En la edificación de la Casa de Dios el fundamento no es nuestra responsabilidad, pero sí los materiales con que edificamos.
Al presentar el tema de su Iglesia, Jesucristo nos lleva directamente a la Roca. Él mismo es la “piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable” (Is. 28:16). Cada hijo de Dios que tiene vida y ha sido redimido por su sangre está plantado sobre este fundamento, y sobre ese fundamento edifica. Los incrédulos no tienen parte aquí. Ya sea la Iglesia universal o la expresión local de ella, el principio es el mismo: Cristo es la “piedra probada” a quien somos llevados, y sobre el cual somos formados y ensamblados.
Pablo también toma esto como su punto de partida porque, a decir verdad, es el único posible. “Somos … edificio de Dios”, escribe a los Corintios en una de sus cartas, y luego prosigue: «Como perito arquitecto puse el fundamento … pero cada uno mire cómo sobreedifica. Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo» (1Co. 3:9-11). En otras palabras, la elección del fundamento ya no es nuestra responsabilidad. Dios mismo lo ha puesto, y ninguno puede colocar otro; ninguno puede comenzar en otro lugar. El apóstol da testimonio de esto, y ¡Dios no nos pide que lo aprobemos! Él lo ha hecho, y sabe lo que está haciendo. Cuando un alma viene a Cristo, y Cristo entra en la vida, el fundamento está puesto. Sobre esto el hijo de Dios está, y sobreedifica. Lo que tiene importancia, sin embargo, es lo que coloca sobre el fundamento.
Dios busca calidad. Se interesa no tanto en si hacemos la obra sino con qué la hacemos. Muchos arguyen: ‘Si mi trabajo está bien hecho, sin duda ¡eso es suficiente!’. Pero Dios no sólo pregunta si le hemos servido, si nos hemos entregado a su trabajo, y edificado sobre el fundamento, importantes como son estas cosas. Su pregunta cala más hondo. Él pregunta qué hemos usado para hacer estas cosas. Él mira, no solamente las cosas terminadas, sino los materiales empleados.
Entre los que predican el Evangelio, él percibe una diferencia en calidad, y fácilmente distingue entre el trabajador eficaz y el superficial. Entre los que ven la verdad espiritual, él reconoce una diferencia en el modo de ver. Entre los que oran, él discierne lo que yace detrás de cada ‘Amén’. Esto es lo que significa Pablo cuando nos advierte: “Si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada” (1 Co. 3:12,13).
Los materiales para la construcción
Lo de mayor importancia es el peso. La madera, el heno, la hojarasca son baratos, livianos, temporarios; el oro, la plata, las piedras preciosas son costosos, pesados, eternos. He aquí la clave del valor. Los metales pesados, el oro del carácter y la gloria divinos, la plata de su obra redentora: éstos son los materiales que él estima. No simplemente lo que predicamos sino lo que somos es lo que cuenta para Dios; no la doctrina, sino el carácter de Cristo que Dios produce en nosotros gracias a lo que permite en nuestra vida, gracias a las pruebas que él manda, y gracias a la obra paciente del Espíritu.
La obra que es de Dios es obra que ha estado en la Cruz. Cuando nuestro trabajo ha pasado por allí, podemos estar seguros de que sobrevivirá al fuego. No se trata de decir: ¿Dónde es más evidente la necesidad? ¿Qué ideas y recursos tengo yo? ¿Cuánto puedo hacer? ¿Cuándo podré poner en práctica esa doctrina?, sino: ¿Dónde se está moviendo Dios? ¿Qué hay de él aquí? ¿Es su voluntad que yo vaya? ¿Cuál es la mente del Espíritu en esto? –éstas son las preguntas del siervo realmente crucificado. Él reconoce cuando Dios dice: ‘Ve’ o ‘Di’; pero también su ‘Espera’, y su ‘Ve, pero di solamente esto’. Consciente de su propia debilidad y vacuidad, la más grande lección que debe aprender es encomendar su camino a Dios y aprender a seguirle a él.
Nuestro problema reside en nuestra falta de comprensión de lo siguiente: que en la obra de Dios, el hombre en sí nada vale. Madera, heno, hojarasca, son cosas todas que sugieren lo que es esencialmente del hombre y de la carne. Significan lo que es común, ordinario, lo que es fácil de obtener y de bajo precio –y, por supuesto, perecedero. La hierba hoy viste la tierra con hermosura, pero ¿dónde está mañana? El intelecto humano puede hacernos comprender las Escrituras; la elocuencia natural puede tener el poder de atracción; la emoción puede arrebatarnos; los sentimientos pueden, al parecer, guiarnos –pero, ¿a qué? Dios busca valores más sólidos que éstos. Muchos de nosotros predicamos bien, pero nosotros mismos estamos mal. Hablamos de la carne, pero no conocemos sus peligros; hablamos del Espíritu, pero ¿le reconoceríamos si realmente nos impulsara?
Gran parte de nuestro trabajo para Dios depende no de su vo1untad, ni de sus propósitos, sino de nuestros sentimientos y, que Dios nos perdone, aun del estado del tiempo. Como heno y hojarasca es llevado por el viento. Si estamos de buen humor podremos hacer mucho pero, por otro lado, si las condiciones son adversas, dejamos de trabajar por completo. Sí, hay que reconocerlo; el trabajo que depende de los sentimientos o del viento de un avivamiento es de poca utilidad para Dios, como un día el fuego lo probará. Cuando Dios ordena, debemos aprender a hacer el trabajo, con sentimientos o pese a ellos.
Estos valores son de alto precio. Los que no están dispuestos a pagarlo nunca los tendrán. La gracia es libre de cargo, pero esto no. Sólo por altos precios se pueden comprar piedras preciosas. Muchas veces estamos tentados a clamar: ¡Esto está costando demasiado! Las cosas hechas por Dios a través de las lecciones que aprendemos bajo su mano, aunque tardemos en aprenderlas, realmente valen la pena. El tiempo es un factor en esto. En la luz de Dios, algunas cosas perecen por sí mismas, no es necesario esperar el fuego. Lo que tiene verdadero valor es lo que queda, lo que permanece firme durante las pruebas de Dios. Aquí se hallan las piedras preciosas, formadas por las presiones de tristezas y problemas que Dios por su gracia nos da, cuando nos hace andar a través de ‘fuego y agua’ para traernos a su lugar de abundancia. El hombre ve la apariencia exterior; Dios ve el costo interior. No te sorprendas cuando sobrevienen las muchas pruebas. Cuando son acatadas como procedentes de él, ellas forjan el camino seguro a una vida que es de alta estima para Dios.
Dios tenga misericordia de la gente tan habilidosa, ¡que da con una mano lo que toma con la otra! Ni siquiera puede hablarse de Dios sin que eso cueste. Todo es cuestión de si el vaso es liviano o pesado porque el peso demuestra la calidad del material. Dos hombres pueden usar las mismas palabras; pero en uno encontramos algo que nos detiene, en el otro – nada. La diferencia radica en el hombre. Uno siempre sabe cuándo está en presencia del valor espiritual. La intensidad de un mero teorizar acerca del regreso del Señor, por ejemplo, no podrá jamás sustituir una vida que ha sido vivida diariamente esperándole a él. No se puede evitar esta diferencia, ni se puede reemplazar lo verdadero. Desgraciadamente, algunos de nosotros somos tan distintos de lo que enseñan nuestras palabras que, tal vez, más valdría que habláramos menos de cosas espirituales.
No nos sorprendamos, entonces, que Dios se interese en los materiales de su casa. La imitación de una joya puede tener cierta hermosura, pero ¿qué mujer, habiendo poseído lo auténtico, pensaría otra vez en la imitación? El apóstol Pablo no nos deja en duda acerca de su propia valuación. Diez toneladas de hojarasca nunca pueden alcanzar el precio de una sola piedra preciosa. Todo lo que es carne, todo lo que es simple sentimiento, todo lo que es esencialmente del hombre, es como la hierba y pasará. Mas lo que es de Cristo, el oro, la plata, las piedras preciosas, sólo éstos, dice la Escritura, son eternos, incorruptibles, imperecederos.