En dos paradojas se reúne la cuádruple visión de Cristo en los evangelios.
La persona de nuestro Señor Jesucristo, tal como es mostrada en los Evangelios, es de una riqueza y majestad tan grandes, que todo cuanto pudiera decirse acerca de él, sería apenas como nadar en los bordes de un océano.
Bien se ha dicho que en los Evangelios, Cristo nos es mostrado por el Espíritu Santo en una asombrosa cuádruple visión de Rey, Siervo, Hombre y Dios. Esto ha sido demostrado por innumerables estudiosos bíblicos a través de la historia. Pero estos cuatro retratos de Cristo no sólo nos asombran por sus contornos bien definidos, y por su asociación con otros pasajes de la Escritura, sino también porque la conjunción de ellos conlleva una paradoja.1
No debemos creer que una paradoja pudiera atentar contra la hermosura de esta visión de Cristo; al contrario, añade matices que realzan su riqueza. La sabiduría de Dios suele ir por caminos diferentes a la sabiduría humana, y Cristo así mostrado es piedra de tropiezo y roca que hace caer. Esta paradoja parte con la figura de nuestro Señor, pero envuelve también todo el evangelio y la vida cristiana. Mark Shaw, en su libro «10 Grandes Ideas en la Historia de la Iglesia», afirma: «El principio de la cruz es que Dios hace las cosas de maneras sorprendentes y contradictorias. Para inspirar nuestra alabanza lleva el ridículo traje de la debilidad y la insensatez. Para hacerlo todo comienza con nada. Para liberar a los pecadores permite ser derrotado por ellos». La palabra de la cruz tiene una «extraña forma de convertir en santos a los pecadores quebrantados» – agrega.
Cuatro perfiles atípicos
Como se ha dicho, el Evangelio de Mateo nos muestra a Jesús como el Rey, Marcos nos lo muestra como Siervo, Lucas como el Hijo del Hombre, y Juan como el Hijo de Dios.
Cada uno de estos perfiles, tomados separadamente, está perfectamente definido. El Rey Jesús es un verdadero rey, porque tiene autoridad y tiene reino. El Siervo Jesús es uno que verdaderamente sirve, irreprensible-mente. El Hombre Jesús es perfectamente humano, y pasa por todas las principales etapas de desarrollo que tiene un hombre en su vida. Y Jesús, el Hijo de Dios, muestra suficientes signos de su divinidad como para no dudar de ellos.
Sin embargo, en estos cuatro perfiles de Cristo hallamos una doble paradoja: por un lado, la de que siendo Rey sea al mismo tiempo Siervo; y por otro, la de que siendo Hombre sea al mismo tiempo Dios. ¿Cómo alguien puede ser Rey y Siervo? ¿Cómo alguien puede ser Hombre y Dios?
Estas cuatro figuras de Cristo rompen con los moldes de lo que humanamente se entiende como un rey, un siervo, un hombre y Dios. Como Rey no ostenta la magnificencia y esplendor que son propios de un rey; como Siervo, si bien muestra las debilidades y fragilidad de un siervo, no tiene sus complejos; como Hombre tiene toda la hermosura del diseño de Dios en la creación, pero no su carácter pecaminoso; y como Hijo de Dios, teniendo todas las cosas bajo su mano, no muestra la suficiencia que podría esperarse, sino una total dependencia y sujeción al Padre.
Esa mezcla de Rey y Siervo, y de Hombre y Dios, constituyen una maravillosa paradoja, la más grande y extraña forma de darse a conocer el Dios verdadero en la persona de nuestro Señor Jesucristo. ¿Cómo podía Dios mostrarnos al Rey que estaba en su corazón?
A través de esta paradoja de ser Rey y al mismo tiempo Siervo. ¿Cómo podía mostrarnos la humildad de Dios, esa humildad tan perfecta, que sólo el Padre conocía? A través de esta paradoja de ser Siervo y al mismo tiempo Rey. ¿Cómo podía Dios darnos a conocer el proyecto eterno de tener un Hombre impregnado de divinidad? A través de la paradoja de ser Hombre y al mismo tiempo Dios. Por último, ¿cómo podía Dios darnos a conocer su amoroso corazón inclinado hacia el hombre? A través de la paradoja de ser Dios pero al mismo tiempo Hombre.
La paradoja del Rey-Siervo
Para entender esta dualidad Rey-Siervo debemos fusionar el retrato que nos hace Mateo del Rey Jesús con el que nos hace Marcos del Siervo Jesús. Debemos unir estas antípodas y así resolver esta paradoja.
El Rey que nos retrata Mateo debe adjetivarse con términos muy diferentes a los que usamos para los grandes reyes de la tierra, porque su corazón es el de un siervo. Los adjetivos «poderoso», «magnífico», «vencedor», siendo de perfecta aplicación a Cristo como Rey, deben supeditarse a otros de distinta índole, como «humilde», «manso», «compasivo». Este Rey vino para servir al hombre en silencio, no buscando la honra ni ejerciendo violencia como es usual en un rey. No quebró «la caña cascada», ni apagó el pábilo humeante. Por eso, no nos sorprende que Pilato, al tener ante sí a un Jesús sanguinolento, no pudiera aceptar que él fuera rey. Jesús es Rey, pero no ansía los tronos de esta tierra. Es Rey en un reino de distinta clase que los que aquí conocemos; uno, como dice Marcos que «no vino para ser servido sino para servir». Jesús es un Rey que sólo puede conocerse por revelación. En verdad, él es el Rey conforme al corazón de Dios, un Rey cuyos rasgos Dios ya nos había adelantado, de una manera un poco borrosa, en el rey David.
Mateo nos muestra la genealogía real de Cristo, pero extrañamente, en esa genealogía se acepta que haya cuatro mujeres de dudosa reputación. Es rey, y como tal debe tenerla, pero es como si no la tuviera, como la del Siervo que Marcos omite. Nos dice que es Hijo de David, y entendemos por qué lo dice, pues la figura magnífica de Salomón nos resulta concordante, pero también nos dice que es Hijo de Abraham, lo cual nos sugiere a Isaac puesto sobre el altar del sacrificio, como un becerro. De niño, Jesús es el Rey reconocido por los gentiles, pero rechazado por su pueblo y perseguido por el rey terrenal. Nacido en Belén, una noble cuna, se radica sin embargo en Nazaret, para ser conocido como «el galileo». Allí, en esa oscura región, desarrolla gran parte de su ministerio; allí, donde nunca jamás surgió un profeta. Su presentación a Israel en el Jordán no tuvo pompa alguna (¿a quién podía importarle el bautismo de un siervo?), pero todo el cielo estuvo pendiente de ello. Las enseñanzas dadas por el Rey son de tal naturaleza que no son aplicables a ningún reino sobre la tierra, pues sus co-reinantes son «lo débil y lo vil» del mundo. Sin embargo, fueron dichas «con autoridad» de rey.
Cuando la multitud quiere exaltarle, él huye a la montaña; cuando es aclamado en Jerusalén por la multitud, él acepta montar como Rey, pero sobre un pollino, como hacían los reyes de paz. Finalmente, Pilato hace poner sobre su cabeza, en la cruz: «Este es Jesús, el Rey de los judíos». Título que responde a la pregunta de los magos en el principio: «¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?». Cristo crucificado es el Rey-Siervo. Así también, la marca de la cruz es la marca de todos los futuros reyes-siervos que le siguen.
La paradoja del Dios-Hombre
El Señor Jesús, siendo el Hijo de Dios, coexistente eternamente con el Padre, el Verbo encarnado como nos lo muestra Juan, prefirió llamarse a sí mismo Hijo del Hombre como nos lo muestra Lucas. El Espíritu Santo lo levanta por medio de Juan, pero él prefiere humillarse en el evangelio de Lucas. Por amor a los hombres dejó la forma de Dios y participó de la condición humana. Sufrió sus mismos sufrimientos, y derramó sus mismas lágrimas. Llevó el vestido de su humillación (aunque no las de su pecado), para ser en todo semejante a ellos.
Cuando lo vemos en Juan, perfecto en su deidad, nos asombra al mismo tiempo su humanidad, la más noble humanidad, aquella que Dios tuvo en su corazón al crear a Adán. Lo que más nos asombra no es su posición de Hijo de Dios, por la cual disfruta de la intimidad y herencia de su Padre, sino el verle como Hijo, restringido a la condición de Hombre obediente. Es así como su condición de Dios queda supeditada a otra menor, la de Hombre.
El Hijo no llega a ser Hombre porque no le haya quedado otra opción, sino porque voluntariamente la asume. Era necesario que Él introdujera la obediencia perfecta en el mundo, y baja hasta él para hacerlo. Siendo uno con el Padre, se sujeta en todo a él. Su venida no fue por sí mismo, sino por encargo del Padre. Y vino a hacer, no su voluntad, sino la del Padre. Él no actúa solo, sino con el Padre; no elige a los que han de seguirle, sino el Padre. El Hijo no decide los tiempos de su peregrinar terreno, sino el Padre. La enseñanza del Hijo no es la suya propia, sino la del Padre; busca la gloria del Padre, no la suya. Por eso, él permanece en el amor del Padre, y el Padre se complace en él.
Cuando le vemos actuar así, vemos la concreción del sueño que Adán frustró en el principio. La humildad del Hijo contrasta con la suficiencia de Adán; la dependencia del Hijo contrasta con la independencia de Adán.
Como Hijo de Dios, no sólo muestra los mejores rasgos del hombre según Dios, en su obediencia y dependencia, sino que además, muestra, en el evangelio de Lucas, la maravillosa gracia de Dios como Hijo el Hombre. El evangelio de Lucas es el evangelio de la gracia. En él se advierte la gran simpatía de Jesús por los niños, las mujeres sufridas y los seres oprimidos. Su gran lema es: «El Hijo del Hombre vino para buscar y salvar lo que se había perdido». El meollo de Lucas es el capítulo 15, en esas tres parábolas donde los «publicanos y pecadores» ocupar el lugar central de su corazón y enseñanza.
Las paradojas del cristiano
La voluntad de Dios es que los muchos hijos sean hechos conformes a la imagen de su Hijo. ¿Cuál es la imagen de Cristo? Esta es la imagen del Cristo terrenal, del que anduvo haciendo bienes y libertando a los oprimidos por el diablo. Es la imagen multifacética que debe ser plasmada en sus muchos hijos.
Las paradojas del carácter de Cristo son también las paradojas del cristiano y de la iglesia. ¿No es acaso el cristiano ese vaso de barro que contiene el más grande tesoro? ¿No es la iglesia ese tabernáculo en el desierto, tan común por fuera –cubierto con pieles de tejón–, pero tan magnífico por dentro? ¿No es la vida cristiana un constante morir para vivir, un permanente perder para ganar? ¿No es la agonía de una debilidad suma para probar la excelencia del poder de Cristo? ¿No es un llevar la cruz cada día para obtener la corona eterna? ¿No es el tiempo presente una pálida sombra de las futuras glorias eternas?
Que el Señor nos conceda, en su gracia, conocer a Cristo como el Padre lo revela, para ser transformados en esa misma maravillosa imagen.