La revelación de Jesucristo y la comunión con él son como las dos piernas que nos permiten andar la vida cristiana de una manera victoriosa.
La vida cristiana consiste, en esencia, en conocer y vivir al Señor Jesucristo. Ahora bien, Jesucristo sólo puede ser conocido por revelación del Padre. El propio Señor Jesucristo lo advirtió, cuando dijo: “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mt. 11:27). Por eso, según Pablo, el apóstol, su vida en Cristo comenzó cuando agradó a Dios revelar a su Hijo en él (Gál. 1:15-16). Esto significa que, por exclusiva obra y gracia de Dios, un día el bendito Hijo de Dios fue dado a conocer al espíritu del apóstol Pablo y, en ese encuentro interior con Cristo, se dio inicio a su nueva vida.
El pilar inicial
El conocimiento del Señor Jesucristo por revelación es, pues, el pilar inicial fundamental de la vida cristiana: Es la revelación de una persona que, en rigor, sólo el Padre conoce; y es una revelación que acontece interiormente. De esta manera, se cumple en los santos el misterio de Dios “que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Col. 1:27).
Por lo tanto, sin la revelación interior de Jesucristo no hay vida nueva, no hay evangelio, no hay verdad, no hay nada. La revelación de Jesucristo por el Espíritu Santo es el punto de partida de la vida cristiana. Ahora bien ¿por qué, en no pocos casos, este glorioso comienzo, que todo hijo de Dios bien nacido ha experimentado, parece no ser suficiente para vivir una vida victoriosa? ¿Acaso no es suficiente la aparición de Cristo en nuestro corazón? ¿Qué otro acontecimiento, aparte del nacimiento del Hijo de Dios en nuestro ser, podría faltar? Y si la revelación interior de Jesucristo es completamente suficiente ¿dónde está, entonces, el problema? ¿Para cuántos de nosotros el fracaso rotundo en el intento de vivir la vida cristiana en el pasado, se debió precisamente a la ausencia de esa revelación interior de Jesucristo? Pero ahora que esa bendita revelación es también nuestra realidad ¿cuál es la explicación por no vivir vidas victoriosas? Sé que las explicaciones pueden ser muchas y muy variadas, puesto que en este caso es cierta la máxima que dice: “Todo tiene que ver con todo”; no obstante, quisiera aportar una que, en lo personal, me ha permitido entrar en una dimensión nueva con el Señor Jesucristo.
Necesidad de comunión con el Señor
Pues bien, la explicación es esta: Sin la comunión diaria con el Señor Jesucristo no es posible vivir la vida cristiana. Y la razón es simple y sencilla: La vida cristiana no se puede vivir sin Cristo (Jn. 15:5). No sólo hay que estar en Cristo para poder vivir la vida cristiana, y no sólo hay que vivir para Cristo, sino también hay que vivir con Cristo. En muchos hijos de Dios falta comunión con ese Cristo revelado interiormente. ¡Hermanos! El Padre nos reveló a su Hijo para, precisamente, hacer posible que viviésemos en comunión diaria, continua y permanente con él (1Co. 1:9). La revelación nos trajo un Cristo vivo, resucitado, poderoso y todo suficiente, que vive en nuestro ser y en medio de la iglesia. ¿Para qué? Para que de aquí en adelante nunca más vivamos solos y en nuestras fuerzas. Tenemos que vivir en comunión (común unión) con el Señor Jesucristo. Él es una persona morando en nosotros y en la iglesia. Debemos, pues, hablar todo y siempre con él; debemos depender diariamente de él; debemos esperar en fe que cada día él exprese su vida a través de nosotros. En oración interior diaria y continua debemos morir a nosotros mismos para que viva él en nosotros (Gál. 2:20).
Algunas dificultades
Esto, sin embargo, en mi experiencia no ha sido fácil ni rápido, sino todo lo contrario. Es lento, si bien progresivo; pero sobre todo muy efectivo. Las dificultades que todo creyente tendrá que enfrentar e ir superando poco a poco en el desarrollo de una comunión profunda e íntima con Cristo serán de distinta clase. En lo interno, descubrirá que su espíritu, donde mora el Señor Jesucristo, es un espíritu débil y muy poco ejercitado. Por lo tanto, deberá aprender a fortalecer su espíritu en el poder del Espíritu Santo (Ef. 3:16). Por lo mismo, tomará conciencia de la importancia del bendito Espíritu Santo, quien no sólo es persona, sino también Dios. Paralelamente descubrirá que así como su espíritu es débil, su alma, en cambio, es fuerte y autónoma. Conocerá que su mayor problema está en su alma, la cual se opone y resiste la dirección y conducción del espíritu (Lc. 2:35; Mt. 16:21-23; Hch. 21:10-14). Deberá, entonces, aceptar el hecho de que su alma necesita ser quebrantada si ha de llegar a ser un instrumento dócil del espíritu (Mt. 21:44). Se rendirá, por tanto, a la disciplina del Espíritu Santo, quien aplicará paulatinamente la cruz de Cristo al alma (Mt. 10:38, 39; 16:24,25).
En lo externo, por su parte, todo creyente deberá lidiar con su individualismo. Tendrá que aprender a sujetarse y ser regulado por el cuerpo de Cristo, ya que Cristo no mora solamente en él, sino en toda la iglesia. Además, tendrá que priorizar, en medio de todas sus actividades, aquellas que primeramente ministran al Señor (Lc. 10:40-42; Hch. 13:2). Él es su primera tarea, su primer servicio y su primer amor (Ap. 2:2-4). Contra esto se levantará la falta de tiempo, las muchas actividades y la televisión misma. Por último, los afectos naturales del alma, como el amor por nuestros familiares, competirán con todas sus fuerzas para impedir que Jesucristo sea nuestro primer amor (Mt. 10:37).
Para una vida victoriosa
Pero, finalmente, en la medida que vayamos superando estas dificultades, la Revelación y la Comunión serán como dos piernas que nos permitirán andar la vida cristiana de una manera victoriosa. Ya no andaremos haciendo cosas para él –pero sin él–, sino haciéndolo todo con él ¡Aleluya! (Cant. 7:10-13).