Para la edificación de la Casa se requieren los materiales adecuados: piedras que han sido talladas con el martillo y el cincel.
Y cuando se edificó la casa, la fabricaron de piedras que traían ya acabadas, de tal manera que cuando la edificaban, ni martillos ni hachas se oyeron en la casa, ni ningún otro instrumento de hierro”.
– 1 Reyes 6:7. (También 2 Cr. 6:14-19,23 y Mt.18:20).
La revelación de la casa de Dios comenzó en el Antiguo Testamento a través de muchas ocasiones en que Dios mostró el verdadero sentido de una morada para Dios.
Tal vez una de las primeras revelaciones es la que dio a Jacob, cuando iba huyendo de su hermano. Cansado del camino, tomó algunas piedras y las puso a su cabecera, y se acostó en aquel lugar. Esa noche Jacob soñó que desde el lugar donde él estaba, había una escalera que subía hasta el cielo, y por la escalera subían y bajaban ángeles. Cuando despertó, dijo: “Dios estaba aquí, y yo no lo sabía. ¡Qué terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios y puerta del cielo”.
Ese sueño profético fue recogido por el Señor Jesucristo cuando le dijo a Natanael: “No te maravilles que te vi debajo de la higuera, porque vas a ver cosas más gloriosas; de ahora en adelante veréis el cielo abierto, y sobre el Hijo del Hombre suben y bajan ángeles”. El Señor estaba haciendo una aplicación del sueño de Jacob.
Un lugar terrible
Más adelante, el apóstol Pedro va a tomar también esta figura de las piedras, y va a decir que nosotros somos la casa de Dios construida con piedras vivas.
Cuando Jacob dijo que ese lugar era un lugar terrible, no sé por qué lo habrá dicho. Pero ahora que nosotros tenemos entendimiento de lo que es la casa de Dios, sabemos lo que significa que la casa de Dios sea un lugar terrible, porque siendo la casa de Dios un lugar glorioso, es también un lugar terrible para la carne, porque la carne no prevalece en la casa de Dios. En la casa de Dios estamos para morir, para restarnos, para negarnos, para que sólo Cristo sea visto. Y este aspecto para nosotros es terrible.
No sé qué tan terriblemente lo habrá experimentado usted, no sé cuánto lo habrá tocado el Señor, no sé por cuántas cosas lo habrá hecho pasar, pero yo no conocía tanto el sufrimiento hasta que llegué a la casa de Dios, porque empecé a conocerme tal cual me conocían los demás, y allí empecé a experimentar los tratos de Dios.
La edificación de la casa de Dios consiste en esto: en que por un lado, para poder edificar, Dios tiene que derribar primero. Así lo dijo a través de Jeremías: “Dile a la casa de Israel que en un instante, si ellos se arrepienten, yo voy a plantar y voy a edificar; pero si ellos no se arrepintieren, en un instante yo voy a desarraigar, voy a derribar, voy a destruir”. A través de esas palabras vemos que Dios, por un lado, derriba y destruye, y por otro, planta y edifica. Él no puede edificar su casa a través de nuestra propia naturaleza. Primeramente él tiene que desmoronarnos a nosotros para luego levantar a su Hijo entre nosotros.
Esto es maravilloso; es un proceso que nos lleva todo nuestro peregrinar como cristianos.
Si la voluntad de Dios fuera solamente salvarnos, entonces bastaría con que Dios nos llamara, conociéramos la salvación, nos alegráramos con ver a Cristo como nuestro Salvador, y luego que Dios nos lleve. ¿Para qué tenemos que seguir viviendo, si eso es todo lo que Dios quiere? Si todo lo que Dios quiere es salvarnos, entonces ¿qué hacemos en esta vida?
Pero si Dios tiene otro propósito más allá de salvarnos, si Dios tiene un propósito más grande con nosotros, como es edificarnos, darnos un crecimiento, un desarrollo, que lleguemos a una madurez, transformarnos en algo superior, entonces que nos deje aquí todo el tiempo que sea necesario.
Reuniendo los materiales para la casa
David tuvo una carga muy fuerte por construirle una casa al Señor. David era un hombre muy amado por Dios, y escogió un lugar providencial para construir la casa: el monte Moriah. David había sido muy victorioso en su carrera. Y cuando él empezó a ver que su territorio se había extendido, y que tenía grandes enemigos alrededor, quiso saber el contingente que tenía.
Entonces mandó a hacer un censo. Eso disgustó el corazón de Dios, porque hasta ese momento, siempre David, si había ganado una batalla, era porque Dios estaba con él. Y nunca contó el número, porque siempre la inteligencia, la gracia, el poder, venía de parte de Dios.
Cuando David empezó a ver que su pueblo estaba siendo disminuido –en un solo día cayeron setenta mil hombres–, entonces él se fue corriendo al monte Moriah, a presentar un sacrificio. Él vio al ángel de Dios frente a Jerusalén para seguir matando. Entonces corrió, por una profecía, hacia el monte con un sacrificio, y dijo: “Dios, detén esta matanza. ¿Qué han hecho las ovejas para merecer este castigo? Soy yo, Señor”. Y él se humilló delante de Dios.
Y cuando vio que la ira fue aplacada, entonces dijo: “Este será el lugar donde yo levantaré una casa para Dios”. Curiosamente, en ese mismo lugar, Abraham, casi mil años antes, había levantado un altar de piedras para ofrecer a su hijo Isaac.
Ese lugar ahora tenía un dueño: Arauna jebuseo. Cuando Arauna vio la hazaña que David había conseguido por ese sacrificio que presentó en ese lugar, dijo: “Yo voy a donar este terreno, para que aquí David cumpla su sueño de construirle una casa a Dios”. Pero David dijo: “¿Cómo podría yo ofrecer un sacrificio a mi Dios que no me cueste nada?”. Aquí está el principio de la dádiva, de darnos para Dios, porque no vamos a dar algo que no nos cueste.
Así que David le compró la propiedad a este hombre. Allí mismo, años más tarde, cuando David supo que él no era quien iba a construir la casa, sino su hijo Salomón –él había derramado mucha sangre–, hay una actitud tan hermosa en David. Él empezó a reunir los materiales para la casa. Reunió las piedras, piedras que eran grandes y pesadas, piedras de seis caras, piedras cuadradas como un cubo. (Las piedras para la edificación tienen seis caras, perfectamente pulidas, cada una). Allá en la cantera, se oía el ruido del martillo y del cincel, cincelando esas piedras para darles forma, para que un día encajaran en la casa de Dios.
Reunió también el oro, el marfil, la madera del Líbano, la plata, el bronce; reunió todas las cosas que serían necesarias para la construcción de la casa de Dios. Había algo hermoso, había en su corazón algo así como un sentimiento de indignidad: “Yo no soy digno de construirle la casa a mi Dios, yo no soy digno de que se me considere para dar, porque, ¿de dónde te vamos a dar, oh Dios, de dónde te vamos a dar, si toda la tierra es tuya, si todo el oro es tuyo, si todo lo que tenemos te pertenece a ti”.
En su corazón no tuvo la envidia de traspasarle toda la obra a uno que le iba a suceder. ¡Qué actitud maravillosa! Y más aún, invitó y desafió a los hombres, a los príncipes y a los nobles para que también de sus riquezas reunieran los materiales para la casa de Dios. Y yo me pregunto: ¿Quién puede suscitar tal grado de obediencia, que no sólo los príncipes y los nobles, sino toda la gente del pueblo se conmovió, y trajeron lo que tenían, y todos colaboraron para la construcción de la casa? ¡Qué maravilloso!
El ruido del martillo y del cincel
A Salomón le correspondió la gloria de edificar la casa para Dios. Y así, esa casa, que fue un símbolo, una cosa externa, representativa, de aquella Casa que un día iba a ser manifestada – esta Casa que somos nosotros hoy. Nosotros somos Bet-el, esta reunión de piedras vivas. Piedras que fueron cortadas de una cantera, piedras que fueron extraídas de un lugar y traídas a este lugar, para que el martillo y el cincel de Dios empiecen a darles forma.
El modelo es Cristo, y estamos siendo configurados a su imagen y a su semejanza. Estamos viviendo un proceso de transformación, estamos siendo modelados por las herramientas que están en la mano de Dios. La edificación le corresponde a él y al Espíritu Santo. Sólo él está haciendo esta labor, él está trabajando por nosotros; no hemos venido nosotros a trabajar para él, es él el que está trabajando en nosotros. Él es el que nos está dando la forma que quiere darnos. ¡Bendito es el Señor!
Mientras estamos aquí, oiremos el ruido del martillo y del cincel. Aunque el ruido es sinónimo de destrucción, y estos golpes parece que anuncian que nuestra vida se va destruyendo, que nuestra casa se estuviera derribando – la casa que soy yo, la casa que es mi familia.
Cuando viene el ruido del cincel, es la cruz que viene a tratarnos, a operar en nosotros. Es esta obra interna de Dios que viene a derribar aquello que está deformado. Y Dios va a usar a los hombres, y va a usar las circunstancias de la vida para tratar con nosotros. Así que seremos cincelados por Dios, por los hombres y por las circunstancias para ser edificados. ¡Bendito sea Dios!
Las circunstancias son cosas que Dios permite para nuestra formación. El apóstol Pablo nos habla mucho de eso: cómo aprender a vivir victorioso por sobre las circunstancias; nos enseña a vivir contentos cualquiera sea la situación.
Pero también están los hombres. Hay un salmo que me toca fuertemente el corazón, el Salmo 66:12: “Hiciste cabalgar hombres sobre nuestras cabezas, pasamos por el fuego y por el agua, y nos sacaste a abundancia”. Por eso los hombres que están cabalgando sobre tu cabeza en este día. ¿Serán nuestros familiares? ¿Será algún hermano? ¿Será la suegra o el suegro de alguien? ¿Será el esposo, será la esposa? “Hiciste cabalgar hombres sobre nuestras cabezas, pasamos por el fuego y por el agua…”.
De polvo a piedras; de piedras a piedras preciosas
Curiosamente, nosotros venimos del polvo de la tierra. El día que nos encontramos con nuestro Salvador y él nos llamó, nuestro nombre fue cambiado; más bien, nuestra naturaleza fue cambiada. Tal como Pedro, que era Simón hijo de Jonás. Ser hijo de Jonás era ser un hijo de un Juan, un hombre común. Pedro era un hombre común, que venía del polvo de la tierra como cualquiera de nosotros. Pero dijo el Señor: “Ya no te llamarás más Simón hijo de Jonás; de aquí en adelante te vas a llamar Cefas (que quiere decir piedra)”.
Ahora, cambie usted su nombre, y permita que el Señor le llame a usted ‘Cefas’. Somos todos Cefas. Somos piedras. Seremos transformados de hombres comunes, a piedras vivas, para conformar la casa de Dios. Pero lo curioso es que estas piedras un día van a configurar la Jerusalén celestial, y la Jerusalén celestial está construida de piedras preciosas; no sólo de piedras, sino de piedras preciosas. Este Cefas, que es una piedra, allá en la Jerusalén celestial es una columna, y es nada menos que un diamante en la casa de Dios.
Los diamantes son las piedras más preciosas que existen, y lo curioso es que un hombre como Pedro –que aunque era de un carácter rudo y violento, era enclenque y débil– llegó a ser un diamante en la casa de Dios. Y para allá vamos todos nosotros, para ser diamantes en la nueva Jerusalén. Y nunca más nadie cabalgará sobre nuestras cabezas, porque el ruido del martillo y del cincel sólo se escucha aquí. Allá en la Jerusalén celestial no habrá nunca más lloro, ni habrá nunca más dolor, nunca más un sufrimiento.
Cuando miro la vida de Pedro me veo como en un espejo a mí mismo. Soy tan parecido a Pedro. No sé si usted puede decir lo mismo. Y cuando miro a Pedro, veo en él también a Jacob. Y Jacob, ya sabemos, es el prototipo del hombre astuto que se las arregla para salir adelante. Nosotros encontramos que la Biblia usa este lenguaje: “Casa de Israel, casa de Jacob, casa de Leví”. En la Escritura, ‘casa’ no se refiere tanto al ambiente material, sino a la ‘familia’. Y cuando uno mira la familia de Jacob, los hijos que tuvo, no puede menos que ver en cada uno de ellos las características de Jacob. En Génesis 49 pueden verse algunas de las características de estos hijos. Si usted quiere conocer la violencia que había en Jacob, solamente tiene que ver cómo eran sus hijos.
Y pensar que este Jacob también está considerado en la Jerusalén celestial, porque las doce tribus y los doce apóstoles serán los fundamentos de la ciudad celestial. Y cuando yo pienso en lo defectuosos que eran estos hombres, me lleno de esperanza. Cuando pienso en el tipo de hijos que tenía Jacob, me lleno de esperanza, y digo que todo ayuda a bien.
¿Qué diremos de Pedro, ese impetuoso Pedro, ese apresurado Pedro, ese Pedro que cometía errores a cada rato, que tenía tanta imperfección? ¿Pero que fue siendo transformado de día en día por el Espíritu del Señor, modelado a la imagen de Cristo?
Sabemos que los diamantes se forman a inmensas temperaturas. Bajo nuestros pies, en el corazón de la tierra hay un caldo de minerales que está hirviendo a 5000 grados centígrados. A veces este caldo caliente sale hacia arriba por los volcanes, y allí se forman geológicamente las rocas ígneas. En el contacto con la temperatura fría se endurecen y llegan a ser las rocas más duras que existen en la tierra. Pero hay otro tipo de rocas que sufren una metamorfosis. Estas son las rocas que se transforman en diamantes.
Cuando estos minerales salen del interior de la tierra hacia fuera, y toman contacto con los hielos, con los vientos, con las temperaturas frías, la temperatura se eleva de 5.000 a 100.000 grados. Luego viene entonces la humedad, el frío, y este material es lo que se transforma en estas piedras preciosas. En la Biblia aparecen doce, y son las que el sacerdote llevaba en su pecho. ¿Por qué llevaba esas piedras ahí? Porque Israel iba para ser transformado en esas piedras. ¡Bendito es el Señor!
Ahora entonces, al saber que las piedras preciosas no son algo que surgieron desde un principio, sino que en un momento vinieron a aparecer, al aplicar los factores de temperatura, y de humedad y de frío, entonces nosotros sabemos que es bueno que el Señor nos haga pasar por el fuego y por el agua.
No nos extrañemos cuando estemos pasando por el fuego o por el agua, porque dice que “aunque pases por las aguas, no te anegarás, y si por los ríos no te anegarás, y aunque pases por el fuego no te quemarás, ni la llama arderá en ti”. El Señor permitirá la llama, permitirá el fuego, y permitirá que los carros pasen, y que se oiga el ruido del cincel y del martillo. ¿Con qué objetivo? ¿Querrá Dios solamente hacernos sufrir por sufrir, o tendrá un propósito más alto? En verdad, él tiene un objetivo sublime con nosotros, y es que Cristo sea formado. Y acuérdate que a mayor temperatura, mayor será la piedra preciosa: mientras más sufrimiento y más pruebas, más parecidos a Cristo. Seremos transformados de gloria en gloria.
Estamos en la casa de Dios, hermanos. De esta debilidad que somos, de este barro, de estas piedras que éramos, vamos siendo transformados hasta llegar a ser un diamante en la casa de Dios. El diamante es una piedra transparente que, cuando se le aplica luz, aparecen destellos y aparece un arcoiris. ¡Bendito es el Señor! ¡Qué gloria nos espera!
El roce de las piedras
Estamos en la casa de Dios. Aquí está ocurriendo algo paradójico. Aquí hay un derrumbe, y al mismo tiempo hay una edificación. Algo se está gastando, algo se está cayendo, algo se está desmoronando. Pero al mismo tiempo algo está surgiendo, algo se está levantando. ¡Bendito es el Señor!
Hay tiempo para esparcir piedras, hay tiempo para recoger piedras. Este es un día de restauración; es un tiempo para reunir las piedras en la casa de Dios, para ser edificados.
Hermano, Dios te ha escogido. Él quiere quebrantar lo que tiene que ser quebrantado, él tiene que sacar lo que tiene que salir. Dios tiene que transformar o cambiar lo que tiene que ser cambiado. En la casa de Dios nosotros somos formados, en la vida de la iglesia, en el roce de las piedras unas con otras, nos vamos perfeccionando.
Hay muchas cosas que tienen que ser corregidas, pero, ¿a quién utilizará el Señor para nuestra corrección? ¿A través de qué me va a hablar Dios? Decíamos que él mismo lo va a hacer. Utilizará hombres, y también utilizará circunstancias. Y pensando en esto, sabemos que Dios está haciendo su obra. Él puso dentro de nosotros un grande y supereminente poder, un poder grande, capaz de transformar la muerte en vida en nosotros. Es el poder de su Espíritu que está operando desde el interior para transformarnos.
Pero también está usando a los hombres; no solamente a la iglesia, también a los hombres de afuera. Está usando a los hermanos. Muchas veces pareciera que pasa el tiempo en la iglesia, pasan los años, y a veces no se ven los cambios.
Yo quisiera decirle un consejo: En la casa de Dios nos conviene ser corregidos; nos conviene asumir un compromiso solemne para que cualquier hermano, en cualquier momento, sea oportuno o inoportuno, sea la persona adecuada o no adecuada, sea un hermano mayor o un hermano menor, sea quien sea que Dios quiere usar para mi corrección, yo lo quiero escuchar.
Porque nos hace mal cuando a nosotros no nos dicen lo que somos. Porque de una manera incomprensible y misteriosa, yo no me conozco tal y cual como soy; pero sí los demás me conocen tal y cual como soy. Y esta sabiduría la reservó Dios para su iglesia, para que en la casa de Dios nos corrijamos unos a otros, nos sobrellevemos unos a otros, nos soportemos unos a otros. ¡Bendito sea el Señor! Amén.