La radical diferencia entre el conocimiento exterior y la iluminación interior.
Lecturas: 2ª Cor. 5:16; Gál. 1:15-16; Jn. 20:11-18; Lc. 24:13-35; Jn. 21:1-14.
Desde la época de la resurrección del Señor hasta los días actuales, hay dos caminos distintos por los cuales las personas conocen al Señor. Algunos lo conocen según la carne; algunos lo conocen según el espíritu. Pablo claramente hace una diferencia. En su segunda carta a los corintios él dice: «De manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne; y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así» (2ª Cor. 5:16). Y, escribiéndoles a los gálatas, él dice: «Pero cuando agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí, para que yo le predicase entre los gentiles, no consulté en seguida con carne y sangre» (Gál. 1:15-16). Tomemos diversas ilustraciones concretas en la Palabra de Dios para mostrar esta distinción e indicar cómo debemos buscar conocer al Señor.
María Magdalena
Cuando María Magdalena estaba llorando al lado del sepulcro donde el Señor había sido sepultado, ella se detuvo y miró hacia adentro; allí vio a dos ángeles que le preguntaron por qué estaba llorando. Ella respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto». Cuando terminó de decir estas palabras, ella se volvió y vio cara a cara al Señor. La Palabra dice: «Se volvió, y vio a Jesús que estaba allí; mas no sabía que era Jesús». ¿No es increíble? Sí, pero es verdadero. María Magdalena, que durante muchos años había conocido a Jesús y que había sido una de sus seguidoras más cercanas, realmente se quedó cara a cara con Aquel a quien conocía y amaba tanto, y aun así, falló en reconocerlo.
¿Cómo pudo suceder que ella, que antes lo había conocido íntimamente, ahora no lo reconoció en absoluto? Porque Aquel a quien ella había conocido tan de cerca, había sido crucificado pasando por la muerte y la resurrección. El cuerpo natural, que ella había aprendido a reconocer con sus facultades naturales, había muerto y sido sepultado, y quien estaba delante de ella ahora, aunque era el mismo Jesús, era el Señor resucitado que no podía ser conocido por ningún medio natural. Ahora, ella tenía que conocerlo de alguna otra forma. El Jesús histórico, a quien ella reconocía, viéndolo, escuchándolo y tocándolo, había muerto en la cruz del Calvario y el Señor resucitado no podía ser reconocido de esta forma. Él ahora no podía ser reconocido según la carne; él sólo podía ser reconocido por el espíritu.
Cuando María Magdalena estaba mirando a Jesús con inconsolable pesar, él le preguntó: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Los ojos de María lo habían visto pero fallaron al discernir quién era él. Ahora sus oídos oían su voz, pero su corazón y su mente no registraban nada. Hasta ese momento, María había usado sus ojos para diferenciar entre la apariencia de Jesús y la de los otros hombres. ¿Será que sus ojos habían perdido la capacidad sensorial? También antes ella usaba sus oídos para detectar su voz entre la multitud de voces. ¿Será que su audición estaba menos aguda que antes? No, nada había sucedido con el Señor. Por cuanto el Señor había pasado por un cambio, era necesario que hubiese también un cambio en María para que pudiese reconocerlo. Ella necesitaba de una nueva revelación para poder tener un nuevo conocimiento de él.
Entonces Jesús se dirigió a ella, llamándola por el nombre, y cuando él dijo: «¡María!», hubo un reconocimiento inmediato y un alegre «¡Raboni!» brotó de sus labios. ¿Qué había sucedido? El Señor se había revelado a María al llamarla por el nombre. Él no le dijo quién era, sino que vino a ella la percepción espiritual cuando él la llamó por el nombre. Él no le ofreció explicaciones que pudiesen haberle dada capacitación en su mente para que descubriese su identidad. Sin embargo, de una manera intelectualmente indefinida, él llevó a su espíritu el conocimiento de que él era el mismo Jesús que ella había conocido tan bien. Eso es revelación.
Aquí necesitamos ver un importante principio. La revelación no es recibida mediante los oídos, ni por los ojos, ni por la percepción de la mente. Es recibida de una manera misteriosa, que está más allá del conocimiento de los oídos, ojos y mente. Después que María conoció al Señor de esta manera, ella rápidamente informó a los discípulos; pero para ellos fue difícil de entender.
Dos discípulos caminando hacia Emaús
Dos de los discípulos que habían oído las increíbles nuevas sobre la resurrección del Señor partieron en aquel mismo día hacia la aldea de Emaús, y en el camino conversaban acerca de los recientes acontecimientos en Jerusalén. Mientras hablaban acerca del Señor, él mismo se les acercó, pero ellos no lo reconocieron. Ellos lo conocían según la carne, pero todo su conocimiento anterior de él no les dio ningún indicio de su identidad, ahora que había resucitado de los muertos. Ellos suponían que la resurrección era muy misteriosa para poder creer en ella. Él, entonces, les abrió las Escrituras. «Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les aclaraba en todas las Escrituras lo que de él decían».
Aún así, no brilló ninguna luz para ellos. ¿No es espantoso que cuando él interpretaba, mediante la Palabra de Dios, las cosas relacionadas a él mismo, ellos todavía no consiguiesen reconocerlo? Oían las palabras que él les hablaba, las entendían y eran tocados con ellas –tanto que sus corazones ardían dentro de ellos– y aún así no sabían quién era el que les hablaba. Esto nos muestra que la enseñanza es diferente de la revelación. Ellos comprendieron las Escrituras, pero no reconocieron al Señor; comprendían las enseñanzas acerca de Cristo, pero no sabían quién era él.
El día ya declinaba cuando los discípulos llegaron a su destino. No queriendo separarse de su Compañero, lo invitaron a entrar en la casa y cenar con ellos. Él, tomando el pan en sus manos lo bendijo, y lo repartió; ahí sus ojos fueron abiertos y pudieron reconocer al Señor.
¿Usted puede ver que hay dos maneras de conocer al Señor? Usted puede adquirir un conocimiento exterior de él al leer sobre él en las Escrituras; pero puede conocerlo con un conocimiento interno cuando él le concede una revelación de sí mismo. Muchas personas han leído la Palabra de Dios al punto de estar tan familiarizadas con las verdades tocantes a Cristo, que pueden predicárselas a otros; aún así les falta el conocimiento del Señor que viene mediante la iluminación interior. Felizmente están aquellos que lo conocen no sólo intelectualmente, sino que espiritualmente, porque él abrió los ojos de sus corazones.
Tenemos que darnos cuenta que no sólo tenemos la Biblia, sino que también tenemos nuestra revelación individual. En realidad, si no existiese la Biblia, no podría haber fe cristiana, pero por favor recuerde: si no hay revelación, no podremos tener a Cristo personalmente.
Hay una dificultad entre los hijos de Dios. Mucho conocimiento es enseñado, es decir, pasado de la boca de una persona a los oídos de otra. Entonces, es entendido por la mente del receptor y pasado a los oídos de una tercera persona. Una vez que son transmitidos vía enseñanza, son meramente teorías o instrucciones. Tenemos que tener en mente que es inútil tener un mero conocimiento bíblico y aún así no conocer al Señor. Los dos discípulos conocían las Escrituras hacía mucho tiempo. Incluso sus corazones estaban ardiendo interiormente mientras que el Señor les abría las Escrituras, pero ellos aún no lo reconocían. El conocimiento interior del Señor es el verdadero conocimiento. ¿Usted conoce al Señor así?
Los siete discípulos
Poco después que Jesús resucitó de los muertos, siete de sus discípulos estaban reunidos junto al mar de Tiberias. Pedro se volvió a los otros seis y les dijo: «Voy a pescar». Los demás, inmediatamente quisieron acompañarlo. Pero ellos pasaron toda la noche pescando y no obtuvieron nada. Al amanecer Jesús apareció en la playa, pero no lo reconocieron. ¡Oh sus frágiles facultades naturales era inútiles cuando se trataba de discernir al Señor resucitado. Piense bien en esto: Pedro, Juan y Jacobo habían sido sus constantes compañeros. ¿Cómo podía aquel trío especialmente privilegiado, tan íntimamente relacionado con él, fallar en reconocerlo?
Cada uno de estos discípulos ya había visto a Jesús tanto antes como después de su resurrección; ahora, sin embargo, ninguno de ellos le reconocía. Ellos necesitaban de otra experiencia y de otra fuente de energía para conocerlo. Así, él vino en su auxilio y nuevamente se reveló. «Hijitos, ¿tenéis algo de comer?», les preguntó. Cuando le dijeron que no tenían nada, él dijo: «Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis». Ellos lo hicieron así y pescaron más de lo que podían sacar. En ese momento, Juan, el discípulo amado, lo reconoció, y volviéndose hacia Pedro, dijo: «¡Es el Señor!»; y Pedro, con los otros cinco, nuevamente lo reconocieron. Poco antes de esto, todos ellos lo habían visto con sus ojos y lo habían oído con sus oídos, y aún así no supieron quién era él. Ahora, de repente, inexplicablemente, lo reconocieron. Conocer al Señor de esa manera es irrefutable e introduce una nueva energía a la vida del creyente.
Cuando los discípulos llegaron a la playa, vieron fuego encendido, y sobre él había pan y pescado. Jesús los invitó a quebrar el ayuno y ellos consintieron. Sin embargo, la Palabra agrega: «Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿Tú, quién eres? Sabiendo que era el Señor». ¿No les parecen estas palabras espantosamente paradojales? Si los discípulos realmente sabían que era el Señor, ¿por qué pensaban en preguntarle quién era? Note que la palabra no dice que ellos no le preguntaron, sino que no se atrevían a preguntarle. El hecho de no atreverse a preguntar significa que no sabían y estaban temerosos de preguntar. No obstante, la Palabra aquí también dice que ellos sabían que era el Señor.
En otras palabras, exteriormente no sabían, pero interiormente sí. Exteriormente no podían decir quién era esa Persona, e interiormente sabían que él era el Señor. No era por su mirar, ni por su voz. De acuerdo a su raciocinio, ellos querían preguntarle, pero interiormente no sentían la necesidad, porque sabían que él era el Señor. ¿Ha tenido alguna vez una experiencia paradojal como ésta? ¿Usted se imaginó alguna vez al mismo tiempo si realmente era el Señor que se encontró con usted, o si aún estando tan seguro que era él, usted no se atrevió siquiera a pensar en preguntar? Sí, hay veces en que, con nuestros ojos y nuestros oídos y todo nuestro poder de raciocinio somos incapaces de confirmar el hecho de que es el Señor; aún así, de alguna manera, en lo más profundo de nuestro ser sabemos que no puede ser otro sino él.
La verdadera revelación es así. La verdadera revelación es un conocimiento interior. Por eso, ¡bienaventurados son aquellos que actúan de acuerdo con la revelación! ¡Bienaventurados son aquellos que conocen al Señor por revelación! Solamente tal persona puede recibir fuerza delante del Señor, y solamente esa tal puede saber lo que el Señor es capaz de hacer.
El conocimiento exterior no puede sustituir a la revelación interior. Necesitamos conocer al Señor interiormente. Si usted tiene esa seguridad interior, nadie podrá entristecerlo. Tenemos que pedirle a Dios que abra nuestros ojos para que podamos ver aquello que no podemos comprender por nosotros mismos. Lo que podemos conocer según nuestra mente y según nuestros oídos y ojos no es sino al Señor Jesús según la carne. Tal conocimiento no nos traerá ningún provecho, ni nos proporcionará mucha fuerza. Necesitamos orar para que Dios revele a su Hijo en nosotros, de tal manera que estemos claros interiormente y lo conozcamos en lo íntimo, sin la menor sombra de duda.
Tomado de Doce cestas llenas.