La edificación de Dios tiene un solo fundamento, que es la revelación y la confesión de Jesús, como el Cristo el Hijo del Dios viviente.
Pablo escribe a los corintios: “Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como perito arquitecto puse el fundamento” (1ª Cor. 3:10). ¿Qué era ese fundamento del cual habla? Ciertamente, no era particular de Pablo ni lo había originado él; era algo que los apóstoles tenían en común. Debemos ir brevemente a los evangelios y a las palabras del Señor Jesús mismo para obtener la primera definición de ello. Cuando se dirige a Simón Pedro en Cesarea de Filipo, el Señor usa estas notables palabras: “Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mat.16:18).
Lo que es la Roca
Es importante comprender bien este pasaje, porque como veremos, realmente define el punto desde el cual, más tarde, Pablo a su vez comienza. ¿Qué daba a entender con ello Jesucristo? Tú eres Petros, una piedra –uno que ha de ser edificado con otros en la estructura básica de mi iglesia (ver Ef.2:20; Apoc. 21:19)– y sobre esta Roca edificaré. ¿Qué es, pues, la Iglesia? Es una estructura de piedras vivas fundadas sobre una roca. ¿Y qué es la roca? Es aquí donde debemos ser muy claros. Es una confesión basada en la revelación de una Persona.
El Señor Jesús, a quien aparentemente no le importaba qué decían o pensaban los hombres acerca de él, de repente pregunta a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”. Luego, volviéndose de las opiniones y especulaciones de otros, da un paso más cerca y pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Su desafío produce espontáneamente la histórica confesión de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. De manera que es exacto decir que la Iglesia está edificada sobre una confesión, porque ‘decir’ es confesar, no simplemente lanzar una opinión. Más aún, no era una confesión vacía, tal como hoy se haría sobre la base de algún estudio, o deducción, o punto de vista. Como lo aclaró Jesús, la confesión de Pedro le fue dada por revelación. “No te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. Y aun más, era una revelación del verdadero carácter y significado de Jesucristo, y no meramente de los hechos acerca de él – es decir, no simplemente de lo que los evangelios nos relatan que él hizo, sino de quién y qué es él. En cuanto a su persona, él es el Hijo del Dios viviente; en cuanto a su oficio y ministerio, él es el Cristo. Las palabras de Pedro contienen todo esto.
El punto de partida de Pablo
Este doble descubrimiento había de ser más tarde, como ya hemos dicho, el punto de partida de Pablo. Leamos otra vez, por ejemplo, sus primeras palabras a los Romanos. El Cristo a quien él había perseguido, afirma el apóstol, ahora es “declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos” (Rom.1:4). Todo lo que Pablo escribe a las iglesias está fundado sobre esta revelación acerca de Jesús. Desde la eternidad hasta la eternidad él es el Hijo de Dios: esto es lo primero. Pero llegó el día cuando, tomando sobre sí la forma de un siervo, llegó a ser el Cristo, el Ungido, el Ministro de Dios. Todo el propósito de Dios, todas las esperanzas de Dios, están en ese Cristo resucitado. Él es el que ha sido separado y ungido como el firme fundamento de Dios.
Pero si él es el fundamento, nosotros somos las piedras vivas. Reconocer a Cristo es reconocer también a todos los creyentes y el plan de Dios para el universo a través de ellos. Porque seremos de poca utilidad para Dios si conocemos sólo nuestra salvación, y no hemos vislumbrado el propósito para el cual Él nos ha vinculado a su Hijo. ¡Cuántos dicen tener la unción del Espíritu, y, con todo, parecen desconocer que el objeto porque el Espíritu ha sido dado a Cristo y a sus miembros es el mismo! Todo apunta a la misma finalidad divina. Descubrir esto es darnos cuenta de repente de la insignificancia de todo nuestro trabajo que en el pasado no se había relacionado con este fin.
Aclaremos este hecho: la Iglesia no es simplemente una compañía de personas cuyos pecados han sido perdonados que van al cielo; es un grupo de personas cuyos ojos han sido abiertos por Dios para reconocer la persona y obra del Hijo. Esto es mucho más de lo que el hombre puede ver, conocer o palpar – y mucho más aún que las experiencias exteriores de aquellos discípulos que por tres años, como compañeros constantes de él, comieron, durmieron, caminaron y vivieron con él. Sin duda, aquello era una gran felicidad, y ¿cuántos de nosotros cambiaríamos gustosamente de lugar con Pedro aunque no fuera más que por unos días? Pero debemos decir que ni esa experiencia los unía a él como parte de la Iglesia. Sólo la revelación de Dios acerca de quién es Cristo puedo hacer eso por ti y por mí. La Roca es Cristo – sí, pero un Cristo revelado, no un Cristo teórico o doctrinal. Veinte años entre creyentes y una vida entera de profundizarnos en teología no nos edificará en su Iglesia. Es un conocimiento interior, no exterior, lo que produce esto. “Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).
El conocimiento interior de Cristo
“Nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre” (Lc.10:22). La carne y la sangre no pueden conocer este hombre a quien Dios ha establecido. Sin embargo, es imperioso que sea conocido, porque el fundamento de la Iglesia no es solamente Cristo, sino también el conocimiento de Cristo. Y el drama de muchos hoy, que están en las iglesias –las así llamadas iglesias–, es que no tienen este fundamento.
Pero no es la teoría la que va a prevalecer contra el infierno; Jesucristo declara que esto lo hará su Iglesia. ¿Hemos olvidado quizá para qué fin estamos en el mundo? Visitando hogares occidentales he visto a menudo un hermoso plato de porcelana, no para uso en la mesa, sino colgado en la pared como adorno. Bien, me parece que muchos piensan así de la Iglesia, como algo que debe ser admirado por la perfección de su forma y diseño. Pero no, la Iglesia de Dios es para uso, no para decoración.
Un conocimiento mental, la ilustración, el orden, pueden producir algo como una apariencia de vida cuando las condiciones son favorables pero, apenas las puertas del infierno nos embisten, muy pronto nos descubre cuál es nuestro verdadero estado. Muchos vieron a Jesucristo, le siguieron, tuvieron contacto con él y fueron sanados por Cristo, mas no le conocieron. Pero a uno de los que le siguieron fueron dichas estas palabras: “Sobre esta Roca edificaré”. Quizá nos consideramos tanto o un poquito mejores que Pedro. Él fue tentado y cayó. Sí, pero ¿no era él mejor en su caída que muchos que nunca caen? Él llegó a negar, pero pudo llorar. Porque Pedro conocía. Muchos no caen, pero tampoco conocen.
En la hora de la prueba lo que vale es el conocimiento personal. No quiero decir que los hermanos no son de ayuda; pero lo que sólo se recibe como una enseñanza de boca en boca es de muy poca utilidad si no se acompaña de una revelación del cielo. No resistirá el fuego de la prueba. Por eso pienso que nuestra palabra china ‘Hsuin tao-choe’, ‘uno que ha muerto por una doctrina’ está mal, porque ¿quién muere por una doctrina? En un tiempo yo temía que un modernista llegara a probarme que la Biblia no era digna de confianza, ni tampoco los hechos históricos sobre los cuales estaba fundada mi fe. Si lo podía hacer –pensaba yo— terminaría con toda mi base de fe; y yo deseaba creer. Pero ahora tengo paz. Aunque los hombres puedan presentarnos tantos argumentos como estrellas hay en el cielo, no me hace la menor mella, porque ¡ahora yo sé! El conocimiento que recibimos de los hombres puede engañarnos. Aun lo excelente es imperfecto y, por bueno que sea, podríamos llegar a olvidarlo. Pero el Padre reveló a Pedro el Hijo, el Hijo a quien el Padre conocía. Esta revelación es el cristianismo. No hay iglesia sin ella. Yo, desde adentro, conozco a Jesús como el Hijo de Dios y como el Cristo – esto es la médula de todo. La respuesta de Jesús a Pedro no fue: Has contestado correctamente, sino: “¡Dios te lo ha revelado!”.
La confesión de Cristo
De manera que la Roca define los límites de la Iglesia. Estos se extienden dondequiera que una confesión tal se eleva a Dios del corazón – allí no más. Porque recordemos que lo de Pedro no era una confesión general; surgió de una revelación. Y tampoco de una revelación general, sino de una revelación acerca de un Hombre, el Hijo del Hombre. Nada da mayor satisfacción que una confesión tocante a él mismo. Jesús muy a menudo dijo Yo soy. Le agrada oírnos decir: Tú eres. Lo hacemos muy pocas veces. ¡Tú eres, Señor! – cuando las cosas van mal, y todo es confusión, no ores, sino confiesa que Jesús es el Señor. Hoy que el mundo está alborotado, levántate y proclama que Jesús es Rey de reyes, y Señor de señores. A él le agrada oírnos decir lo que sabemos. La Iglesia no está fundada sólo en la revelación, sino también en la confesión – sobre lo que hablamos de lo que sabemos de Dios. La Iglesia hoy día es la voz de Cristo aquí sobre la tierra.
Si Dios no ha abierto nuestros ojos para que veamos que la muerte es el poder, el arma, de las puertas del infierno, no comprenderemos el valor de dar testimonio. Pero cuando de repente, en una circunstancia imprevista, nos sorprendemos de que la fe no da resultado y de que la oración no basta, aprenderemos la necesidad de proclamar a Cristo, y al hacerlo descubriremos que esto era lo que Dios estaba esperando: Tú eres Señor, Tú eres vencedor. Tú eres Rey. La mejor oración no dice: ‘Yo quiero’, sino ‘Tú eres’. Hablemos, entonces, por medio de la revelación que nos ha sido dada. En las reuniones de oración, en el Partimiento del Pan, a solas ante el Señor, en medio del mundo abrumador, o en la hora oscura de la necesidad, aprendamos a proclamar: Tú eres. Esta es la voz de la Iglesia, la voz de Dios sobre la tierra, la voz que, por sobre toda otra cosa, hace que el infierno se estremezca de terror.
Tomado de ¿Qué haré, Señor?