencia humana que lo pueda explicar, pero esta es la ciencia celestial: ¡Lo que fue una realidad en nuestro Señor Jesucristo ha de ser y es una realidad en nosotros sus creyentes!: «Yo en ellos», dijo nuestro Señor, y eso nos basta.
Presente siempre
Amados hermanos, veamos ahora Juan 16:32 «…He aquí la hora viene y ha venido ya, en que seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo». «No me ha dejado solo el Padre», dijo nuestro Señor. Todos sus discípulos le podían abandonar, Pedro le puede negar, Judas le puede traicionar, pero siempre dirá: «No me ha dejado solo el Padre». Él quiere que tomemos conciencia, que nos familiaricemos con la gloria de su presencia en nosotros.
Hermano, todos te pueden defraudar, pero él no te va a defraudar nunca; todos pueden ser infieles, él jamás. Todo a tu alrededor se puede derrumbar, pero lo que hemos recibido, o más bien, a QUIEN hemos recibido, él no va a cambiar nunca, siempre nos va a sostener por dentro. «Nunca» y «siempre» son palabras atribuibles a Dios solamente. No podemos afirmar que un hombre nunca va a pecar, pero de nuestro Dios sí podemos afirmar que él es eternamente santo, y que jamás pecará. Nuestro Dios es fiel y justo siempre.
El Santo vive en ti, hermano, el Justo vive en mí. Amados hermanos, él dijo: «Yo en ellos». Es verdad que está arriba. Negar esto es imposible, ¿quién se atrevería a intentarlo? Nadie puede oscurecer aquella gloria de nuestro Señor, pero si siempre estuviésemos mirándolo en aquella posición, perderíamos la gloria de su presencia en nosotros aquí y ahora.
¿Cristo o «cosas»?
Veamos Juan 14: 28. Hay una frasecita aquí: «Voy y vengo a vosotros». Antes ya había dicho: «No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros». ¡Bendito Cristo! Nosotros hemos sido llamados a experimentar lo mismo que él vivió. De otra forma, hermano, usted y yo nunca podríamos llegar a ser santos, pero Cristo mismo ha venido a ser nuestra santificación (1 Corintios 1:30). Si toda la vida estamos pensando que el Señor nos va dar santidad, o si nosotros vamos a lograr la santidad como una «cosa» separada de él, la santidad como «algo» que obtengo yo con mis esfuerzos, con mi abstinencia, lo más probable es que voy a fracasar. Muchos cristianos yacen tendidos en el desierto de sus derrotas pues erraron el blanco: trataron de ser santos con sus propias fuerzas más la «ayuda del Señor desde los cielos». Esto tiene apariencia de ser espiritual, pero no es más que lenguaje religioso. Si aún no vemos a nuestro Señor Jesucristo como el Santo que vive en nosotros, entonces caeremos una y otra vez, pues estaremos luchando solos contra enemigos más grandes que nosotros.
Pero hermanos, así como el Padre no dejó solo al Señor Jesús, tampoco nos dejará solos a nosotros. «Yo en ellos», «Cristo en nosotros» es la santidad misma respondiendo ante cualquier necesidad. Por otro lado, hay quienes buscan poder. Ellos dicen: «Hermanos, necesitamos poder, hay que buscar el poder de Dios». El poder de Dios es bueno y necesario, pero no es una «cosa» separada de él, pues su palabra dice: «Cristo, poder de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor.1:24). Hermano, si quieres poder, puedes obtenerlo, Sansón también lo tuvo pero pronto lo perdió. Si tú lo buscas, puedes obtenerlo, pero la experiencia nos ha enseñado que también podemos perderlo. Hermano, puedes perder el poder, pero a Cristo no lo vas a perder… ¡nunca! El poder puede ser «algo» que se pierde, pero si tu poder es Cristo, a Cristo no lo vas a perder NUNCA. Yo recibí a Cristo en mi corazón… y desde que él llegó ¡no se ha ido nunca! ¡Aleluya! Hermanos, tenemos un tesoro aquí: «Yo en ellos». Él es santo, él es poderoso.
Cristo en el apóstol Pablo
En Hechos 9, el Señor se aparece a Saulo y éste es enceguecido por la visión. Aquí el Señor Jesús está todavía «fuera» de Saulo. Veamos ahora 2 Corintios 13:3: «Buscáis una prueba de que habla Cristo en mí». ¿Dónde esta ahora el Señor? El Cristo que antes estaba fuera de Pablo, ahora se trasladó a vivir dentro de él. ¡Qué glorioso, hermanos! Qué fácil es decirlo, pero pensemos en el hecho, meditemos en esto: el Señor se trasladó a hacer morada aquí, dentro de nosotros.
Confirmemos esta verdad leyendo 2 Cor. 13:3: «Pues buscáis una prueba de que habla Cristo en mí, el cual no es débil para con vosotros sino que es poderoso en vosotros». ¡Habla en Pablo y es poderoso en nosotros! Hermano, si usted lo declara le hará bien, traerá salud a su alma y fortaleza a su espíritu. Proclamémoslo una y otra vez, no sé si decirlo riendo o llorando, o simplemente pensándolo: «El Señor es poderoso en nosotros». Si usted está temeroso o triste porque no tiene poder, si está apesadumbrado por sus debilidades, ¿no será mejor que confesemos y guardemos su Palabra?: «El Señor es poderoso en nosotros».
Leamos también 2 Cor. 13: 4: «Porque aunque fue crucificado en debilidad, vive por el poder de Dios». Es verdad que él vive allá en las alturas; Satanás también sabe que es poderoso en los cielos y no puede acercarse allá, pero el enemigo vendrá a los cristianos débiles e inmaduros que tienen al Señor sólo allá arriba en los cielos como los judíos de antaño, y los humillará. Pero ahora, cuando Satanás venga a ti, se encontrará con que ¡Cristo también es poderoso dentro de ti!, «pues nosotros también somos débiles en él, pero viviremos con él por el poder de Dios para con nosotros».
Veamos también 2 Cor. 13: 5: «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos». Que esta palabra escudriñe nuestros corazones: ¿No estaremos aún en el judaísmo, hermanos? ¿Hemos arribado verdaderamente al reposo de la fe? El Señor nos libre de tener una religión de reuniones, de templo. Esta palabra nos dice: «¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros a menos que estéis reprobados?». ¡Miren qué preciosa expresión, hermanos! «Jesucristo está en vosotros». ¡Que precioso, Jesucristo está en nosotros! Esto es para proclamarlo mirándonos a los ojos y para tenerlo presente siempre.
El poder y la presencia
Un versículo más para concluir esta palabra, 2 Pedro 1:16: «Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad».
El hermano T. Austin Sparks, en uno de sus libros, lamenta profundamente que la palabra griega «parousia» se haya traducido aquí como «venida» y no como «presencia». La palabra «venida» es inapro-piada pues le quita al texto su verdadero sentido. Si bien la palabra «parousia» se relaciona en muchas partes del Nuevo Testamento con la venida del Señor, también es usada varias veces en el sentido de «presencia». Entonces el texto puede leerse así: «No os hemos dado a conocer el poder y la PRESENCIA de nuestro Señor Jesucristo».
En los evangelios podemos ver cómo la presencia del Señor siempre producía cambios, siempre revolucionaba el ambiente. Por ejemplo, cuando el Señor estuvo en el monte (Mateo 17), nueve de sus discípulos se quedaron en el valle y allí lucharon sin éxito por liberar a un joven endemoniado. Cuando el Señor llega a la escena, viene el padre del muchacho y le dice que sus discípulos «no le han podido sanar» (17:16) ¡Que frustración!, esto es parte de la historia de la iglesia, una iglesia impotente frente a las fuerzas del maligno. Los discípulos preguntan al Señor «¿por qué no pudimos echarlo fuera?» (17:19). Aquí es donde nosotros siempre ponemos la atención en la oración y el ayuno mencionados en el contexto, pero otra vez nos olvidamos de Cristo. ¡Por favor! Si el demonio no salió fue porque él no estaba allí; bastó la presencia del Señor y ellos huyeron despavoridos. El poder y la presencia del Señor fue la solución al problema.
Cuando Juan el Bautista mandó a sus discípulos a consultar al Señor: «¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro?», él respondió: «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados», etc. (Mt. 11:6). ¿Cómo no? El Señor estaba presente, así que las enfermedades debían huir. No fue un gran problema que la tempestad se levantara; Cristo estaba presente, por eso el mar se calmó. Frente a la tumba de Lázaro, la Resurrección estaba presente, el resultado no podía ser sino vida que vence a la muerte. Esto necesitamos como iglesia hoy, el poder y la presencia del Señor. Si hay algo por lo que debemos orar en las iglesias es por esto, por una nueva y poderosa conciencia de la grandeza de la presencia gloriosa de Cristo en cada creyente. ¡Cómo necesitamos familiarizarnos con la gloria de esta verdad tan clara en las Escrituras y tan real en la persona de nuestro Señor!
Es cierto, el Señor está en los cielos, pero ésa no es toda la verdad. Él dijo: «Voy y vuelvo». ¡Él está aquí, hermanos, aquí ahora mismo con nosotros! ¿Nos basta su presencia? Les confieso que muchas veces siento aflicción en mi espíritu cuando en una reunión oigo a algún hermano decir: «El Señor quiere hacer grandes cosas contigo», o «hará grandes cosas con nosotros». ¿Cuándo? ¿Algún día futuro? ¿De qué hablamos? ¿De viajes? ¿De milagros? ¿De multitudes?
Pero, amados hermanos, una vez más estamos ignorando a Cristo; le rebajamos, poniendo las experiencias, las «grandes cosas» por encima del Señor mismo. Pero, ¡el más grande ya está aquí en nosotros y con nosotros! Cristo, sólo Cristo, él es infinitamente más grande que todas las «cosas» por las que muchos cristianos se afanan hoy. ¡Que el Señor nos perdone! Queremos cosas y más cosas, mejor aún si son espectaculares, y el Señor dice: «Se han olvidado de mí». ¡Nadie hay más grande que el Señor!
Si él está presente, un universo puede ser creado y todo un infierno condenado. Cristo está aquí, el mayor de todos está aquí. Bendigamos su santo nombre.
Hermano, si tienes a Cristo, si le has ganado a él (Filipenses 3:8), lo tendrás todo: unción, poder y todas las añadiduras. Una advertencia, amado hermano: tú vas a ser desmoronado, tu carne será tratada, la cruz va a operar no dejando nada de ti mismo. Toda apariencia de piedad, toda bondad natural (no solo lo que consideras malo); lo que no es de Cristo, irá siendo aplastado. Pero no importa, vivamos la cruz, suframos los tratos hasta la muerte del «yo»; lo que ganaremos será tan grande, tan valioso: será Cristo mismo.
Nuestra unidad
Hermanos, la unidad de los suyos es el íntimo deseo de nuestro Señor. Pero ¿cómo se logra la unidad? Ciertamente no será por ponernos de acuerdo en doctrinas, enfoques o prácticas. No se dará porque leamos a los mismos escritores cristianos. La unidad sólo será posible con nuestra vivencia de estas palabras de nuestro Señor: «Yo en ellos, para que sean perfectos en unidad», porque el vínculo entre nosotros no es la simpatía humana – yo podría ser para ti la persona mas antipática y desagradable. Mas, por sobre todas las consideraciones humanas, existe un vínculo entre tú y yo superior a todo aquello, que es CRISTO EN NOSOTROS. No sólo las enseñanzas de Cristo, sino su persona.
Hermano, usted se convirtió a una persona. Usted no sigue al cristianismo, usted sigue a Cristo. Usted se ha comprometido con una persona, como quien contrae matrimonio. Su esposa o esposo es alguien que vive con usted continuamente. El Señor dijo: «El Padre mora en mí». El Señor Jesús es una persona y vive en nosotros. Tenemos tratos con él. Todo el mundo nos puede defraudar, faltar o fallar, pero jamás esta fiel y santa persona. ¡Oh, hermanos, no deberíamos saber otra cosa sino a Cristo!