El Antiguo Testamento no muestra directamente a la Iglesia, pero sí lo hace alegóricamente a través de varias mujeres mencionadas en sus páginas.
La mujer, en su papel de novia y esposa, ofrece al Espíritu Santo un perfil muy apropiado para la tipología espiritual de la Iglesia, por cuanto ella es la Novia de Cristo. Cada una de ellas representa un aspecto diferente de la Iglesia, abarcando su historia completa, desde su elección hasta la consumación de su gloria con Cristo. Esto nos demuestra que la Iglesia estuvo desde el principio en el corazón de Dios. Precisamente, este era uno de los misterios que habrían de ser dados a conocer con la venida del Señor Jesucristo.
Revisaremos sucintamente la historia espiritual de la Iglesia a la luz de los tipos de siete mujeres del Antiguo Testamento.
Eva, el propósito eterno
La primera mujer, antes de la caída, nos muestra el lugar que ocupa la Iglesia en el propósito eterno de Dios. Cuando Dios creó a Adán, vio que no era bueno que estuviese solo, por lo cual creó para él una ayuda idónea. Esta es la primera alegoría –una hermosa figura– de la relación íntima y perfecta entre Cristo y la Iglesia. Antes que las sombras del pecado asomasen, Dios creó (‘edificó’) a Eva del costado abierto de Adán, prefigurando así la forma como Dios habría de tomar a la Iglesia del costado herido de Cristo en la cruz del Calvario.
Eva fue tomada de Adán. La Iglesia es tomada de Cristo. La analogía es perfecta. Nada que no proceda de Cristo puede formar parte de la Iglesia. Así, la Iglesia no es lo que los hombres ven como tal, sino lo que íntimamente ha procedido de Cristo, compartiendo su misma naturaleza.
Eva fue la ayuda idónea de Adán. La Iglesia es la ayuda idónea de Cristo, en todo lo que se refiere al gobierno sobre la creación, propósito hasta ahora no cumplido cabalmente. El hermoso cuadro de Génesis 2 será completado en su perfección el día que Cristo tenga a su Novia inmaculada, como es anunciado en Apocalipsis 19. Desde Génesis 2 a Apocalipsis 19 hay un gran salto en la historia del hombre, pero hay sólo un suspiro en la eternidad. Finalmente Dios tendrá la Eva sin pecado que su postrer Adán merece. El propósito eterno de Dios se habrá cumplido.
Asenat, elegida en medio del mundo
José es uno de los tipos más perfectos de Cristo, y su esposa, Asenat, lo es también de la Iglesia en un aspecto muy específico: ella es tomada del mundo. Asenat era una mujer gentil. Era “hija de Potifera, sacerdote de On” (Gén.41:45). On era el centro de adoración al sol entre los egipcios. Por tanto, Asenat provenía de una ciudad y una estirpe pagana. Así también, Dios ha provisto de esposa para Cristo de entre los gentiles.
Rut, redimida por precio
En el libro de Rut, Booz representa a Cristo. “Booz” significa “en él hay fuerza”, es un hombre “poderoso en riquezas” (2:1). Rut, en cambio, es una mujer gentil, entristecida y sufriente, que es recibida por Booz con misericordia. Aquí vemos a la Iglesia, en su condición en el mundo, al momento de ser presentada a su Amado. El mayordomo (el Espíritu Santo), la lleva ante Booz, quien la acoge y provee para ella de alimento.
Luego, llega el momento de la gran manifestación de amor, en que Booz redime a Rut. En el libro de Rut es reiterado el uso de la palabra ‘redención’. Elimelec, el pariente del anterior marido de Rut no estuvo dispuesto a hacerlo (¿quién más podría pagar el alto precio por la salvación de ella?), pero sí Booz.
Según la ley de Israel, para poder redimir había que cumplir con tres condiciones: a) tener el derecho de redimir. Sólo un pariente podía hacerlo. Por eso el Señor tuvo que participar de carne y sangre, pues sólo podía redimir a la Iglesia como hombre. b) tener medios para hacerlo. Tal como Booz, el Señor era rico (2ª Cor.8:9), pero él vendió todo lo que tenía (Mat.13:46) para redimir la Iglesia. c) estar dispuesto a redimir. El amor de Cristo lo llevó a redimirnos (Rom. 5:6-8).
Así, Booz (Cristo) reunía estas tres condiciones, y por ello no sólo compra la heredad de su pariente, sino también a Rut, pero no para hacerla su esclava, sino su esposa. Ahora, todas las riquezas de Booz son de ella. El hombre más rico honra a una pobre forastera, dándole su nombre y su herencia. Rut nos muestra hermosamente la redención de la Iglesia. La Iglesia fue hallada por Cristo en ese estado de indefensión y pobreza, pero la redimió con su preciosa sangre, para hacerla su esposa.
Séfora, una mujer en el desierto
Séfora era hija de Reuel (o Jetro), sacerdote de Madián. Moisés la tomó como esposa en su destierro en el desierto. Ese árido desierto representa lo que fue esta tierra para nuestro Señor durante su ministerio. Fueron los días de su humillación, en que no halló una sombra donde descansar. Aquí halló a la Iglesia, perdida entre esas muchedumbres abatidas, que eran como ovejas sin pastor.
Séfora era hija de un madianita, de un descendiente de Abraham y Cetura. En eso vemos también a la iglesia, que no tiene aquí en la tierra un pasado muy honroso que exhibir. Séfora fue la esposa tomada del mundo, en el tiempo de la humillación de Moisés. También la Iglesia hoy es la compañera de un Cristo rechazado, con quien comparte, sin embargo, en la intimidad los gozos que le son negados al mundo.
Abigail, compañera de milicia
Abigail conoció a David como el que “pelea las batallas de Jehová” (1 Sam. 25:28), y fue quien acompañó a David en todo su largo itinerario de rey ungido pero perseguido. Saúl quería matarle, y David tuvo que huir una y otra vez, con Abigail, por cuevas y montes, e incluso por tierras extranjeras. David peleó las batallas de Dios, pero no lo hizo solo: Abigail estuvo con él. Finalmente, cuando David fue ungido rey en Hebrón, ella participó también de su exaltación.
La Iglesia ha sido también la compañera de milicia del Guerrero perseguido, pero triunfante, en estos largos siglos. Y lo será más aún en los tiempos que han de venir, cuando el Señor se levante para tomar los reinos de este mundo. Perseguida juntamente con él, y despreciada, inexorablemente participará de los gozos y honras futuras, cuando su Señor reine sobre toda la tierra.
Acsa, la herencia de la Iglesia
Acsa fue hija de Caleb, el longevo guerrero de la toma de posesión de Canaán. Ella fue dada como premio a Otoniel, por la toma de Quiriat-sefer. Otoniel era primo de Acsa, porque era hijo de Cenaz, hermano de Caleb. Cuando Acsa dejaba la casa de su padre para irse con su marido, éste la persuadió a que pidiese fuentes de aguas, además de la tierra que había recibido.
Otoniel representa aquí al Señor Jesucristo, quien recibe esposa de su misma sangre, como premio por su victoria. El Padre le dio a ella una herencia para que disfrutase con su Esposo, y su herencia son fuentes de agua, arriba en los cielos y abajo en la tierra. Ella posee los recursos celestiales, y los administra en la tierra. Hay una fuente celestial, pero a esa fuente está conectada otra fuente en la tierra. Los ríos del agua de vida (es decir, la Palabra) de Dios están en la Iglesia, por cuanto ella tiene a Cristo, y ella puede dar de beber a los sedientos.
Rebeca, la iglesia conducida a Cristo
Génesis 24 nos entrega una preciosa alegoría de Cristo y la Iglesia. En ella vemos a Abraham preocupado de proveer una esposa para su hijo Isaac. Isaac es el hijo de sus afectos y heredero único, perfecto en su posición de hijo, pero incompleto en su soledad. Abraham envía al mayordomo de su casa (tipo del Espíritu Santo) en busca de la esposa, a un país lejano, aunque no de sangre ajena, porque era de su misma familia.
Eliezer, el mayordomo, logra disponer el corazón de Rebeca a favor de su amo joven. Diez camellos cargados de regalos, vestidos y joyas, dan testimonio a Rebeca de la riqueza de su pretendiente. Luego, cuando llega la hora de partir, Rebeca no acepta dilatar el viaje. Su corazón ya está ligado al Amado distante.
Es aquí donde la Iglesia es especialmente tipificada por Rebeca. Los afectos familiares tratan de retenerla, pero Rebeca no accede. No hay tiempo que perder. “Entonces se levantó Rebeca y sus doncellas, y montaron en los camellos, y siguieron al hombre …” (Gén.24:61). El viaje se hace largo por el ansia de llegar. Eliezer le habla del amado, y esa es la voz del Espíritu Santo que habla las dulzuras de Cristo a la Iglesia. Ella quiere apurar el paso (¿No es la Iglesia la que anhela el encuentro con el Amado en los aires?). La distancia se acorta. Isaac sale a pasear al campo para estar más cerca. Así también Cristo. Y la Iglesia, que está cada día más cerca de él, examina también el horizonte para ver al Amado venir a su encuentro. ¡Ay, falta tan poco!
Finalmente, el encuentro se produce. Entonces Isaac “tomó a Rebeca por mujer, y la amó”. La Iglesia es introducida en los gozos eternos del Amado.
Notas celestes
Cuántos delicados rasgos nos entregan las Escrituras acerca de la Iglesia. El Antiguo Testamento, tan severo en muchos aspectos, se desgrana en celestes notas cuando alegoriza de ella, la amada del Amado. ¿Y qué decir de la sulamita, la amada del Cantar de los cantares? Nos faltaría espacio para hablar de ella.
Bástenos, por ahora, estos pequeños apuntes para dimensionar cuán íntimo es el lugar que la Iglesia ocupa en el corazón de Cristo, qué cosa tan preciosa es, cuán escogida y santa, cuán amada y deseada es por nuestro Señor. Así, no pecaremos rebajándola a la mera condición humana, ni la miraremos al trasluz de nuestro estrecho corazón.